
A mediodía, «El Orinoco» se prepara para el tsunami del vermú, pero de momento, salvo por una ligera actividad en la barra, el resto del bar está tranquilo y solo hay ocupadas un par de mesas: sor Viacrucis y Mambo se acomodaron en una cercana a la puerta y esperaron a que Fermín, el camarero de Ronda que odia el flamenco, trajera un descafeinado con leche y sacarina para la monja y un quinto de Mahou para el policía.
―No me andaré con rodeos ―dijo ella mientras mareaba, nerviosa, el café con la cucharilla―. Las Adoratrices de Santa Afra dependen de la Fundación Esperanza, una entidad creada exclusivamente para abordar problemas conductuales, de adolescentes que proceden de familias con alto poder económico.
Mambo bebió a gollete de la botella, respetando el silencio impuesto por sor Viacrucis, que también sorbía, despacito, de su taza de café.
»Como usted comprenderá ―retomó la monja el discurso―, los acontecimientos recientes tienen al patronato muy preocupado y desde la junta directiva no dejan de presionarme para que les informe del estado de las cosas.
Mambo cambió de postura, permanecer mucho tiempo sentado no era bueno para él; la vieja herida de su cadera se dejaba notar.
»Ellos se mueven en capas muy altas de la sociedad y, además de la lógica preocupación por sus hijas, tienen miedo al escándalo ―siguió diciendo la monja―. Yo entiendo que ustedes manejan estos escenarios de otra manera, pero nosotras, yo, estamos en manos de la fundación y si dejan de apoyar el proyecto, la existencia misma de las Adoratrices corre peligro.
Acercó la taza a los labios, pero el café estaba frío y con un gesto de disgusto volvió a dejarla en la mesa.
»No somos una orden religiosa reglada, lo nuestro es una institución terciaria, monjas seglares, para que me entienda, con un apostolado circunscrito a los claustros de Santa Afra; si esa propuesta muere, moriremos con ella.
Un grupo de cuatro muchachas, que entraron al bar alborotando con sus risas, distrajeron por un segundo la atención de la monja; seguramente eran dependientas del cercano centro comercial en su rato de descanso.
―Sé dónde quiere ir a parar, sor Viacrucis ―dijo Mambo aprovechando el momentáneo silencio de la mujer―; le están apretando las tuercas y usted busca un burladero donde refugiarse, pero poca ayuda puedo prestarle; la investigación está encallada y todo el personal de Santa Afra, incluidas las internas, sigue bajo sospecha.
Hizo una pausa breve, mientras tamborileaba con los dedos sobre la mesa, como buscando las palabras.
»La posibilidad de que las muertes tengan un origen externo está ahí, no podemos obviarla, pero es poco probable. El asesino está dentro de esos muros y nadie es descartable. Eso es lo único sobre lo que no tenemos duda.
―Pero estrangular a una persona requiere un esfuerzo brutal ―protestó la monja―; ninguna de las hermanas o de las internas estaría físicamente en condiciones de hacerlo, es imposible, tiene que ser un hombre y fornido, por añadidura.
Mambo apuró lo que restaba del botellín, lo dejó sobre la mesa, haciéndolo girar sobre sí mismo, sin perderlo de vista, en un juego repetitivo, callado, y adoptó una actitud reflexiva, como si estuviera rumiando algo.
―Las autopsias han aportado nuevos datos, hermana, que todavía no se han hecho públicos y yo no debería comentar con usted, pero tarde o temprano saldrán a la luz, así que no veo motivo para que los mantenga ocultos.
El rostro de sor Viacrucis reflejaba la ansiedad que le causaban las palabras del policía. Necesitaba elementos que presentar ante la junta, achicar agua de aquel naufragio, que amenazaba con hundirlas a todas.
»Verá, el forense duda de que las muertes hayan sido por estrangulamiento ―se sinceró Mambo―, los cordones que rodeaban el cuello de las víctimas fueron colocados post mortem, un elemento de distracción para despistarnos. La rotura de los capilares en los ojos alentaba la primera hipótesis. Fallecieron asfixiadas, sí, pero por alguna causa que está todavía por determinar. Tal vez algún tipo de veneno. De momento estamos dando palos de ciego: los ramilletes de ruda, los olores, son las únicas pistas que dejó el asesino.
―Dios nos asista ―la monja juntó las manos en un gesto de súplica―, por eso estaba usted interrogando a sor Sacramento. La sombra negra de la sospecha, el cuervo nefasto de la duda se cierne sobre esa pobre mujer. Le repito que pongo las dos manos en el fuego por ella. Es un poco especial, lo admito, pero incapaz de hacer daño a nadie. Esto es una maldición. Quiera el Señor que no haya más muertes.
Mambo miró la hora, eran más de las doce y media y el local comenzaba a llenarse de gente; ya no era un sitio seguro para las confidencias, además tampoco había mucho más que decir, la oxicodona dejaba de hacer efecto y el muslo comenzó a dolerle.
―Deberíamos volver, hermana ―dijo mientras dejaba sobre la mesa un billete pequeño para pagar la consumición―. Sor Sacromonte tiene amplios conocimientos de química y perfumería, ella misma me lo ha confirmado, pero eso no la convierte en única sospechosa, aunque en esa lotería juega una buena cantidad de boletos.
Salieron a la calle. Hacía bochorno. Negras nubes se aproximaban por el oeste, presagiando tormenta. La gente caminaba con prisa, cada cual inmerso en sus propias preocupaciones.
Moverse aliviaba el dolor de Mambo, pero necesitaba pronto un nuevo chute de droga legal. Encontró el blíster en uno de sus bolsillos y con urgencia se echó a la boca un par de pastillas que se obligó a tragar con el único alivio de su propia saliva. No le quedaba otra opción que esperar. «Ahora me vendría bien uno de esos leños de sor Sacromonte», pensó, y el recuerdo de la monja removió algo en sus adentros que le hizo sentir ansiedad.
El sonido del móvil lo volvió a la realidad. La identidad de la llamada se hizo manifiesta en la pantalla: era el comisario Cruces. Con un gesto de disculpa hacia sor Viacrucis se centró en el teléfono.
―Qué ocurre, comisario ―el lacónico temperamento de Mambo se hacía más patente cuando el dolor lo invalidaba socialmente.
―Nada que sea inteligente hablar por el móvil, ven a la comisaría. Es buena hora; si no tienes planes, comemos juntos.
En aquellos momentos, aguantar una de las pesadas charlas del comisario era lo que menos le apetecía, pero entendió que no le quedaba otra opción.
―Lo siento, hermana, tenemos que dejarlo, me reclaman en comisaría. Es necesario que sigamos hablando con más tranquilidad, usted puede aportarme información sobre las personalidades de las víctimas y eso puede aportar algo de luz.
―Cuente con ello, inspector, ya sabe que la puerta de mi despacho siempre está abierta para usted.
Ahora mismo era más urgente para Mambo lo que la monja pudiera contarle, que pasar por el examen del comisario Cruces; respiró hondo, se excusó de nuevo con sor Viacrucis y dio la espalda a las puertas del convento. Las Adoratrices deberían seguir esperando un poco más.
