
A la viuda de Juan Sarrado se le nota el peso de la resignación en los hombros caídos y las profundas ojeras que le sombrean la cara. El saloncito en que ha recibido a Mambo está ordenado y limpio; encima de una cómoda hay figuritas de porcelana de dudoso gusto, un reloj de latón de sobremesa, con péndulo, y una fotografía del difunto enmarcada en alpaca.
―Mi marido era una buena persona, inspector ―con gesto distraído empuja sobre la mesa, el platillo con pastas de té, que Mambo rechaza con una sonrisa―. Nos casamos mayores, por eso no tuvimos hijos, pero nos teníamos el uno al otro; nunca fuimos muy activos socialmente y, aunque nos llevábamos bien con todo el mundo, no puede decirse que tuviéramos amistades.
Mambo da un sorbo al café. Se le ha quedado frío, pero lo apura de un trago sin un solo gesto de desagrado.
―¿Sospecha usted que su marido pudiera tener enemigos: en el trabajo, en su círculo más cercano, alguien que deseara hacerle daño?
Teresa niega con la cabeza. Guarda silencio. Se alisa la falda.
―Sabe, pienso que hasta para generar rencor es necesario dedicarle tiempo y mi marido disponía de muy poco. Trabajaba sin descanso. Cuando lo conocí, lo hacía instalando estructuras metálicas: andamios y grandes plataformas para todo tipo de trabajos en la construcción. Ganaba un buen sueldo y pudimos establecer nuestra familia con cierta comodidad, pero con el paso del tiempo, una antigua lesión en la espalda le pasó factura y tuvo que dejar ese empleo.
Se levantó del sillón y caminó hasta la cómoda. Cogió un paquete de tabaco y un mechero de plástico; desanduvo sus pasos y volvió a sentarse, ofreciéndole a Mambo un cigarrillo, que este rechazó.
»Lo habíamos dejado ―dice, tras la primera calada, expulsando el humo por la boca mientras habla―, estábamos iniciándonos en la alternativa del vapeo, pero con su muerte todo ha dejado de tener sentido.
Mambo asiente. Su experiencia le dice que poco o nada va a sacar de este interrogatorio, pero como en todas las profesiones, hay que seguir formalismos y, en este caso, enfrentarse a la viuda y su dolor entra de lleno en el protocolo.
»Como le iba diciendo, la pérdida de aquel trabajo le pilló con una edad difícil, cerca de los cincuenta; anduvo buscando mucho tiempo, pero no salía nada. Al final encontró lo de vigilante de seguridad; el salario era mucho más bajo que antes, pero había que conformarse.
Hizo una pausa para volver a fumar, expulsó el humo con fuerza y tras un par de segundos en silencio, como si estuviera reorganizando sus ideas, siguió hablando.
»Tratamos de acomodarnos a la situación; nunca me quejé, pero sé que Juan se sentía culpable del nuevo estatus que nos tocaba vivir; creo que algo hice mal, no fui capaz de transmitirle mi apoyo.
No pudo contener la emoción, sus labios se cerraron en una fina línea sofocando el llanto y se le vidrió la mirada. Mambo respetó su silencio.
»Sí, hasta para buscarse enemigos hay que dedicar tiempo y Juan no hacía otra cosa que trabajar intentando equilibrar nuestra economía. Durante la semana se mataba doblando turnos y el poco tiempo que tenía para descansar lo pasaba en casa empastillándose, porque nunca le abandonó el dolor de espalda, aunque no fuera tan paralizante como cuando andaba por los andamios. Así es muy difícil hacerse enemigos.
Apuró el cigarrillo, lo aplastó en el cenicero y guardó silencio, esperando alguna reacción por parte de Mambo, que hizo un gesto con la cabeza dando a entender que el discurso de la viuda coincidía con lo que había descubierto sobre la personalidad de Juan Sarrado.
―Lo que usted me cuenta coincide con la visión que de él me han transmitido sus compañeros de trabajo; no era una persona proclive a socializar, nadie me ha podido decir demasiado en cuanto a su forma de ser fuera del entorno laboral.
La mujer dio un largo suspiro y quedó pensativa, mirándose las uñas de las manos como si estuviera buscando en ellas inspiración para decir algo.
―No hay mucho que contar de mi marido. Esencialmente, era un hombre bueno, que no molestaba a nadie, inspector, no se me ocurre quién podría abrigar contra él malas intenciones y menos aún querer matarlo. Es una locura.
Mambo sintió en los suyos los ojos escrutadores de la mujer, como si estuviera siendo sometido a un examen para el que carecía de respuestas.
―No quiero mentirle, señora, seguimos tan perdidos como el primer día. Esta clase de investigación suele ser de recorrido largo y todavía estamos en los inicios; conforme avancen los análisis de la policía científica, iremos desbrozando el camino hasta saber la verdad, pero de momento no hay elementos que permitan adelantar ninguna hipótesis.
―Den ustedes con quien lo hizo, Juan no se merecía una muerte tan prematura y sin sentido. ―Respondió la mujer mientras se levantaba para dar por terminado el interrogatorio.
Mambo tampoco tenía más preguntas y el humo del tabaco empezaba a pesar en el reducido ambiente del salón.
―Me he permitido traerle lo que su marido guardaba en su taquilla, ya no es de interés para la investigación y pensé que tal vez le gustaría tenerlo ―dijo ofreciéndole una bolsa de plástico con las escasas pertenencias del muerto que había recuperado.
Teresa echó un vistazo al contenido de la bolsa y dejó escapar una sonrisa; metió la mano sacando un cigarrillo electrónico que mostró al policía.
―Ve usted que no le miento, lo estábamos dejando, aunque pienso que solo se trataba de cambiar un vicio por otro. Gracias por traerme estas cosas. Seguramente el tiempo terminará curando las heridas, pero hoy, cualquier detalle que me lo devuelva, aunque sea en el recuerdo, es bienvenido.
Pasando por delante de Mambo enfiló el corto pasillo en dirección a la puerta de entrada.
»Adiós señor…
―Mambo, llámeme Mambo, por ese nombre me conoce todo el mundo. Si recuerda usted cualquier cosa, por insignificante que pueda parecer, no dude en llamarme, se lo ruego; del hilo más corto se puede sacar un ovillo definitivo, señora.
―Descuide, señor Mambo, así lo haré y gracias de nuevo ―respondió Teresa mostrando la bolsa de plástico.
Ya iba el policía a darle la espalda cuando recordó algo que llevaba intención de preguntar.
―Por cierto, casi se me olvida, torpe de mí. ¿A su marido le gustaba especialmente la leche de vaca? El lugar donde encontraron su cuerpo olía mucho a leche de vaca y tal vez eso pueda ser indicio de algo.
Teresa puso cara de asombro mientras negaba repetidamente.
―En absoluto. La bebía, como casi todo el mundo, pero no tenía una predilección especial por la leche de vaca y lo del olor me sorprende.
―Seguramente no tiene mayor interés, mera casualidad, pero tenía que preguntarlo ―mintió Mambo, sin querer mencionar que los olores jugaban un papel protagonista en toda la trama―. Muchas gracias por su tiempo.
Ahora sí dio por terminada la visita y girándose comenzó a bajar las escaleras, mientras oía cerrarse la puerta a sus espaldas.
No le había sorprendido que la leche no estuviera entre las aficiones del señor Sarrado seguramente, las fragancias eran solo una característica más de la firma del asesino, pero un elemento que sin duda se debía tener en cuenta. No eran una casualidad, Mambo estaba seguro de ello. Ningún olor lo era.
