
El tiempo se detiene, fraterniza con la angustia, el aire se vuelve denso, espeso y debes arrancarlo a dentelladas calientes, llenando tu boca de un fuego asmático que colapsa los pulmones. La zozobra ante lo desconocido es el forraje que engorda la desesperanza.
La tormenta se había ido del cielo, pero mi ánimo permanecía ennegrecido por los apretados nubarrones de un miedo atávico, impalpable, sin origen, que se hacía más fuerte con cada minuto de espera.
—¿Familiares de Diego Soto?
Era la primera vez en tantas horas haciendo nervios en aquella atestada sala de urgencias, que alguien parecía traer noticias de Diego.
—Ella ye daqué más qu’amiga. —Me señaló Petra, y en su mirada había un velo de pena, consciente del sufrimiento que anidaba dentro de mí.
—El doctor Suances acaba de intervenir al señor Soto, quiere hablar con los familiares en su despacho —la enfermera me hizo señas de que la siguiera y yo, a mi vez, animé a Petra y Paciano a que me acompañasen.
Recorrimos un pasillo corto jalonado por cubículos donde se atendían las urgencias hospitalarias, llegados al final y tras girar a la izquierda, nos encontramos frente a una puerta de madera clara, en la que una placa metálica informaba que íbamos a entrar al área de cirugía traumatológica y, de una manera u otra, obtener respuestas.
La enfermera dio unos suaves golpecitos, abrió un poco, lo justo para meter medio cuerpo por la abertura, y anunció:
—La familia, doctor.
El doctor Suances era un hombre de mediana edad, complexión fuerte y, pese a que estaba sentado, se podía apreciar que de elevada estatura; tenía las manos grandes y dedos largos de pianista. Una vez establecidos los vínculos que nos unían con Diego, pareció entender que nuestra relación era la más estrecha, haciendo caer sobre mí el peso de la interlocución.
—No voy a mentirles, el estado del señor Soto es crítico; las heridas internas que presenta puede afirmarse que son incompatibles con la vida: tenía la tráquea seccionada, desgarrados ambos pulmones, las costillas rotas y marcas de mordeduras en el hueso; que nos haya llegado vivo ya es un milagro. La cirugía que le hemos aplicado es propia de un escenario de guerra. Respira por medios mecánicos y el desenlace final es tan irreversible como inminente.
Sentí cómo me abandonaban las fuerzas y un frío súbito, de muerte, recorrió mi cuerpo.
»Pero lo más desconcertante es que todos esos traumatismos son internos, esto es, su cuerpo no presenta contusiones, desgarros o signos de violencia alguna, que se correspondan con la gravedad de las heridas que hemos encontrado al abrirlo. No tiene explicación; las mutilaciones externas deberían de ser horribles y no presenta un solo rasguño.
―¡La madre de Dios protéxanos! ―Petra se llevó ambas manos a la cara, tapándose los ojos, aterrorizada.
Lo que Suances nos estaba diciendo no tenía sentido. Habíamos visto a Diego tendido en el suelo, desvanecido, eso creímos, nada más, sin ninguna señal externa de violencia. Todo estaba en su sitio: la silla, la mesa, los libros; ni una simple hoja de papel en el suelo hacía pensar en algo tan horrendo como lo que estábamos oyendo.
—Dadas las circunstancias entenderán que hayamos puesto en alerta a la policía —siguió el doctor—; no sé cómo hacer un informe coherente de todo lo que hemos visto en la cirugía, pero lo que sí tengo claro es que el señor Soto ha sido objeto de una agresión salvaje; quién y cómo se escapa a mi comprensión; es a la policía, junto con el porqué, a quien compete buscar las respuestas.
Unos suaves golpes en la puerta distrajeron la atención de Suances.
—Doctor le reclaman en la UCI.
La misma enfermera de antes asomó la cabeza por la abertura de la puerta. Su gesto era sombrío. Suances se puso en pie; me miró y supe que todo había terminado.
—No anticipemos nada, pero deberían prepararse para lo peor. Es inevitable. Lo siento —dijo, bajando la vista, y salió de forma precipitada.
Un silencio ominoso llenó la estancia. Los tres permanecimos quietos, envarados en nuestras sillas, sin atrevernos a intentar una palabra de consuelo, un guiño de esperanza, doblegados ante la aceptación de un dolor que ya era nuestro. Diego había muerto, poco tardamos en recibir la fatal confirmación y una niebla gris, sucia, evanescente, se coló por las grietas de mi ser; perdí la conciencia de lo que estaba ocurriendo a mi alrededor, sentí un puño de hierro apretando mi pecho, hubo un fundido a negro y ya no supe más.
✹
El informe del forense no hizo más que poner negro sobre blanco lo que los cirujanos habían descubierto: heridas internas mortales de necesidad, desgarros salvajes, huellas de colmillos afilados en los huesos, costillas aplastadas y ni un solo hematoma exterior, algo por completo inconcebible, sin explicación.
La policía peinó la casa de arriba a abajo: buscaron debajo de los muebles, en el sótano, escarbaron hasta el último rincón persiguiendo encontrar algo, lo que fuera, un cabello, una uña, la más insignificante huella que pudiera echar algo de luz sobre el caso. No dieron con nada.
Una investigación policial que persigue fantasmas está irremediablemente destinada al fracaso.
Tampoco se libraron los documentos. Expertos en todo tipo de ciencias forenses examinaron cada hoja, analizando las frases, párrafo por párrafo, línea a línea. Se hizo un seguimiento de los daguerrotipos, que permitió poner nombre a las caras y ubicación a las escenas; así se supo que los tres cuerpos que colgaban del árbol en la imagen del linchamiento pertenecían a Charles W. Churchill, Daniel M. Cook, Hiram B. Bronson, los tres gambusinos que hicieron partida con Xuan Rendueles, «El Indiano», y el escenario del drama algún lugar del desierto de Chihuahua, sin saberlo, los investigadores estaban haciendo encajar las piezas del rompecabezas.
Se sabe que la demanda desde Texas generó un tráfico frecuente de ganado que cruzaba el río Bravo con dirección al norte. La adquisición de estas reses, realizada casi siempre en forma ilegal, fue una práctica en la que tomaron parte tanto anglosajones como mexicanos. Los ranchos texanos se surtieron, a partir de 1848, con ganado mexicano; a mediados de la década de los cincuenta, debido a los altos precios, una gran cantidad de mulas y caballos eran robadas en México, trasladadas y vendidas en Texas, y los rancheros mexicanos se organizaron en cuadrillas que perseguían a los cuatreros.
Una de ellas, la de Emiliano Zorrilla, famosa por su crueldad, fue la que cazó a los amigos del Indiano, que seguramente cayó herido en mitad del desierto y dado por muerto.
Todo ese material obra en poder de la policía, forma parte de un expediente que nunca va a ser desentrañado. El tiempo pasa y la caja que encierra el secreto comienza a acumular polvo en una estantería metálica, donde los casos sin resolver simplemente esperan. La vida continúa.
María Amalia intentó tener acceso a los papeles; ella es la única que podría desvelar el misterio, pero un juez le negó esa posibilidad y es mejor así, porque llegar lejos en esa historia supone enfrentarse a una muerte terrible, como la mía.
En cuanto a Witari, o Virginia, descansa en el sótano tras la gruesa obra de mampostería que remata el muro de la casa que se orienta al mar, a ese océano que la trajo a Luarca en La Favorita, arrancándola del desierto que la vio crecer; esa mar que también arrumbó a estas costas al ballenero noruego, que le robaría el corazón, el causante de su desgracia. Él, en realidad, apenas cuenta para esta historia, pero nunca volvió a embarcarse. No pudo, Xuan, perdonar la traición y los mató: a ella con la pequeña Derringer de cachas nacaradas, de un tiro certero y clemente; al marinero, con sus propias manos, quiso sentir el placer de la venganza en el estertor de su último aliento. Sus huesos sirvieron de abono al viejo magnolio, que sigue reinando sobre la maleza en el jardín de mi casa de indiano.
El lobo sigue allí, entre aquellos muros, procedente de un mundo que se escapa al conocimiento humano, invisible guardián del verdadero tesoro de Xuan Renduelles, su bien más preciado, aquello que amó por encima del oro y todas sus riquezas, que aún sirven de lecho mortuorio, definitivo descanso eterno de Witari, hija de Anakwa, la lluvia fertilizante que hizo brotar el amor en el corazón duro y curtido de un gambusino, redimido de la muerte por la magia de un pueblo antiguo, la nación kikapú. De esa taumaturgia proviene el lobo. Su mordedura viene de dentro. A dentelladas de fuego desgarra, mutila de una manera salvaje, atávica, invisible, como la maldición que lo hace verdad. Acercarse a la historia de l’indianu provoca la muerte.
La casa vuelve a estar vacía. Pronto la ruina se apoderará de ella por dentro, la humedad pondrá salitre en las paredes y el cardenillo enmohecerá los hierros; pero sus muros, colonizados por el verdín, permanecerán sólidos, desafiantes, como un mausoleo maldito esperando el fin de los tiempos.
Yo sigo aquí. De alguna manera, mi sueño se ha cumplido, porque, ya os lo dije al principio del cuento: pocas cosas llaman tanto mi atención como un cementerio con vistas al mar. Un mirador que se pierde en el horizonte, sugestivo, indiscreto y hermético al mismo tiempo, que se puede disfrutar por toda la eternidad, pues cuando uno quiere volver desde el más allá la linterna de un fanal marinero, visible desde veinte millas náuticas, es una buena referencia para encontrar el camino a casa.
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Leído hace unos días, y vuelto a leer. Es un cuento increíblemente bien narrado. La inteligencia, el poder de las palabras, una narrativa potente, unas descripciones que nos llevan a diferentes puntos de la historia, un desenlace explicativo que nos deja un regusto extraño, entre el querer más y el saber que es suficiente, que el miedo es potente y hurgar en el trae consecuencias.
Disfruto de su manera de escribir tan especial y con un estilo muy diferente. Y cuando el humor no está presente y fluye con naturalidad el conocimiento, es igualmente placentero leer. Gracias
Tenía que terminarlo y me salió un poco escaso, Paquita, lo sé.