
Ya sabe cómo son los chiquillos, jefe, siempre andan fabricando historias y más entonces, que no había otra diversión que la calle, cualquier palo era Tizona, con cuatro cojinetes y una tabla armábamos un bólido de carreras, nos inventábamos escenarios bélicos, andar a las pedradas era un entrenamiento para la vida y un hueso roto te llevaba en volandas a lo alto del pódium.
Las tardes de verano, cuando ya no había escuela, nos juntábamos en el parque de la Leña, entonces todavía era un simple almacén de intendencia, allí, al amparo de las montañas de tueros, tocones y ramullas, nos hacíamos confidencias, se cambiaban cromos y compartimos los primeros cigarros; quizás fue alguna colilla nuestra la que provocó el incendio.
A la mayoría de mis amigos les gustaba el futbol y reunir estampitas de jugadores famosos, más o menos como ahora; ya ve, tampoco ha cambiado el mundo demasiado. Yo no tenía dinero para comprarlas, en casa éramos tan pobres que no podíamos permitirnos aficiones, ni tan siquiera sueños nos dejaba abrigar mi padre; por eso empecé a coleccionar los de otros.
No me mire así, jefe, nunca le robé nada a nadie. Eran sueños rotos, olvidados, viejos, que ya nadie quería, y estaban por todas partes: atrapados en las ramas de algún árbol; flotando en la tarde, como dientes de león animados por la brisa; dormidos, sin esperanzas, a la sombra triste del sauce llorón. Esa era mi querencia y a nadie dañaba con ella.
Pero no podía llevarla a casa, mi padre no iba a consentirlo, era muy estricto, nunca lo vi reír y no permitía que tuviera ilusiones, así que busqué un rincón para guardar mi colección allí, en el parque de la Leña, cuando todavía era un simple almacén de intendencia, como ya le dije antes, entre el despiece de árboles mutilados.
Les puse categorías: sueños de amor, de riqueza, de esperanza, absurdos, divertidos, pesadillas. Los había de todas las tallas. De vez en cuando me probaba alguno y si me iba bien, lo llevaba puesto toda la tarde. Créame, jefe, no había otra afición mejor que la de coleccionar sueños y yo era el niño más feliz del mundo.
Pero todo se lo llevó el fuego. El almacén estuvo ardiendo toda la noche, las llamas lo devoraron con saña, sin piedad, y a la mañana siguiente, los bomberos, todavía tuvieron que ocupar muchas horas aguachinando rescoldos, lo mismo que se me ahogaron a mí los adentros a partir de entonces.
Por eso vivo aquí, en el parque, con los fantasmas de mis sueños. La buena gente, que conoce la historia, procura hacerme la vida más fácil: algunos me ofrecen comida, otros compañía, o alguna moneda, como ha hecho usted. Una vez quisieron llevarme a un asilo. Era con buena intención, lo sé, pero soy feliz aquí, junto a mis recuerdos y atrapando, de vez en cuando, algún sueño perdido que anda despistado; me lo pruebo y, si me queda bien, lo llevo puesto, ahora sí, el tiempo que me da la gana.
