―Ya que tienes tanto interés en saberlo, se dice que sor Tránsito y sor Viacrucis mantenían una relación más íntima de lo que la sociedad considera correcto y que Silvia, la interna asesinada, también demostraba lazos de afecto con alguna de las dos o con ambas, o sea, que habían pasado a formar parte de un triángulo amoroso poco convencional.
»Seguramente no son más que bulos sin ningún fundamento y, por otra parte, si he de serte sincera, me importa una mierda lo que haga la gente para sacarse el cuerpo de penas ―dijo Lola mientras extendía la mermelada en el pan tostado que le acababa de pasar Mambo, quien no pudo evitar una expresión de sorpresa―. No sé de qué te espantas —señaló la amplia camisa, que aún guardaba el aroma del hombre, con la que cubría su desnudez―; algunas preferimos mostrar nuestra humanidad tal como es, sin ocultarla tras la muralla mentirosa de unos votos.
―Tienes razón ―admitió él tras tomar un sorbo de café―, y no debería ser yo, precisamente, quien pusiera el grito en el cielo por eso. ¿Crees que otra monja o alguna de las internas pudiera estar igualmente comprometida en esa trama? ¿Pudo ser la muerte de sor Tránsito un asunto de celos?
―No sé, hubo comentarios, bulos, nada que pueda tomarse en serio; en cualquier caso, si el asesino tenía a sor Tránsito en su punto de mira por esa cuestión, entendería la muerte de Silvia, ¿pero a qué obedecen las muertes de Sarrado y la sicóloga, qué sentido tienen?
Mambo apuró el café y, tras consultar su reloj, llevó la taza al fregadero.
―Probablemente no tienen nada en común; estamos ante la obra de un psicópata y no hay que esperar coherencia en lo que hace, todo es una locura. ―Miró el reloj―. Se nos está echando el tiempo encima ―dijo rozando la mejilla de la monja con dos dedos―, a ti te esperan en el colegio y yo tengo que pasar por comisaría.
―Es verdad, será mejor volver a la realidad cuanto antes ―admitió sor Sacromonte, atacando el último bocado de la tostada.
La chicharra del teléfono móvil de Mambo zumbó, trayéndolo de nuevo a la rutina.
―Dime, comisario ―contestó la llamada con el presagio de que la mañana se acababa de poner cuesta arriba.
―Lo que era previsible que ocurriera ha pasado. Hay otro muerto en el colegio, Alfredo; el equipo ya está sobre el terreno, mando un coche a buscarte; nos vemos allí, no tardes.
La negra nube que ensombreció el rostro de Mambo puso a la monja sobre aviso.
―Malas noticias ―y fue una afirmación, más que una pregunta.
―Alguien ha muerto esta noche en Santa Afra, Lola, tengo que ir enseguida; será mejor que no volvamos juntos. Tómate el tiempo que quieras. Sabes, aunque parezca cruel, casi es un alivio, porque si el asesino ha vuelto a actuar, al menos esta vez quedas descartada; no todo van a ser malas noticias. Nos vemos en el colegio.
El coche policial esperaba a Mambo en la puerta de su casa. El trayecto hasta Santa Afra fue corto y en silencio. Allí el escenario parecía un calco al de las ocasiones anteriores: cable eléctrico rodeando el cuello de la víctima, ramillete de ruda sobre el pecho y, aunque ya débilmente, en el aire todavía era posible detectar un tenue aroma a vainilla.
El muerto era Lucio Domínguez, un hombre joven, técnico de mantenimiento, empleado de una empresa contratada para tal fin. Había comenzado a trabajar en el colegio la tarde del jueves a las dieciocho treinta, según el registro de entradas, y encontraron el cadáver a eso de las siete de la mañana del viernes, cuando el sacristán de la iglesia, Israel, fue a investigar por qué no había agua caliente en las duchas.
―¿A qué hora empieza su jornada el sacristán? ―se interesó el comisario.
―En realidad, duerme en el centro ―respondió sor Viacrucis, visiblemente abatida por los acontecimientos―; hace tiempo que debería haberse jubilado, pero está solo, no tiene familia ni adónde ir, las internas lo adoran, es como el abuelo de todas, y se encarga de supervisar las labores de mantenimiento. Lo heredamos con el edificio, podría decirse, y lo conoce como a la palma de su mano.
Efectivamente, aunque parecía en buena forma física y era de complexión recia, el hombre evidenciaba tener una edad avanzada. Tenía el cabello ralo, canoso, lo mismo que la barba poblada; se apoyaba en un bastón de puño plateado, aunque parecía más por estética que por necesidad, y una nube de angustia le nublaba la mirada, producto quizás del estado de ansiedad en que se encontraba.
―¿Dónde está la encargada de la botica? ―preguntó el comisario―, tenemos que abrir ese melón.
―Sor Sacromonte no viene hasta las diez, pernocta fuera del colegio ―respondió la monja.
Mambo tiró del brazo de Cruces e hizo un aparte con él.
―Esa vía no lleva a ninguna parte, Ramiro, hazme caso, luego te lo explico; ella no ha estado aquí en toda la noche.
El comisario cruzó con Mambo una mirada de inteligencia.
―Jodido cabrón ―acompañó el exabrupto con una media sonrisa cómplice―. No tenías mejor manera de complicarte la vida.
―Comisario, aquí ya hemos terminado ―el agente de la científica interrumpió la confidencia―; a priori, no hemos encontrado nada que parezca sernos útil, tan solo hay algo que quizás merezca la pena examinar con más detalle, lo que parecen los restos de una fina aguja hipodérmica. Cuando el juez lo determine, pueden llevarse el cadáver.
―Está bien, que dos agentes queden de guardia hasta que venga su señoría; los demás, aire. Tú te vienes conmigo, Mambo, tenemos que hablar de algunas cosas.
En poco tiempo quedó despejada la escena del crimen y Santa Afra, aunque con evidente dificultad, comenzó a ponerse en marcha, tratando de convivir con sus miedos; la sombra de la muerte se había vuelto a cernir sobre el colegio, poco había durado la tregua y nadie podía sentirse a salvo.
Sor Viacrucis, con los hombros hundidos bajo el peso de la tragedia, arrastró su cuerpo hasta el despacho en busca de refugio. Cada segundo la acercaba más al desastre; el patronato no iba a permitir que pasara demasiado tiempo con aquella espada de Damocles balanceándose sobre sus cabezas. El proyecto de la Fundación Esperanza tenía los minutos contados y ella lo sabía bien.
Mientras tanto, en la botica, Débora Ríus esperaba la llegada de sor Sacromonte ordenando los frasquitos de las esencias. Una sonrisa asomó a sus labios mientras colocaba en su lugar de la estantería el de la vainilla; le gustaba el orden, que todo estuviera en el lugar que le correspondía. Luego, para matar el rato, se puso a confeccionar una extraña lista, que solo tenía sentido para ella: Anhidrido ftálico; n-Butanol; p-toluensulfónico.
―Necesitaré hielo. Me encanta el olor a apio por las mañanas —ironizó divertida, guardando la pequeña libreta en el bolsillo de su uniforme.

