«¡Dios, lo que daría por una piedra!», piensa mientras se aprieta con fuerza las costillas para sujetar los calambres. No se ha metido nada desde el mediodía y lo necesita. Busca refugio bajo la marquesina del Arlequín. El viejo cine dejó de funcionar hace mucho; ahora es un nido de ratas y albergue de vagabundos.
El coche policial esperaba a Mambo en la puerta de su casa. El trayecto hasta Santa Afra fue corto y en silencio. Allí el escenario parecía un calco al de las ocasiones anteriores: cable eléctrico rodeando el cuello de la víctima, ramillete de ruda sobre el pecho y, aunque ya débilmente, en el aire todavía era posible detectar un tenue aroma a vainilla.
Una sombra se desplaza por aquel entorno con soltura, solo ayudada por la luz de la linterna de un teléfono móvil. Apenas un metro separa las dos paredes que delimitan la escalera, erosionadas por el salitre y la humedad. Desde la sacristía, poco más de una docena de empinados escalones dan acceso al sótano, que se expande por debajo y a lo largo de toda la superficie del templo. Un amasijo de muebles viejos y despojos se amontona por todas partes: damajuanas vacías, cubiertas de telarañas, arracimadas unas sobre otras en el suelo; garrafas de plástico empañadas por la mugre en unas estanterías que dan la sensación de inestables; polvo, abandono… allá donde se mire solo se ve suciedad y ruina.
―Yo todo lo prefiero sin filtro ―dijo ella, clavando en los ojos del policía los suyos, encendidos como dos luciérnagas esmeralda―. Lástima que no se pueda fumar en estos sitios, a veces añoro los viejos tiempos, ya nada es como era, estamos sacrificando demasiado el hedonismo, en beneficio de la asepsia.
La muchacha dejó lo que estaba haciendo y, en silencio, con la mirada baja, se aprestó a seguir las instrucciones de la monja.
Mambo la observa. Es apenas una niña que, a primera vista, debería estar jugando con muñecas. Tapa unos recipientes de plástico y, con cuidado, los deposita en los estantes del frigorífico.
Tiene unos bonitos ojos azules, enmarcados por un flequillo rubio que realza su belleza juvenil. No habla, parece tímida, un poco rara, y él tiene la sensación de que lo observa con disimulo.
Una pesada mesa de madera oscura preside la estancia; en una silla barroca, a juego con el entorno, se sienta la monja, dando la espalda a la ventana abierta al patio interior del colegio, por la que ahora, el día, plomizo, deja entrar una luz triste. Las paredes están vacías y un pequeño crucifijo de bronce sobre la mesa pone sello a la sobria uniformidad de la habitación.
―Hoy tenemos callos de bacalao con garbanzos y codorniz escabechada ―dijo aquel mientras ponía el servicio―. ¿Van a beber vino? Me han traído un mencía del Bierzo que levanta a los muertos.
―No me andaré con rodeos ―dijo ella mientras mareaba, nerviosa, el café con la cucharilla―. Las Adoratrices de Santa Afra dependen de la Fundación Esperanza, una entidad creada exclusivamente para abordar problemas conductuales, de adolescentes que proceden de familias con alto poder económico.
Las Adoratrices de Santa Afra no usan túnica, cometa o velo, van de calle, guardando las formas, dentro de lo que cabe, pero siempre al gusto de cada cual. Sor Sacromonte lleva su hábito personal con desparpajo: blusa holgada, pantalón ancho y deportivas.
Desde que apareció la primera víctima, Juan, un vigilante de seguridad, hasta que una monja descubrió el cuerpo de Silvia, habían pasado cuatro semanas y en ese tiempo el asesino volvió a actuar dos veces más. Nadie podía estar seguro entre los muros del Colegio Mayor Femenino Santa Afra y la policía caminaba por una cornisa enfangada de incertidumbre, resbaladiza, sin pistas, dando palos de ciego, a la caza de un sicópata peligroso, que en cualquier momento podía volver a matar.
