
Querida Amelia:
Hija, ya perdonarás que no te escriba con más frecuencia, pero además de que las cartas no te llegan —ni te llegarán, porque a los muertos se nos tiene prohibida cualquier interacción con el otro mundo—, pasa que esto del Más Allá es como ahí abajo, en la vida corriente; al principio todo muy bien, que parece vas a estar todo el tiempo echando unas risas, pero enseguida empiezan los problemas: hay que empadronarse, buscar un curro. un piso en las afueras, porque en el centro están imposibles…
Por mediación de Jesús, ya sabes, El Maestro, como le llama la docena de fans, que va con él a todas partes —sí mujer, que me lo presentó Ramiro en el club «El 69», la primera noche que pasé aquí; menudo ciego pillamos—, encontré colocación en la Más Allá Red de Teletransportación (MART) como detective en la sección de reclamaciones. Para que te hagas una idea, Amelia: aquí no hay autobuses, trenes, metro, tranvía o cualquier otro método de transporte normal; nosotros para ir de un sitio a otro hacemos teletransportación. Te metes en una cabina de metacrilato, las hay a miles por todas partes, en un panel de control, eliges el destino exacto, la categoría del servicio: lujo, primera o segunda; pagas, le das a un botón y, ¡la hostia!, ya has llegado. Te desintegran, tirando de tecnología punta, para volver a montar tus átomos, en millonésimas de segundo, justo en el sitio donde querías ir. Alucinante.
¿Cuál es el problema? Como todo: en lujo y primera casi no se producen incidencias, pero en segunda, los hay a cientos, a miles, millones, diariamente. Montar y desmontar cuerpos, que viajan por el inframundo a toda leche, tiene su aquel y si el ancho de banda es raquítico, cabe llegar a destino con un pie que no es tuyo, tres tallas menos de gayumbos o sin el Rolex de pega, que te regaló el marido por las bodas de plata. El personal suele reclamar, se cruzan las demandas, se localizan los fallos y se arregla el desbarajuste. Solucionado. Pero hay casos en que una de las partes se calla, no reclama, seguramente porque ha salido ganando con el cambio y entonces entro yo, detective de anomalías atómicas. Busco, encuentro, vuelvo a componerlo todo y a otra cosa.
Hace unos meses, Yahya Ndiaye, un joven africano, recién llegado de Zambia, presentó reclamación, porque había salido de una teletransportación con un pene blanco.
—Anomalía con pene blanco —silabeó el funcionario mientras rellenaba el impreso de reclamación.
—¡No pene, mío, blanco, tú confundes! —estalló muy cabreado el africano—, ¡mío, polla negra de reglamento! Tú entras a almacén y encuentras.
Pero en el almacén no había penes, falos, ni pollas en vinagre, blancas o negras. Así que el pobre Yahya tuvo que volver grupas, con el rabo entre las patas, como suele decirse, si se me permite la ocurrencia, y me pasaron el caso. De eso hace ya como seis meses. Hay asuntos, que por la oposición de las partes, tardan en resolverse.
En estas andaba yo, husmeando braguetas como un sabueso, cuando recibí la llamada de Jesús, o sea, en sentido de llamada telefónica, que se me entienda, porque aquí no hay móviles, pero nos comunicamos a larga distancia por algo parecido a la telepatía; de repente suena una voz en tu cabeza que te dice, un suponer: «Miguelico, maño, soy Jesús —que no hace falta la identificación porque le conozco la voz—, pásate esta noche por «El 69», que tengo un asunto muy serio para ti, majete. Agur». Allí abajo lo llamaríais esquizofrenia, pero aquí funciona de puta madre.
Las noches de «El 69», las termino siempre con un pedo considerable; esta gente son esponjas, Amelia, no te puedes hacer idea, pero recuerdo perfectamente cómo fue la conversación con Emmanuel.
—Miguel, macho, me tienes que echar un cable, porque estoy jodido, jodido. He perdido el Santo Prepucio.
Verdaderamente, parecía preocupado, no hacía más que pasarse las manos por las melenas y, aunque habíamos hecho un aparte del grupo, hablaba en un susurro, como con miedo.
—¿Y ahora te das cuenta, alma cándida? —había confianza y la confesión me pilló por sorpresa—, eso es lo que os hacen a los judíos, ¿no?, cortaros el pellejo de críos.
—Va, no lo tomes a guasa —me reconvino nervioso—, ¿no has oído hablar nunca del Santo Prepucio, la reliquia más venerada de la cristiandad?
Yo algo sabía del tema, cosas que leí en otros tiempos, pero que lejos de alimentar mi fideísmo, solo conseguían sacarme una sonrisa escéptica.
—Pero si en la Tierra hay, por lo menos, trece o catorce Santos Prepucios, repartidos por la cristiandad —aventuré la solución al problema—, pilla uno de ellos y listo.
—Copias, como todas las reliquias; no me sirven —objetó Jesús—, ¿o es que te crees que el brazo incorrupto de tu paisana Teresa es el original? Un día te la presento y verás que está completa.
—El mío, el auténtico, lo tenía guardado Magda en su joyero, en una cajita de oro, que ha desaparecido —siguió, cada vez más pesaroso—, y se piensa que lo he cogido yo, para dárselo a otra, que no veas lo celosa que se pone la tía a veces.
—Pues hazle ver que lo de regalar prepucios momificados, no es precisamente una técnica para ligar muy recomendable.
—¡¿Coño, qué te piensas, que no lo he hecho?! —protestó incómodo—, pero no atiende a razones.
—Y la culpa es de Santa Catalina de Siena, que va por ahí diciendo que se lo puse en un dedo como alianza, y de Agnes Blannbekin, que jura haberlo sentido en su lengua.
—¡Joder con la Blannbekin —no pude reprimir la carcajada—, va a machete!
—Venga tío, no seas borde y échame un cable, que en el MART manejáis información privilegiada y tenéis medios. Toma —me tendió la fotografía de un relicario dorado, que supuestamente guardaba el glorioso pellejo—, para que te hagas una idea.
Los días que siguieron hice indagaciones por ahí, tiré de confidentes, me rebocé en lo más nauseabundo de las letrinas de los barrios bajos, toqué puertas muy peligrosas, jugándome la muerte por los mercados clandestinos, donde acuden coleccionistas inmensamente ricos y con pocos escrúpulos, a la caza de objetos valiosos. No conseguí absolutamente nada, salvo —y no fue poca cosa—, dar con el desaprensivo, que se había agenciado la polla negra de reglamento de mi pobre zambiano Yahya Ndiaye.
Ya estaba entrando en la desesperación, no me quedaba un puto rincón del Más Allá que revolver, no tenía de quién tirar, ni caminos tortuosos que recorrer, estaba prácticamente vencido. Pero, como dice el refranero, al que madruga, dios le apoya, o algo parecido, y una mañana, muy tempranito, me vino la solución del Santo Prepucio a la cabeza y, sin más dilación, me puse en contacto con Jesús.
—¡Hostia, tío, que no son horas! —protestó.
—Calla y escucha —le apremié—, tengo la solución a tu problema, pero vas a tener que colaborar y no ser demasiado quisquilloso.
—Te escucho.
Lo puse al corriente de todas las pesquisas realizadas, los riesgos corridos y los medios del MART utilizados, que fueron muchos, para no conseguir absolutamente nada: el Santo Prepucio no había pasado por los conductos habituales de la delincuencia y, lo más probable, es que estuviera en manos o en lengua, que nunca se sabe, de algún fanático fundamentalista; recuperarlo iba a ser imposible. Luego le conté la triste historia de Yahya Ndiaye, como había solucionado el caso y de qué manera esto podía ayudarnos a ventilar el suyo.
—Resumiendo —apuré para abreviar—. Tú me mandas un relicario igualito al desaparecido, yo hablo con mi zambiano y le propongo devolverle su herramienta, a cambio de que se deje circuncidar, depositamos el resultado de la operación dentro del estuche y, tan ricamente, lo devolvemos al joyero de tu chica, que es donde debe estar. Asunto arreglado.
—No sé, no sé —respondió dubitativo.
—¡Tío no hay más, tú decides! —respondí.
—No sé, no sé.
—Eso ya lo has dicho antes. ¡Échale narices, coño!
—Venga, hagámoslo y que sea lo que dios quiera. ¡Uy, qué tontería acabo de decir! —se carcajeó de su propio chiste.
Convencer a Ndiaye para que se dejara cortar el pellejo no fue tarea fácil; le tenía tanta estima a su amiga del entresuelo, que cualquier mutilación, aunque fuera tan pequeñita, como la que le proponía, era como una ofensa, un sacrilegio. Pero al final no tuvo más remedio que ceder al chantaje. Un cirujano especializado realizó la circuncisión, metimos, como pudimos, el resultado en el relicario que nos proporcionó Jesús y yo mismo, en persona, se lo entregué en mano.
—No sé, no sé —repitió meneando la cabeza.
Pasaron pocos días y una tarde, cuando estaba por terminar en el trabajo, Jesús contactó conmigo: «Miguel, colega, que soy yo. Pásate esta noche a cenar por casa de mis viejos, anda, que tenemos que hablar».
Ir a cenar a esa casa es un incordio, porque no sabes qué ponerte: si vas como un figurín, lo mismo das el cante y si pillas lo primero que te viene a mano, igual te los encuentras de tiros largos y te miran de arriba a abajo. Así que opté por un look casual, un ni p’a ti, ni p’a mí, como si dijéramos, y para allá que me fui.
—Macho, gracias por venir —me saludó Jesús con un abrazo—, luego hablamos, ¡que tengo un marrón…!
—Pasa, pasa, Miguelico, hijo —la madre de Jesús, una señora de mucho porte, campechana y muy simpática, me dio un par de besos—, que no te dejas ver por aquí. ¡No sé qué te habremos hecho!
—No diga eso, doña María —protesté, siguiéndole el buen rollo—, es que voy muy pillado con el curro; no me queda tiempo para nada.
En la mesa ya estaba sentada Magda, la chica de Jesús.
—Es verdad, Miguel, te haces caro de ver —me reprochó, tirándome un beso desde la distancia.
—¡Miguelete, mamón! —este es Juan, uno de los íntimos de la familia. Chocamos las manos a modo de saludo.
—A ver cuando se digna tu padre a venir —se quejó doña María—, que siempre tenemos que esperarlo.
En ese mismo instante, por el gran ventanal del salón, entró un palomo blanquísimo, resplandeciente, divino. Se posó en el hombro de la señora y le dio un suave picotazo en la mejilla; después revoloteó alrededor de la habitación, mientras nos daba, a los demás, aletazos cariñosos en el cogote. Hizo un elegante tirabuzón y se posó en el respaldo de la silla que presidía la mesa.
—¡Ya estamos —explotó la anfitriona—, sabes que no me gusta que andes así por casa, que me lo llenas todo de cagadas y luego me veo negra para sacarlas de las alfombras!
—¡Brrrruuu, brrruuu! —se desentendió del asunto, el palomo, poniéndose a picotear el trozo de pan que le correspondía.
—Escucha papá —intervino Jesús—, he leído en The Afterlife Post, que en la tierra, una corriente de opinión, bastante importante, defiende que estás acabado; que Galileo te echó de los cielos, porque ya no eras necesario para mover los planetas; Hobbes y Cronwell, desvelando los arcanos de la ley natural, te echaron del derecho; Kant de la razón y Darwin de la naturaleza.
—¡Y yo me cisco en las calaveras de los cinco! —el palomo se convirtió en un señor enorme y colérico, que echaba lumbre por los ojos y aporreaba la mesa violentamente—. La culpa es mía por otorgarles el libre albedrío. ¡La madre que los parió! ¡Una buena mano de hostias, es lo que necesitan! De mañana no pasa, que les mande una plaga chunga, como las de antaño.
—¡Anda, anda, no hagas caso! —contemporizó doña María, mientras le llenaba la copa de vino hasta el borde—, que solo son habladurías, ganas que tiene la gente meter cizaña.
—Gracias hijo —susurró por lo bajini, a lo que Jesús respondió con un guiño cómplice.
Transcurrió la cena en armonía, sin más incidentes, y después de los cafés, Jesús me hizo señas de que lo siguiera y salimos al jardín.
—¿Cómo ha ido la cosa? —inquirí refiriéndome a la reliquia.
—Fatal, colega, fatal. Se dio cuenta enseguida del cambiazo. Menuda es ella —reflexionó cabeceando.
—Joder, pues lo siento —me solidaricé con él— más no pudimos hacer, ya se le pasará el mosqueo.
—No, si ya se le ha pasado, me hizo saber que no la había engañado con la estratagema, pero que no me lo tenía en cuenta, porque me quiere mogollón. Está de lo más cariñosa.
—Vaya, pues no sabes cómo me alegro —repliqué con toda honestidad—, porque hacéis una pareja divina, de verdad.
—Gracias, Miguelito, majo. El problema ahora es otro.
—Tú dirás.
—Que se empeña en conocer al propietario del «divino prepucio» como lo llama ella ahora —me explicó mirando al suelo—, y como solo tú sabes dónde localizarlo, pues eso, que si me harías el favor de traértelo una noche a «El 69» y nos lo presentas, así, en plan coleguillas. ¿Qué te parece?
—Pues qué quieres que te diga, hombre, tus deseos son órdenes para mí, pero… no sé, no sé.
Y en estas estamos Amelia, con el culo prieto, porque la historia del Santo Prepucio, para mí, que va a traer una cola muy gorda. Ya te iré contando.
Besicos, corazón.
NOTA.: El culto al Santo Prepucio fue derogado por un decreto en 1900, ratificado más tarde por Juan XXIII, con el argumento de que el interés por esta reliquia en particular podía deberse a una «curiosidad irrespetuosa.

Increíble que de una cabeza pueda salir esto…genio!!!