
―¿Hace un leño? ―le ofreció sor Sacromonte un porro, que tenía el tamaño y consistencia de un Cohiba Lanceros―. Es yerba de cosecha propia. ―Lo encendió y, dando una calada, se lo pasó a Mambo―. Profesor sustituto, aquí no hay secretos. Que seas madero no modifica las cosas y hay rutinas en mi vida de las que no estoy dispuesta a prescindir
Las Adoratrices de Santa Afra no usan túnica, cometa o velo, van de calle, guardando las formas, dentro de lo que cabe, pero siempre al gusto de cada cual. Sor Sacromonte lleva su hábito personal con desparpajo: blusa holgada, pantalón ancho y deportivas.
El pelo corto, a lo chico, le hace más juvenil el rostro, fresco, de facciones suaves, donde unos ojos del color del mar invitan a la zambullida.
Junto con el olor a canuto, Mambo ventea aromas de cítricos y crema hidratante. Tres botones desabrochados de la blusa muestran apenas el desfiladero de unos pechos que se adivinan firmes.
―Es un buen comienzo, este de compartir el mismo fervor mariano ―ironizó Mambo a la vez que devolvía el porro a la monja―. Sor Viacrucis me dijo que se encarga usted de la botica.
―Puedes llamarme Lola ―replicó ella antes de dar otra calada―; Sacromonte es mi nombre artístico, por así decir, el litúrgico, pero me cristianaron Dolores, mucho más natural, y apea el tratamiento, que me pone años.
Hizo ademán de compartir de nuevo el cigarro con Mambo, pero este lo rechazó.
»Soy la encargada de la herboristería, tengo conocimientos de química y farmacia; un grado de enfermería; de chiquilla tuve un novio en Albacete que salió rana y me gusta bailar descalza en el huerto a la luz de la luna.
Apuró la toba, golosa, aplastó la colilla con el pie en la rejilla de un sumidero y se cruzó de brazos, fijando la mirada, expectante, en el policía, como si su currículum estuviera pensado para causarle sorpresa, pero el lenguaje corporal de Mambo parecía evidenciar que no lo había conseguido.
―Es cierto, estoy aquí para investigar las muertes. Hay un nexo de unión en todos los casos: los olores. En el del vigilante olía a leche de vaca; en el caso de sor Tránsito era a pan recién horneado; mandarinas en el despacho de la sicóloga y a la última, Silvia, le acompañó un fuerte olor a cebolla. ¿Qué sabes de perfumes, Lola? ―dijo aceptando el reto intimista y con la intención puesta en las últimas volutas de humo que aún escapaban por los sensuales labios de la monja.
Aunque no lo demostraba, había algo en ella que le hacía sentir incómodo. No sabría definirlo bien, pero le hacía recuperar sensaciones que pensaba olvidadas. Era como caminar sobre arenas movedizas. Tenía que ir con cuidado.
―Lo suficiente como para que me pongas en tu lista de sospechosas ―respondió Lola clavando el brillo de sus ojos traviesos en los del hombre, a la vez que ofrecía, divertida, las muñecas a unas esposas imaginarias―. Átame.
Esto último lo dijo en un murmullo ronco, dinamitando los diques de la tolerancia de Mambo, que decidió subir la apuesta.
―No es prudente comenzar un juego de magia con el tipo que debe resolver si eres o no sospechosa de asesinato, más aún si tiene fama de poco sociable y va hasta el culo de oxicodona ―dijo mientras un quiebro fugaz cruzaba sus labios, en algo parecido a una sonrisa.
En contra de lo que mandaba la razón, dio un paso hacia la monja, que reculó hasta sentir en su espalda la fría dureza del muro. Mambo apoyó las manos en la pared, con los antebrazos apenas rozando los hombros de ella. La mañana perdió su luz, el aire se hizo espeso y el claustro más pequeño.
»Sabes, sor Sacromonte, estás haciendo un uso abusivo de tu poder de seducción y eso nos puede arrastrar a un desequilibrio emocional temerario, una deriva turbia, sobre todo para alguien que ha jurado fidelidad a Cristo. ¿No enseñan eso en la escuela de enfermería?
La monja se escabulló por debajo de los brazos de Mambo; si había sido su intención provocarlo, el eco de unos pasos acercándose hizo que se rompiera la posibilidad de cualquier ilusionismo.
—Los perfumes y las esencias son mi especialidad, aun así, no soy la mano asesina que busca —ese alguien que se acercaba y el sentido común sugerían retomar la ortodoxia—. Pero estoy dispuesta a ayudar en lo que pueda.
Mambo aceptó el ofrecimiento. Los pasos se alejaron, sin embargo, ya habían cumplido su cometido y ambos mantuvieron la distancia.
»Tengo obligaciones y ahora me es imposible desatenderlas, señor Ariza o ese también es tu alias ―volvió Lola a recuperar, en parte, el desenfado.
―Me llaman Mambo y si me cristianaron ya no lo recuerdo, aunque tampoco importa demasiado. Tus conocimientos coinciden con la vía que está siguiendo la investigación, y me gustaría profundizar en ello, por eso necesito que hablemos lo antes posible y en algún lugar menos concurrido.
A sor Sacromonte se le marcó una sonrisa en la cara y asintió.
―Si me necesitas, puedes encontrarme en la enfermería, casi nunca salgo de allí, es mi refugio. Pero ahora, como ya te he dicho, no puedo prestarte toda la atención que el caso merece, tendrás que disculparme, Dios me espera.
La monja dio por terminado el interrogatorio y, dando media vuelta, enfiló el pasillo del claustro en dirección a la capilla.
Mambo la vio alejarse con una mezcla de frustración y alivio, consciente de que habían estado caminando por el borde de un desfiladero peligroso, que no permitía un paso en falso.
La intuición de que no estaba solo le hizo ponerse en guardia.
―Los arcanos más escondidos pueden tener explicaciones muy simples, señor Mambo, pero no creo que sea el caso; pondría ambas manos en el fuego por la hermana Sacromonte.
La voz de sor Viacrucis, como salida de la nada, casi sorprendió al policía. Aún flotaba en el aire el aroma a cítricos y crema hidratante, que la otra monja había dejado tras de sí. Mambo hizo un esfuerzo por salir de su turbación y volver a la realidad.
―Estoy seguro de que no venía usted a decirme solo eso, hermana. ¿Hay alguna novedad que yo deba saber?
Sor Viacrucis abandonó las sombras acercándose a él. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Qué había visto de su encuentro con la hermana Lola? Lo que hubiera sido ya no tenía remedio y era poco práctico preocuparse por ello.
―Adivinó mis propósitos, señor Mambo, sin embargo, no hablaría yo de novedad, más bien vengo buscando un cambio de impresiones. Pero mejor en otro escenario, si no le importa; a veces pienso que estas paredes tienen vida propia, escuchan y son indiscretas. Salgamos a la calle, le invito a un café. Va a ser mediodía, hora del Ángelus, tiempo para meditar sobre la importancia de la palabra y un poco de comunicación nunca viene mal.
No dejó de sorprenderle la propuesta de la directora, una mujer sobria, lacónica, que no parecía proclive a relacionarse, pero necesitaba un cabo del que tirar y quizás aquella monja podía ofrecérselo.
―Después de usted, sor Viacrucis ―le cedió el paso y los dos se perdieron en la umbría del pasillo buscando un punto de fuga.
