Efectos secundarios
Lo peor para los que tenemos el vicio de la escritura no es acabar con el colesterol por las nubes, las transaminasas revolconas y el índice glucémico encaramado a la aguja del Empire State Building, cual si fuera el enésimo remake de King-Kong; todo eso carece de importancia porque el desmadre solsticial todavía esconde una consecuencia más traumática: la destrucción irreversible de neuronas que provocan el consumo excesivo de alcohol y tener que escuchar, en bucle, el All I Want For Christmas Is You, de Mariah Carey. Insoportable. El cerebro se avutarda, le pesa el culo, vuela bajo y no hay solución. El síndrome de la página en blanco está servido.
Lo peor para los que tenemos el vicio de la escritura no es acabar con el colesterol por las nubes, las transaminasas revolconas y el índice glucémico encaramado a la aguja del Empire State Building, cual si fuera el enésimo remake de King-Kong…
El umbral de la nada
Lucy ha venido a verme. Apesta a tabaco y sus besos saben a ginebra de a cinco dólares la botella, pero eso hace tiempo que ha dejado de ser importante para mí. Se quita las medias y los zapatos, arrebujándose bajo la manta. Nos abrazamos, constreñidos por la estrechez del sofá, tratando de enmascarar el frío bajo una patética farsa de afecto mercenario. Ninguno de los dos tiene ganas ni fuerzas para cumplir con su parte del trato. Le ofrezco la botella de güisqui, bebe a gollete, chasca la lengua, me la devuelve y enciende un cigarrillo.
Una mala tarde la tiene cualquiera
Linda y yo vivíamos justo frente al parque McArthur, y una noche que estábamos bebiendo vimos por la ventana que caía un hombre. Una visión extraña, parecía un chiste, pero no era ningún chiste pues el cuerpo se estrelló en la calle. «dios mío», le dije a Linda, «¡se espachurró como un tomate pasado! ¡No somos más que tripas y mierda y material pegajoso! ¡Ven! ¡ven! ¡míralo!».
Me asomo a la ventana buscándole una puerta de atrás a la modorra. La calle desierta me devuelve la misma mirada de hastío. Vivir en un barrio obrero hace que las tardes de festivo sean más largas, solitarias, recoletas, como si nadie quisiera usarlas para que no se gasten.
La fe mueve montañas
En la sesión de hoy falta Rosa, que está en el hospital, porque han ingresado de urgencia a su Benito; noticia recibida por las demás con grandes muestras de alborozo. Completan la asamblea Milagros, Amparo, Cástula, Romualda, Eugenia, Nati, Mari Flor y Fermín, un señor bajito, con gafas y cara de conejo, que nunca dice esta boca es mía y, sin que nadie supiera los motivos, se acopló al colectivo después de la pandemia; pero como es calladito y no molesta, pues lo dejan estar.
La belleza es lo que entra por el ojo
Decir que la Puerta del Sol se despierta con las primeras luces del alba, es una metáfora tramposa —si es que hay alguna que no lo sea—, porque la Puerta del Sol nunca duerme. Pero el trile es una seña identitaria del entorno urbanita en que vive la plaza y eso convierte en creíble la figura retórica.
La Mariblanca hace la esquina en la calle Arenal. Como casi todo en esta ciudad, no es la auténtica escultura de Venus que en 1630 coronaba la fuente de las Arpías, solo una copia más barata, pero da el pego y como la gente pasa del tema y no hace preguntas, a la corporación municipal se la suda.
¡Si yo te contase…!
—¡Eh, tú, la nueva! ¿Cómo te llamas? Yo soy Gala y llevo aquí, esperando destino, un montón de tiempo. Mola mucho ese color que te han puesto; aunque digan que el rosa pálido ya no se lleva, chica, lo que es a mí, seré muy clásica, pero me fascina. Vale que el blanco combina con todo, pero si estamos a eso, yo prefiero el negro, que es más elegante, donde va a parar, y muy sufrido para las manchas. Pero oye, que me enrollo. Tengo ese defecto, lo reconozco, no sé callar. Es que he llevado una vida muy solitaria, demasiados años sin hablar con nadie y ahora, claro, es superior a mí, no paro.