Tres sacerdotes teatinos ocupaban en 1837 el convento de San Cayetano. Sus gruesos muros de piedra acumulaban más de dos siglos de existencia, durante los cuales había tenido momentos de mayor esplendor.
Eran tiempos convulsos, aquellos de la primera mitad del siglo XIX; la guerra carlista estaba en su apogeo, el estado necesitaba medios para financiarla y Juan Álvarez Mendizábal, ministro de Hacienda en el gobierno progresista de la regente María Cristina, promovió una gran desamortización de bienes eclesiásticos, más ambiciosa que la de Godoy en 1798, que afectó sobre todo a monasterios y conventos y el de San Cayetano no fue una excepción.
Vendido al industrial catalán Saturnino Orriols, se convirtió en un centro de experimentación de productos químicos, dedicado a elaborar insecticidas y abonos para su comercialización en el sector agrícola. El huerto, de considerables dimensiones, sirvió como campo de ensayo y las dependencias conventuales se reconvirtieron en oficinas y laboratorios, mientras que la pequeña iglesia de San Cayetano, tras su desacralización, pasó a ser un simple almacén.
Durante todo lo que quedaba del siglo XIX, fue el pulmón de las industrias Orriols y de sus matraces salieron infinidad de productos, que proporcionaron a la familia sustanciosos beneficios económicos.
Mientras vivió don Saturnino, la planta de San Cayetano, como dieron en llamarla, brillaba con luz propia, pero a la muerte del patriarca, cercano ya el final del siglo, sus herederos empezaron a concentrar la actividad experimental en su otra planta de Sant Adrià, en el área metropolitana de Barcelona; eso y algunos proyectos fallidos de gran envergadura, hicieron que en 1915, San Cayetano dejase gradualmente de ser lo que fue, aunque siguió funcionando como un punto destacado de las empresas Orriols. Pero ese deterioro progresivo de su actividad llegó a su final definitivo bien entrada la segunda mitad del siglo XX, en que dejaron de funcionar sus instalaciones, siendo prácticamente abandonadas; solo quedó al cuidado de la finca una familia de guardeses.
Con el convento en evidente estado de abandono, el obispado reclamó la propiedad y el régimen fascista no tuvo reparo alguno en devolvérsela. Aun así, tendría que pasar más de una década para que la Fundación Santa Afra se interesase por el antiguo convento, consiguiendo que le fuera cedido en usufructo. Se volvió a sacralizar la iglesia, se restauró el edificio y a principios de los setenta vio la luz el Colegio Mayor Femenino Santa Afra, que hoy, en la quietud de la noche, parece inmerso en el sueño agitado de un animal salvaje, un depredador que, a su vez, tiene miedo de convertirse en presa.
La pequeña iglesia todavía sigue bajo la advocación de San Cayetano. Al igual que el resto del colegio, data del siglo XVII; tiene planta de cruz griega y está integrada en el edificio conventual. El retablo del altar mayor acoge las imágenes de San Cayetano de Thiene y San Andrés Avelino, ambos con una fuerte vinculación a la Orden de los Teatinos; en un lateral, una hornacina de construcción más reciente honra a Santa Afra de Augsburgo.
En el ábside, a espaldas del altar mayor, se encuentra el acceso a la sacristía y allí, escondida tras un armario donde se almacenan los ornamentos para el culto, se camufla una pequeña puerta oculta a la curiosidad de la gente, tras la que se abre una escalera que desciende hacia el sótano, desconocido para casi todo el mundo. Hace mucho que se olvidó su utilidad y muy pocas personas en Santa Afra saben de su existencia.
Una sombra se desplaza por aquel entorno con soltura, solo ayudada por la luz de la linterna de un teléfono móvil. Apenas un metro separa las dos paredes que delimitan la escalera, erosionadas por el salitre y la humedad. Desde la sacristía, poco más de una docena de empinados escalones dan acceso al sótano, que se expande por debajo y a lo largo de toda la superficie del templo. Un amasijo de muebles viejos y despojos se amontona por todas partes: damajuanas vacías, cubiertas de telarañas, arracimadas unas sobre otras en el suelo; garrafas de plástico empañadas por la mugre en unas estanterías que dan la sensación de inestables; polvo, abandono… allá donde se mire solo se ve suciedad y ruina.
La sombra pasa entre todos estos desperdicios con la decisión que da conocer el objetivo al que se dirige. Lleva las manos protegidas por guantes de nitrilo y una mascarilla cumple idéntico cometido protector con nariz y boca. De la bandolera que le cruza el pecho escapan amortiguados tintineos de cristal. Avanza casi hasta el fondo de la nave para alcanzar un armario metálico herrumbroso, cuyas puertas abre, no sin cierta dificultad; dentro hay una sola balda, vacía y suelta de uno de sus enganches, pero en el suelo de acero descansan dos bidones de plástico cerrados con tapas de rosca; sendas etiquetas pegadas a cada uno de ellos, con el estampado de una calavera y dos tibias cruzadas, advierten de que su contenido es peligroso.
Coge uno de ellos; no le cuesta esfuerzo porque es pequeño, del tamaño de una lata de aceite de dos litros. Lo deja sobre una cercana y agrietada mesa de madera; abre el macuto y saca tres pequeños recipientes de cristal de boca ancha, que también tienen tape roscado; los destapa y, con mucho mimo, vierte en ellos parte del contenido del recipiente más grande, un líquido transparente que parece agua. Luego, con el mismo cuidado, vuelve a tapar los frascos y el bidón; guarda aquellos en el macuto y devuelve este al armario metálico. Lo cierra y, tal como llegó, desanda el camino, siempre con la única ayuda de la luz del teléfono móvil.
Tras volver a colocar el armario en su sitio, ocultando la puerta, la sombra abandona la sacristía y sale de la iglesia por un arco lateral que comunica con el colegio, en cuyos pasillos se pierde al amparo del confuso manto de la noche. Unas zapatillas de tenis negras amortiguan sus pasos, va embutida en un mono de color oscuro y, conocedora de los movimientos del guardia de seguridad, no le cuesta demasiado burlar su vigilancia, a pesar de que desde el asesinato de Juan Sarrado, se ha visto reforzado el protocolo.
La muerte se desliza entre los muros de Santa Afra sin despertar ninguna alarma, silenciosa, respetando el silencio y el sueño de sus moradores, entre los que, acaso, ajena a todo, confiada y sin saber que el final se acerca, descansa su próxima víctima.

