
El piano del Scaramouche está socializado y cualquiera que sepa sacarle partido puede usarlo; pero cuando eso no ocurre, siempre queda el recurso de Spotify en segundo plano y Carlo es un experto en lo de manejar listas.
Lola y Mambo compartían una mesa recoleta cercana al instrumento, que en aquellos momentos permanecía mudo. El «Spain» de Chick Corea flotaba en el ambiente con discreción, sin ánimo de protagonismo, haciendo las veces de un acompañante amable y poco entrometido.
―Así que este es tu santuario ―dijo Lola dejando su copa en la mesa―, me parece acogedor.
Mambo dio un trago largo a su Nordés con hielo y alzó el vaso a modo de antorcha que iluminase todo el entorno.
―No entiendo de santuarios, Lola, eso te lo dejo a ti; yo lo considero más una guarida en la que recomponer los pedazos que le dejan a uno los naufragios.
La monja no pudo evitar una carcajada.
―Perdona, querido ―se disculpó―, pero no te pega esa filosofía rancia de lobo solitario. Suena demasiado impostada.
Mambo se encogió de hombros.
―No seas dogmática y déjame fingir una pizca de solemnidad.
―Yo todo lo prefiero sin filtro ―dijo ella, clavando en los ojos del policía los suyos, encendidos como dos luciérnagas esmeralda―. Lástima que no se pueda fumar en estos sitios, a veces añoro los viejos tiempos, ya nada es como era, estamos sacrificando demasiado el hedonismo, en beneficio de la asepsia.
»Ahora nos vendría genial un poco de fervor mariano ―rescató del pasado la chacota que Mambo había hecho cuando compartieron su primer porro y, para reforzar el argumento, sacó de la bandolera una petaca de hierba.
―Eres peculiar, sor Sacromonte, no pasas desapercibida, te gusta llamar la atención y eso te pone todavía más en el punto de mira.
Lola simuló cara de enfado y selló con un dedo los labios de Mambo.
―Si hubiera sabido que se trataba de una reunión de trabajo, habría venido vestida para la ocasión ―se quejó, divertida, estirando la falda hasta cubrir sus rodillas.
Definitivamente, su atuendo, sin dejar de ser discreto, distaba mucho del que podría esperarse en una monja. Era consciente de que tenía una bonita figura y le gustaba lucirla.
―No tengo intención de mezclar las cosas, Lola, Santa Afra puede seguir esperando. Aquí, ahora, solo somos dos personas compartiendo unas copas, un poco de buen jazz y que, quién sabe, quizás quieran conocerse un poco más.
Ella mostró su conformidad, asintiendo en silencio, pero tras la sonrisa que le bailaba en la cara se apreciaba una ligera sombra de inquietud, un nerviosismo que trataba de controlar tamborileando con los dedos sobre la mesa.
―Eso que propones, Mambo, es sugestivo, pero tal vez no sea prudente profundizar en lo que somos; puede que no nos guste lo que se esconde entre bambalinas.
Mambo cogió entre las suyas las manos de sor Sacromonte.
―Yo estoy dispuesto a correr el riesgo ―se sinceró esperando la reacción de ella.
―Sabes que no soy una monja al uso ―a Lola le costó responder unos segundos, que a Mambo le parecieron eternos―, en ese sentido estoy libre de ataduras, ni tan siquiera me considero religiosa; si todavía sigo en el colegio es por las chicas.
Sus palabras, más que una reflexión, parecieron parte de un argumentario destinado a allanar el camino hacia lo que parecía inevitable. Alisó la servilleta de papel liberándola de unas arrugas imaginarias.
»No son unas apestadas sociales, solo han tenido la desgracia de nacer en familias más preocupadas en ocultar sus errores que en corregirlos. Alguien tiene que hacer el esfuerzo de entenderlas.
Mambo miró el fondo de su vaso, en el que lentamente se deshacía la piedra de hielo.
―¿Crees en la redención, Lola? No todo el mundo merece ese esfuerzo y muchos tampoco quieren ser salvados.
Sor Sacromonte esbozó una sonrisa y cerró los ojos, dando a su rostro una leve expresión de cansancio.
―Tengo el mismo concepto de lo justo que tú, aunque intentes ocultarlo tras esa imagen de tipo duro, que vive en los arrabales de la sociedad. ¿Qué otra cosa podría significar esto? —dijo ella mostrando su copa medio vacía―. Te resistes a ponerme las esposas porque no te dejas llevar tan solo por las apariencias. Tú también estás inmerso en tu particular proceso de salvación.
Mambo endureció el gesto, dejó su vaso sobre la mesa y se pasó la mano por la frente, como queriendo borrar una mala idea.
―A veces lo pones difícil, Lola ―dijo bajando el tono hasta convertirlo casi en un susurro, mientras sus dedos rozaban sutilmente los de la monja.
―Sabes que no tengo nada que ver con esas muertes ―respondió ella sin retirar la mano―, de otra forma, no estaríamos hoy los dos aquí.
Mambo acercó su rostro al de ella, que se mantuvo quieta, dejándolo llegar. Sus labios se rozaron un segundo, levemente. Luego volvieron a sus posiciones de antes.
―No te quepa duda ―sentenció Mambo con rotundidad―, veo que no soy para ti tan impenetrable como podría parecer.
Apuró el vaso de ginebra, lo volvió a dejar sobre la mesa y quedó pensativo un tiempo.
»Sabes, quizás sea la compañía, pero hoy me encuentro especialmente a gusto en este sitio.
Ella cerró los ojos y dejó escapar un suspiro largo.
―Seguramente es el embrujo del jazz ―sugirió con una media sonrisa.
El piano comenzó a sonar. Un parroquiano con posibilidades ocupaba la banqueta. La música enlatada cesó en beneficio de una versión más que aceptable de «My funny Valentine». Lola apretó la mano de Mambo sugiriendo una pausa en la conversación. Los dos se dejaron llevar por la música, en silencio.
―¿Todavía te sigue apeteciendo ese porro? ―preguntó él cuando terminó la canción.
―¿Aquí? ¿Soy una influencia tan mala como para hacerte transgredir las normas? ―se burló ella.
―No hasta ese punto, pero mi casa no queda muy lejos ―ofreció Mambo―; y de camino hay un par de buenas pizzerías; deberíamos ser previsores en cuanto a la logística por si la maría nos abre el apetito.
―Es tentador. ¿Y dices que no se tiene que caminar demasiado? ―preguntó Lola empezando a ponerse en pie.
―Apenas lo justo para desentumecer las piernas ―respondió él, cediéndole el paso, en su camino hacia la salida.
La tarde, que comenzaba a despedirse, los recibió cómplice con un guiño de farolas.
―La mía de cuatro quesos ―quiso Lola quitarle formalidad a lo evidente; Mambo dejó que ella se colgara de su brazo y los dos se alejaron del Scaramouche, permitiendo que la noche les marcara el camino.
