
Querida Amelia:
Ya lo sé, no tengo perdón, ni una letra en mes y medio; lo siento, mi amor, pero no sabes el lío que llevo. Resulta que en la colocación han hecho ajuste de plantilla, porque dicen que no les salen las cuentas, y me han puesto en la puta calle. ¿Te lo puedes creer?
Menos mal que, por medio del padre de Joshua, que aquí es el puto amo, me ha salido otro curro en el MAMON, Ministerio de Actividades para Mayores, de Ocio y Naturaleza, algo como el IMSERSO vuestro, pero a lo bestia. Es una milonga, eso de que en la Otra Vida la gente vuelve a ser joven y guapa; cuando cascas, llegas a la eternidad con la edad que tienes, juanetes, almorranas y tripilla cervecera incluidos, y como el personal se muere mayor, aquí el colectivo de yayas y yayos lo peta. «Miguelico, maño, de momento apáñate con esto, si eso, luego buscamos algo mejor —me dijo Él—, que menudo tiberio me tienen montado moros, judíos y cristianos; a hostia limpia, van, y ando más liado que un gato con un menudo». Es que, pobre, ser el dios de Abraham, común a las tres culturas, lleva una carga de estrés del carajo, Amelia, créetelo. En fin, a lo que estamos.
Organizamos para los abueletes viajes, excursiones, quedadas y cosas así. Yo soy gerente de grupos y me encargo de pastorearlos para que no se me pierda ninguno y lo pasen bien. La última salida que hicimos fue un crucero fluvial por el Hidekel, seis días, cinco noches, una locura, Amelia, todavía me dan repelucos cuando me acuerdo y estoy con Diazepam en vena.
El grupo no era demasiado grande, sesenta personas, la mayoría gente normal, dentro de lo que cabe, porque en el caso de las parejas, por ejemplo, ocurre muchas veces que aquí se reencuentran los llamemos «oficiales», con «los otros» y «las otras», dándose situaciones muy embarazosas con las que debo lidiar; luego están los singles, tratando de pescar en río revuelto, y por último «los malotes»: Matusalén, Noé, Moisés, Abigaíl, Nabal, David… Estos son como los repetidores del instituto, que se las saben todas y van de pasotas.
Ya empezamos a liarla nada más bajar del autobús que nos dejó a las puertas del Edén. Mira que lo dice bien claro en los carteles: «No acercarse a los frutales y ni de coña al peral». Porque esa es otra, Amelia, lo de la manzana de la discordia es un camelo; la fruta prohibida fue una pera, corazón, de ahí viene que a las tetas también se les llame así.
En fin, lo primero que hizo la tropa fue tirarse como lobos al fruterío, no había manera de meterlos en vereda, los de seguridad estaban desbordados, hubo que echar mano de los arcángeles, que aquí son como los antidisturbios, no te digo más.
A empujones llegamos al barco. Nos recibió, muy amable, Jonás, el capitán, y para qué quieres más, Amelia. Matusalén se puso a encizañar a todos: «Este no sabe llevar un barco; es un gafe; una vez lo tiraron por la borda porque atrae a las tempestades; lo suyo son los submarinos…». «¿No creéis que se pone de tormenta? Lo mismo deberíamos volver al hotel», dijo Noé, que parece el hombre del tiempo. «El grado de inclinación de la pasarela de embarque no responde a las especificaciones que recoge el artículo 23.1.a, párrafo 3º de la ordenanza sobre transporte fluvial de pasajeros»; este es Moisés; todo tiene que pasar por su filtro reglamentista, «aquí lo pone», enfatiza señalando un libraco que lleva siempre debajo del brazo, algo así como vuestro Código Civil, pero en tocho. Menos mal que llegaron las azafatas, unas chicas monísimas y muy simpáticas, con el cóctel de bienvenida, se apaciguaron las bestias, levamos anclas y comenzó el crucero.
Nos ofrecieron canapés y bebidas, entraban en la barra libre. Salieron los grupos de animación. Lo petó un travesti que hacía playback del «Fumando espero» de Sara Montiel. Más bebidas. En algún momento comenzó a oler a hierba quemada. Las azafatas vinieron a quejarse de que Matusalén les pellizcaba el culo.
A Salomón tuve que requisarle una bolsa de pastillitas de colores; «son lacasitos», manoteaba tratando de recuperarla. «Oye, en serio, que esos nubarrones me dan muy mala espina, huele a tormenta»; es que no para, de verdad, Noé me ataca los nervios.
En estas que se monta una trifulca gorda entre Nabal y David: «¿Derrame cerebral? No te jode, me abriste la cabeza para liarte con esta», señala, el primero muy cabreado, a Abigaíl. «Hay certificado médico, ruinas, que eres un ruinas», contesta el otro con aires de monárquica suficiencia. Mientras, ella pasa del sainete y encogiéndose de hombros se encamina hacia el spa, colgada del brazo de Sansón.
Lo de este trío, Nabal, David y Abigaíl, da barbaridad de juego; un día que tenga tiempo te cuento la historia, corazón, que es de lo más jugosa. Empieza a chispear. «¡Os lo dije!», estalla Noé al borde del orgasmo. «¡Si es que me estaban matando los juanetes, coño!».
Truenos, relámpagos, centellas. La tormenta desatada jarrea agua sin misericordia y tenemos que refugiarnos dentro del barco, en los salones. Pero a la peña se la trae floja el temporal y siguen pimplando como si no hubiera un mañana. Veo que el núcleo duro: Moisés, David, Matusalén, Onan y alguno más, se aparta discretamente a un rincón. Al frente del grupo va Salomón, que les muestra unos sobrecitos transparentes con algo dentro de color blanco. Me autoconvenzo de que es azúcar y paso de ellos.
Un rayo ha debido de caer cerca, porque el estampido es colosal y nos pone a todos un nudo en la garganta. «Ya está liada. Cuarenta días y cuarenta noches, y solo me he traído medicación para una semana», se lamenta Noé. «¿Pero qué hacéis, insensatos? No va a quedar bicho viviente en el Más Allá. ¡Venga, a procrear como conejos, leñe!».
Amelia, mi vida, te lo juro, oír eso y tirarse los del rincón a por las azafatas como fieras, fue visto y no visto. «¡Por orden de antigüedad!», gritaba Matusalén, desaforado, y todo eran codazos, zancadillas y empujones, tratando de pillar ventaja. Pobres niñas, qué susto se dieron. A duras penas pude ponerlas a salvo encerrándolas en la despensa. Todo el viaje tuve que estar de guardia en la puerta, con un látigo en la mano derecha y una silla en la izquierda, para mantenerlos a raya
¿Entiendes ahora por qué no te he escrito antes? Y dentro de quince días tenemos programado un viaje cultural a las ruinas de Sodoma y Gomorra. No creo que pueda resistirlo.
Cuídate mucho, Amelia, amor mío y no te fíes de mi amigo Ricardo, ya te lo he dicho otras veces, pero no me cansaré de repetírtelo, es un buitre y tiene las manos muy largas.
Este que te quiere.
