
―Claro que hay ruda en mi huerto―sor Sacramento, Lola, apagó el mechero de Bunsen dejando sobre la mesa el matraz que estaba a punto de poner al fuego―, y albahaca, orégano, tomillo, estaríamos toda la tarde enumerando plantas, el huerto es grande y lo tengo bien aprovechado. Débora, cariño, guarda esas muestras en la nevera, no vamos a utilizarlas de momento.
La muchacha dejó lo que estaba haciendo y, en silencio, con la mirada baja, se aprestó a seguir las instrucciones de la monja.
Mambo la observa. Es apenas una niña que, a primera vista, debería estar jugando con muñecas. Tapa unos recipientes de plástico y, con cuidado, los deposita en los estantes del frigorífico.
Tiene unos bonitos ojos azules, enmarcados por un flequillo rubio que realza su belleza juvenil. No habla, parece tímida, un poco rara, y él tiene la sensación de que lo observa con disimulo.
―Los de la científica van a querer tomar muestras de tu laboratorio, los perfumes, la ruda…, y es de suponer que las evidencias que se encontraron en los cadáveres coincidan con las de tu huerto; sería preocupante para ti que también hallaran algún otro tipo de sustancia.
Lola se encoge de hombros, vacía el contenido del matraz en una redoma y lo deja a secar, boca abajo, en una especie de parrilla metálica.
―Qué quieres que te diga, soy la primera en vuestra lista, lo sé; ya te dije que me pusieras las esposas, no me preocupa, será divertido. En cuanto a la ruda, pues eso, que es un buen carminativo, favorece la regla y funciona contra el mal de ojo, la envidia y los malos espíritus; una planta muy versátil. Es lo que hay, Mambo. No he matado a nadie.
El pequeño laboratorio luce limpio y ordenado; una vitrina almacena viejos tarros de cerámica rotulados primorosamente con los nombres de los compuestos que contienen, dándole al conjunto el aspecto de rebotica antigua. Huele a espliego, mejorana y al café que sor Sacromonte está preparando en un puchero al amor de un infiernillo eléctrico.
―Sor Sacramento tengo que irme ―Débora se planta delante de la monja. Habla apenas en un susurro, como pidiendo disculpas―, el nuevo sicólogo me ha citado; hoy es el primer día y no quiero causarle mala impresión.
La monja pasa un par de dedos por la mejilla de la muchacha y le da luego una palmadita cariñosa.
―Anda ve, gracias por ayudarme, cielo, y no te preocupes por el sicólogo, eres la mejor, nadie puede ponerte peros. ―La sigue un momento con la mirada antes de volver su atención a Mambo―. Es una buena niña, no entiendo lo que hace aquí. ¿Dónde lo habíamos dejado? Ah, sí, estábamos con lo de mi detención. No sé a qué esperas, yo lo estoy deseando ―se encoge de hombros mientras le ofrece una taza de café recién hecho.
―¿Te han asignado una ayudante o has montado tu propia escuela de alquimistas? ―se le cuela a Mambo un toque de humor, que la monja acepta con una sonrisa.
—Débora es un encanto y me ayuda en algunas ocasiones; tiene una predisposición natural a esto —y con los brazos abiertos abarcaba todo el laboratorio—, ha nacido para la química. Pero es muy tierna. Se refugia aquí porque las otras internas le hacen la vida imposible. Lástima que no pueda ocuparme de ella a todas horas.
El hormigueo insistente, que lleva tiempo soportando en el muslo, tiene pinta de convertirse en dolor, las secuelas de aquella vieja herida se dejan sentir. Mambo rebusca por los bolsillos el blíster de oxicodona y traga un par de pastillas con la ayuda del café de puchero.
―No te tomes esto a la ligera, Lola, las sospechas se centran en alguien con altos conocimientos de química experimental y medios para usarlos en un laboratorio y tú eres la única que, de momento, reúne esas características.
Se lleva la taza a los labios haciendo una pausa, que le sirve para ordenar sus ideas.
»El veneno utilizado en los asesinatos es la Frenotoxina-61, vulgarmente conocida como Suspiro de San Froilán, y no puede ser sintetizado por cualquiera. Tienen prisa en hallar un culpable, pero me rechina que lo seas tú, resulta demasiado evidente, y aunque las cosas no suelen ser así de sencillas, a los de arriba siempre les viene bien una buena cabeza de turco.
Lola apuró su café y quedó pensativa, mirando el fondo de la taza, como si quisiera encontrar en los posos alguna respuesta.
―¿Crees que no lo intuyo? Agradezco tu preocupación, pero no puedo hacer nada para sustraerme a la realidad. Aquí solo hacemos perfumes, cosmética, nada que pueda poner en peligro la vida de los demás; cuando se necesita algún medicamento, acudimos al mercado. No hay nada que pueda alimentar sospechas y estoy tranquila.
―¿Cuántas personas tienen acceso al laboratorio? ¿Es posible que alguien haya podido manipular sustancias sin que tú lo sepas?
La monja lanzó un bufido de impaciencia; recogió las tazas del café, ya vacías, y las puso a lavar en el pequeño fregadero.
―Te lo repito, aquí no hay sustancias peligrosas, la puerta está abierta porque a nadie le provoca curiosidad lo que hacemos. De todas las internas es Débora la única que muestra interés en echar una mano, las demás, lo mismo que las monjas, solo se acercan para hacerse con algún perfume, cremas, ungüentos…, y están ahí, al alcance de cualquiera―señala una vitrina llena de pequeños frascos numerados―, no es necesario buscar oscuras complicidades para hacerse con ellos―, y la botica se cierra al caer la tarde, cuando me voy.
Mambo recordó lo que sor Viacrucis le había mencionado con respecto a las monjas que hacían vida fuera del colegio.
―Eso significa que no controlas lo que pasa aquí durante muchas horas. ¿Cuántas personas podrían tener acceso a la botica? ¿Qué me dices de esa muchacha, Débora?
―¡Por favor, es una niña! Además, solo me ayuda con el instrumental, para ella es una manera de pasar el rato; le gusta todo esto, la mantiene alejada del resto de las internas, con las que no hace buenas migas, pero carece de la formación necesaria para sintetizar un veneno y tampoco tiene los medios para hacerlo. Ese camino está cerrado, no tiene salida.
Lola miró su reloj, se había hecho tarde y era hora de terminar la jornada.
»¿Te apetece otro café? ―preguntó mientras echaba a andar hacia la puerta de la botica―, conozco un sitio muy agradable, no lejos de aquí, donde podemos seguir charlando.
―Prefiero una extra seca sin hielo; demasiado café me quitaría el sueño. Yo conozco otro garito más cerca en el que me fían ―respondió Mambo con el pensamiento puesto en el Scaramouche―, pero me viene bien cualquier cosa, sor Sacromonte.
Lola cerró la puerta de la botica y se guardó las llaves en el bolsillo del pantalón.
—Vamos, Mambo, dejemos de pensar en el mañana, porque hagamos lo que hagamos, seguro que llega.
Afuera, la tarde los esperaba con un silencio denso, cirros en el cielo y la promesa de un café compartido.
