
Huele a tabaco barato, sudor rancio y cocimiento de coles; al papel de las paredes, renegrido y sucio, le han salido bollos de humedad; la mesa, las sillas, la bombilla cagada de moscas, todo habla de un tiempo lejano en que las cosas iban mejor. En el esmerilado de la puerta, un mínimo letrero anuncia que se está accediendo al despacho de: «M. Gallego. Representante de artistas».
El hombre gordo parece enfrascado en la lectura del currículum que le acaba de dar Lucio. El brillo de su calva no es el efecto de una cuidadosa pasión por la estética, sino un exceso de grasa que emplasta sobre el cráneo cuatro pelos huérfanos todavía resistentes a la alopecia, dándole al conjunto el aspecto de un grimoso paso de cebra. Una reseca mancha de huevo en la camisa, proclama a los cuatro vientos que el almuerzo ha sido generoso en proteínas.
—Aquí dice que tiene usted experiencia en este tipo de trabajos, señor García —agita levemente el papel, con el cigarrillo bailándole en la comisura de los labios, mientras, sin interrumpir la lectura, se hurga el oído con un dedo.
—Puede decirse que he pasado por casi todos, sí —contesta Lucio con desgana y tiene la sensación de que el tiempo ha corrido más aprisa que sus ilusiones.
En silencio, el hombre gordo sigue leyendo. Mueve la cabeza, no podría decirse si con aprobación o por hacer algo con ella. Deja los folios sobre la mesa, se rasca la mejilla y encara a su interlocutor.
—Por lo visto, ya hizo usted de príncipe en alguna otra ocasión; eso puede ser una ventaja de cara a obtener el puesto.
Lucio duda, hace memoria, son tantos los curros que se ha visto obligado a aceptar que ya ha perdido la cuenta.
—Bueno, sí —se da una pequeña palmada en la frente como para fijar los recuerdos—, pero no quiero mentirle, fue hace mucho tiempo y tampoco hice de príncipe, estricto senso. Se quedó en algo mucho más prosaico, de andar por casa, la campaña publicitaria para una marca de bollería industrial, nada que ver.
El hombre gordo se encoge de hombros; está claro que no le entusiasma lo que hace.
―Tampoco va a aspirar usted al Globo de Oro, no se aflija. Quince días de rey mago en unos grandes almacenes, jornada de tarde, seiscientos euros y un vale diario para comida basura; la verdad es que no hay más candidatos, lo tiene fácil, si lo quiere es suyo.
A Lucio le da una punzada en el estómago, economía de guerra, hace tiempo que dejó de soñar en tecnicolor, ya no se hace preguntas, sabe que por mucho que sufra su dignidad va a aceptar el trabajo, lo haría solo por el vale de comida.
―¿Dónde tengo que presentarme?
El tipo gordo garrapatea una dirección en el dorso del curriculum.
―Empiezas mañana ―el tuteo, a Lucio le sabe a humillación―, ahí te pongo por quién debes preguntar.
Hubo un tiempo en el que todavía abrigaba esperanzas de ser el bufón del rey Lear. Entonces Clara estaba en su vida y todo parecía posible, hasta alcanzar la gloria. Luego se fue, sin previo aviso, y todo cambio. Coge el papel, lo dobla cuidadosamente en cuatro pliegues y se lo guarda en el bolsillo; es su salvoconducto para el día siguiente.
Una cucaracha se pasea por el escritorio. El hombre gordo la sigue con la mirada y se encoge de hombros.
—El casero no quiere hacerse cargo de la desinsectación —dice a la vez que hace un gesto con la mano para dar por terminada la entrevista.
Lucio se dirige a la puerta arrastrando los pies; ya no se percibe como el bufón shakespeariano, que representa la voz de la razón disfrazada de burla, sino un Gregor Samsa en su deriva final, aceptando la metamorfosis como una metáfora del rechazo que sufre quien deja de ser útil o encaja mal en la sociedad.
Mañana se travestirá de ilusión, él que ya no alberga ninguna, descendiendo un peldaño más en el sótano de la soledad, el descrédito y la indiferencia de los demás y seguirá transitando hacia la muerte solo, en silencio, mansamente, con la resignación del perdedor, escondiéndose de sí mismo, sin pena ni gloria.
