
El despacho de sor Viacrucis es austero, como ella, lúgubre; un remedo de aquella fotografía en sepia que, olvidada en el fondo del cajón, nos habla de una cotidianidad agobiante, poco amable, que anquilosa las almas de quienes se ven forzados a sufrirla.
Una pesada mesa de madera oscura preside la estancia; en una silla barroca, a juego con el entorno, se sienta la monja, dando la espalda a la ventana abierta al patio interior del colegio, por la que ahora, el día, plomizo, deja entrar una luz triste. Las paredes están vacías y un pequeño crucifijo de bronce sobre la mesa pone sello a la sobria uniformidad de la habitación.
La monja recibe a Mambo de pie. Va vestida como aconseja la modestia secular: camisa blanca de manga larga, falda azul oscuro por debajo de la rodilla, medias grises y zapato negro de suela plana; a pesar de que no hace frío, completa el conjunto con una rebeca de punto, del mismo color que la falda.
―Usted dirá en qué puedo serle útil, señor Mambo ―dice a modo de saludo, mientras señala una silla al otro lado de la mesa, invitando a sentarse al policía.
―Como le dije ayer, necesito saber algo más sobre la personalidad de las personas asesinadas. Ya he tenido ocasión de entrevistarme con la viuda del señor Sarrado y ahora me gustaría ampliar conocimiento sobre sor Tránsito, Marta Suñol y Silvia Muntaner. Creo que usted podría ayudarme.
Sor Viacrucis asintió con la cabeza, mientras cambiaba de sitio el pequeño crucifijo, como si tuviera necesidad de hacer algo con las manos, y tras un leve suspiro comenzó a hablar.
―Poco puedo decirle de las tres, inspector, pero probemos suerte ―dijo con un tono en la voz que parecía de desánimo―. El verdadero nombre de sor Tránsito era Concepción Riquelme. Una hermana ejemplar. Se encargaba de mantener el régimen disciplinario y de las actividades académicas; en una institución menos especial que esta, podríamos equipararla a la jefa de estudios. Era una mujer estricta en el cumplimiento de las normas.
Mambo cambió de postura en la silla, la pierna volvía a darle problemas y el dolor iba a ir en aumento, lo sabía por experiencia; necesitaba un chute.
»Es posible que eso no la hiciera muy popular entre las internas y puede que escuche usted atrocidades sin fundamento, sobre su forma de entender las relaciones humanas ―puso la monja el acento en esto último―, pero eso no significa que alguien abrigase tanto odio hacia ella como para matarla.
―¿Puede ser más explícita, hermana, sobre la forma peculiar de sor Tránsito para encarar las relaciones humanas?
La monja se removió incómoda sin poder ocultar el malestar que le provocaba el interés de Mambo por ese tema en concreto.
―Créame, solo son habladurías, infundios, de los que ahora ella no puede defenderse; no quisiera yo manchar su memoria dándoles pábulo.
No quiso Mambo presionar a sor Viacrucis, pero intuyó que había algo oscuro en el comportamiento de la monja muerta, que la directora pretendía ocultar; ya buscaría otras fuentes de información.
La puerta del despacho estaba abierta. En la antesala había visto un dispensador de agua. Necesitaba tomar su oxicodona. Se levantó de la silla.
―Con su permiso, hermana, tengo que tomarme esto ―dijo mostrándole un par de cápsulas bicolores que llevaba en la palma de la mano―, voy a por un poco de agua.
Salió durante unos segundos para volver con un vaso de plástico en la mano.
»Entiendo que no sospecha usted de nadie que pudiera tener deseos de hacer daño a sor Tránsito. ¿Y en el caso de la sicóloga, Marta Suñol?
La pregunta quedó flotando en el aire y sor Viacrucis pareció seguirla con la mirada entre los artesonados del techo.
―Los contratos externos son a propuesta del patronato; aunque tomo parte en la decisión final, no estoy presente en todo el proceso. Marta llevaba tres años trabajando con nosotras y mi relación con ella era estrictamente profesional. Era buena en lo suyo, pero no tuvimos un trato tan directo como para conocerla más íntimamente. Elaboraba informes de conducta de las internas, eso sí, y puede que hubiese alguna disconforme o enfadada con ella por ese motivo, pero no concibo maldad en esas niñas, ni secretos tan inconfesables como para querer su muerte.
Mambo volvió a sentarse. No sabía qué hacer con el vaso de plástico. Sor Viacrucis se percató de ello y lo invitó con un gesto a que se lo diera para tirarlo a la papelera.
―La señora Suñol no pernoctaba en el centro ―Mambo dijo esto en voz alta, pero perdido en sus propios pensamientos―, si alguien abrigaba malas intenciones con respecto a ella, no tenía por qué estar vinculado al colegio. Sin embargo, los asesinatos han sido perpetrados aquí. ¿Marta recibía ayuda externa? Quiero decir: ¿Alguna persona cercana a ella tenía o tiene autorización para entrar y salir de Santa Afra?
La monja estuvo pensando durante unos segundos, pero luego negó con rotundidad.
―No, nadie. Dudo que ocurriera, pero si se produjo alguna situación como la que plantea, tuvo que ser un hecho muy puntual del que no tengo constancia. Creo poder asegurarle que eso nunca ocurrió. Por otra parte, el que la señora Suñol tuviera una vida fuera de estos muros tampoco es relevante, porque no era la única, hay hermanas que tienen vida secular.
La sorpresa se dibujó en la cara de Mambo.
―¿Monjas que viven fuera del colegio?
La directora afirmó repetidamente.
―Sí, de hecho, somos menos las que pernoctamos aquí. Le recuerdo que esta es una orden terciaria, laicas consagradas, no estamos sujetas a la vida en comunidad, como tampoco a someternos a la disciplina de los votos; eso se hace solo de forma voluntaria.
Ese detalle lastraba todavía más la investigación. Cualquier monja podía hacerse en la calle con los elementos necesarios para llevar a cabo los crímenes; los muros del colegio no estaban sellados al exterior y eso ponía las cosas más difíciles.
Hasta ese momento las sospechas recaían en sor Sacromonte casi en exclusiva; su laboratorio apuntaba como posible origen del veneno, de hecho, ya había sido peinado una vez por la policía científica, aunque sin resultados, y no estaban descartadas nuevas actuaciones en ese sentido.
―Necesitaré una relación de las hermanas que viven fuera de Santa Afra, sor Viacrucis ―se levantó despacio, el dolor del muslo había remitido ostensiblemente y aquella conversación estaba en su recta final―. En cuanto a Silvia Muntaner, ¿hay algo que sepa usted de ella que pueda ser de interés? ¿Por qué causa se encontraba en Santa Afra?
―Era una interna más y no precisamente conflictiva. En cuanto a los motivos que llevan a las familias a recluirlas aquí, casi nunca trascienden; al fin y al cabo, esto no es una prisión, ni ellas están redimiendo penas.
Imitando a Mambo, la monja también se levantó de la silla, extendiendo su mano a modo de saludo de despedida.
»Si alguien pudo ahondar en esos aspectos fue Marta Suñol, por su condición de sicóloga y porque mantenía con ella, como con las demás, largas sesiones de trabajo en las que seguramente se hablaría de eso, pero fuera así o no, todo quedaba al amparo del secreto profesional.
Mambo estrechó la mano que se le ofrecía y salió del despacho con la sensación de que al ampliarse el círculo de sospechosos se quitaba un peso de encima; que Lola fuera la única señalada hasta ese momento, le producía un inevitable desasosiego.
Ya era inútil disimular su atracción hacia aquella mujer; había algo en esa monja que lo removía por dentro, era un hecho tan evidente como irracional y eso, lo sabía bien, entrañaba un riesgo que estaba dispuesto a asumir.
