
Encontraron el cadáver de la chica en la lavandería. Estrangulada con una fina cuerda de cáñamo que se le incrustaba en el cuello, un trabajo similar al de las muertes anteriores, y sobre su vientre reposaba un ramillete de ruda atado por los tallos con una cinta de raso roja.
Desde que apareció la primera víctima, Juan, un vigilante de seguridad, hasta que una monja descubrió el cuerpo de Silvia, habían pasado cuatro semanas y en ese tiempo el asesino volvió a actuar dos veces más. Nadie podía estar seguro entre los muros del Colegio Mayor Femenino Santa Afra y la policía caminaba por una cornisa enfangada de incertidumbre, resbaladiza, sin pistas, dando palos de ciego, a la caza de un sicópata peligroso, que en cualquier momento podía volver a matar.
El comisario Cruces era incapaz de aguantar aquella situación mucho tiempo más; las características especiales que rodeaban el caso tenían conmocionada a la opinión pública; los periódicos no hablaban de otra cosa; las autoridades presionaban, el superintendente y toda la cúpula policial le apremiaban para que obtuviera resultados, pero no tenía respuestas que ofrecer.
Aquel trabajo era especial, diseñado para alguien con oficio capaz de encontrar la aguja en el pajar, que casi siempre es el escenario de una investigación criminal. Descolgó el auricular del teléfono y tecleando tres números, esperó, tamborileando con los dedos en la superficie pulida de su escritorio, a que alguien al otro lado contestase con un lacónico: «Sí».
—Ariza necesito que te pases por mi despacho ahora, es importante. Deja todo lo que lleves entre manos, se lo pasas a Pulido y hazte un hueco. No tardes.
Para el sargento Ariza, un hombre oscuro y de pocas palabras, aquella mañana en el pantalán del Marea Club de Vela le cambió la vida. La bala le destrozó la cadera, dejándole una cicatriz en el cuerpo y un agujero negro en el alma. Volver al servicio activo fue su calvario. Pero lo consiguió después de tres operaciones, muchos meses de rehabilitación y un consumo de opiáceos cada vez más exigente, que a veces le hacía parecer lejano.
Encerrado en su caparazón, construyó un laberinto de silencios en torno a sí mismo, que le hacía inaccesible al resto del mundo. En la jefatura casi nadie lo identificaba por su verdadero nombre, pocos conocían su historia, pero todos sabían quién era «Mambo».
La logística propuesta por el comisario le pareció tan aceptable como cualquier otra; ya había participado antes en misiones de infiltrado y la baja por estrés del profesor de gimnasia le abría la posibilidad de hacerlo como maestro sustituto. Pese a que todo se organizó en el más riguroso secreto, la estratagema era tan evidente que no pudo engañar a nadie. Eso no constituía un problema para Mambo; el anonimato carecía de valor para él, que todo el mundo supiera que era policía no le alteraba los nervios; se encontraba cómodo en situaciones adversas, conocía bien su oficio, el instinto le señalaba caminos y la oxicodona se ocupaba del resto.
La institución era de carácter privado y muy estricta en las normas. Las internas solo salían en contadas ocasiones y tampoco desde la calle era sencillo traspasar las puertas del centro, únicamente podían hacerlo las monjas y, bajo rigurosas medidas de seguridad, el personal de servicio, los maestros, proveedores y pocos más. De manera que, la posibilidad de que el asesino, hombre o mujer, fuera alguien de dentro era muy alta.
La normativa que aplicaban las hermanas se parecía mucho a la de una prisión. Aquello era el punto limpio donde reciclar a las hijas de la alta burguesía que se metían en líos extremadamente graves; un apartadero de lujo solo accesible a familias ricas, severas e intolerantes, que podían pagar las cuotas que costaba mantener ocultas sus vergüenzas domésticas entre aquellos claustros de piedra centenaria, los de Santa Afra, patrona de los penitentes, las prostitutas y de las almas en pena.
La primera víctima fue Juan Sarrado, un vigilante de seguridad. Lo estrangularon con un cable eléctrico. Encontraron el cuerpo las internas que debían preparar el comedor para el desayuno. Además del ramito de ruda, llamó la atención de los investigadores el fuerte olor a leche de vaca que impregnaba el ambiente.
Apenas habían transcurrido treinta y seis horas, cuando la muerte sorprendió a sor Tránsito en su habitación.
No acudió a laudes y eso puso a la comunidad sobre aviso. La hallaron en su cama, vestida ya de calle, y habría parecido que estaba dormida, de no ser por el fino cordón de seda negro que rodeaba su garganta. La ruda le adornaba el pecho y un olor a pan recién horneado inundaba la celda.
Dos muertes en tan corto espacio de tiempo y con un patrón similar hicieron que las alarmas comenzaran a sonar con fuerza, pero aquello no había hecho más que empezar y horas más tarde, los peores presagios tomaron carácter de hecho consumado.
Marta Suñol era la sicóloga. No estaba registrada su salida del colegio, pese a que su jornada laboral había terminado muchas horas antes. Su despacho permanecía cerrado a cal y canto; hubo que descerrajar la puerta.
Estaba tendida en el suelo. Esta vez, la fina cuerda que parecía haber acabado con su vida se incrustaba en el cuello hasta hacerlo sangrar. El ramillete de ruda destacaba sobre la informal camiseta amarilla y el cuarto olía a mandarinas.
Silvia, la última víctima hasta el momento, era la hija rebelde de Atanasio Muntaner, un empresario que se había hecho rico fabricando tuercas. El escenario que se encontraron en la lavandería distaba poco de los anteriores, salvo por el irritante olor a cebolla.
Los olores eran la pista que dejaba el asesino de forma consciente, a propósito, Mambo no pudo sustraerse a esa conclusión, era un reto macarra, un desafío a la inteligencia de la policía o quizás una llamada de socorro. No había nada que justificase esos aromas en los escenarios de aquellos crímenes, un misterio tras el que tal vez se escondía la solución al enigma, y a Mambo los desafíos le encendían la libido.
Cuando el juez dio permiso para levantar el cadáver, Mambo miró su reloj; el día había sido intenso, pasaba factura, la tarde se estaba haciendo demasiado vieja y, harto de la clausura de Santa Afra, dio por terminada la jornada. La oxicodona ya no era cómplice, había llegado el momento de buscar refugio en el alcohol y en esas ocasiones «Scaramouche» siempre le salía al paso. En aquel antro nadie hacía preguntas, sonaba buena música de Coltrane, Hartman o Milles Davis y era sencillo acogerse sin remordimientos al sagrado de una Plymouth Gin Navy Strength; una forma como cualquier otra de empezar la noche engañando a la vigilia.
