Déjalo estar
A todo el mundo le sorprendió aquel letrero en la pared. Nadie tuvo claro el mensaje. Era absurdo. No tenía sentido. Y menos allí, sobre aquel muro renegrido y salitroso, agrietado despojo de un derrumbe antiguo; una tapia molesta e inservible, que no protegía nada.
Muchos pensaron que era una broma macabra, de mal gusto, sin gracia, pero encogiéndose de hombros pasaron de largo sin hacer caso. Un día, alguien, sintiéndose molesto, lo arrancó dejando el vestigio triste de algunos jirones de papel desgarrado. Pero a la mañana siguiente, el letrero volvió, tozudo, al mismo lugar. Y ocurrió lo mismo cuando otros lo intentaron de nuevo unas cuantas veces más. Así que pasar por delante del cartel se hizo cotidiano, la gente acabó por acostumbrarse a verlo y, encogiéndose de hombros, lo dejó estar.
Gambito de dama
—¡Churri, anda, tráeme una cervecita, please!
Vocifera Alberto en dirección a la cocina, donde se escucha trastear a Nines. Ella coge una lata de Mahou del frigorífico, camina hasta el salón, se la alcanza a su marido y, tras pensarlo unos segundos, toma asiento en el sofá junto a él.
—¿Cómo van? —pregunta, por decir algo.
—Acaba de empezar, cariño —responde Alberto, a la vez que, sin apartar los ojos de la pantalla, palmea la rodilla de su mujer.
—Podríamos salir a dar una vuelta, hace muy buena tarde y apetece pasear un rato, no sé, charlar, sentarnos en una terraza, tomar algo… —propone ella sin demasiada convicción.
—¡¿No me jodas, y tiene que ser hoy?! —protesta Alberto.
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