
En aquella época hacía vida de monje shaolin, de lunes a viernes, me machacaba el cuerpo en el gimnasio: cardio, musculación, artes marciales; por las tardes, meditación para dejar mi impronta en el sofá, playstation y un poco de porno oriental antes de dormir. Lo normal en un tío sano con la mayoría de edad recién cumplida. Sin embargo, el fin de semana lo dedicaba a currar haciendo bolos por las discotecas de la comarca, porque yo iba para deejay, DJ, pinchadiscos, si quieres llamarlo así, esa era mi verdadera vocación, y no se me daba mal, coño, que en dos noches me sacaba una pasta de la hostia, mucho más que mi padre en toda la semana, machacándose los riñones en la cadena de montaje.
Igual os preguntáis por qué lo dejé. Pues por la presión familiar, como pasa siempre: «Eso de los discos no es un trabajo; pan para hoy y hambre para mañana. Lo que tenías que hacer es aprender un oficio, cojones, que ya va siendo hora de que espabiles. Si quieres hablo con el encargado y mañana mismo entras de meritorio». «De eso nada, vamos, por encima de mi cadáver, mi niño apretando tuercas todo el día, como un mono amaestrado. Lo que debe hacer es estudiar y buscarse una buena colocación, que es listo, sabe de ordenadores y más guapo que un san Luis».
Como podéis suponer, no había color entre la propuesta de aprendizaje a turnos que postulaba mi padre y el suave aterrizaje en el mundo de los libros que sugería mi señora madre, de manera que me apunte a un módulo de administración. A los dos años tenía mi título de oficinista en el bolsillo y encontré colocación en «DIMASGEST», una gestoría de empresas con varias oficinas repartidas por toda la ciudad.
—De becario, media jornada, cuatrocientos euros al mes —me informó de las condiciones el propio don Dimas, un tipo de museo, y no porque fuera ejemplar, pero es que de tan viejo parecía una momia—, esto hay, lo tomas o lo dejas.
Luego supe que recibía subvenciones, por tener contratado personal en prácticas, que duplicaban la miseria que me iba a llevar yo de jornal, pero lo tomé.
«Media jornada, cuatro horas, tampoco es para tanto», me dije, el sueldo era una mierda, sí, pero seguía teniendo tiempo para mis cosas, los fines de semana serían para mí y los viejos estaban contentos. Asunto concluido.
Empecé un lunes, a las ocho de la mañana. Yo iba dispuesto a demostrar lo preparado que estaba para hacer cuentas, rellenar formularios y gestionar contabilidades, pero don Dimas tenía otros planes: archivo, fotocopiadora y patearse las calles, llevando papeles a los distintos registros de la administración local. Un marrón. Pero bueno, es lo que había, y entre unas cosas y otras, casi sin darme cuenta, estaba a punto de dar las doce del medio día. Se terminaba mi compromiso.
—¿A dónde vas tú, muchacho? —me cerró el paso don Dimas cuando me dirigía a la salida—, anda tira que aún no has pasado la fregona, hay que darle un repaso a los cristales y vacía las papeleras, que ya no dan abasto.
—Ya he terminado, don Dimas —argüí amparado en la infalibilidad de lo contractual—, media jornada.
Paternal y bondadoso, el viejo me echó una mano por encima del hombro y suavemente me llevó de nuevo tras el mostrador. Olía a tabaco, sudor revenido y me dio mala espina.
—Eso no funciona así, Carlitos, hijo mío. ¿Cuántas horas tiene el día? —enseguida supe que era una pregunta trampa y me abstuve de responder—. Veinticuatro, muchacho, veinticuatro, y eso es una jornada, de manera que echa cuentas. Hay que joderse esta juventud, lo quieren tener todo y por el papo, sin dar nada a cambio. Si me dejaran a mí…
En una semana desarrollé alergia al polvo, de tanto darle al mocho; aguantar de pie haciendo cola en los registros me causó una fascitis plantar, y llegaba tan cansado a casa, que no me quedaban fuerzas ni para el porno oriental. Lo sentí por mis padres, les iba a dar un disgusto, pero había decidido terminar con mi proceso de integración en el mundo laboral, «mañana ese viejo pedorro se va a comer las del pulpo», me regocijé interiormente, anticipando el pollo que le iba a montar a don Dimas, y con esa agradable sensación de bienestar me quedé dormido. Pero el hombre propone y, ya se sabe, el diablo zurce.
A las ocho en punto, con una sonrisa de Joker, que no la superaba ni Jack Nicholson, estaba yo aporreando la puerta del despacho de don Dimas. Iba con todo, a machete, dispuesto a meterle un par de tobas a la momia, si era menester, pero el fulano no estaba solo.
—¡¿Pero quién es este buen mozo, Dimas, cariño, dónde lo tenías escondido?!
La señora, por edad, podía ser mi madre, pero la pasta, los pilates y la ropa de marca, le daban el aspecto de una MILF (Mother/Mom/Mama I’d Like to Fuck), solo que con el acento inconfundible que nos caracteriza a los del valle del Ebro.
—Es el becario, Consuelito —respondió don Dimas, haciendo un gesto despectivo con las manos—, limpia, barre, lleva papeles de aquí para allá, nadie, cariño.
La jamona parecía no escuchar a su marido y no me quitaba ojo de encima; la verdad es que me estaba empezando a poner nervioso.
—Y tú, monín, ¿sabes manejar bien la escoba? —me preguntó, mientras hacía que un dedo pecador se deslizase, sutil e insinuante, por sus entreabiertos y prometedores labios.
Joder con doña Consuelito, sabía poner a un yogurín como una moto. Parecía que el jodido cabrón de don Dimas estuviera al corriente de mis intenciones y con semejante arma de destrucción masiva me había dejado en shock.
—Sí, señora, la manejo de maravilla, la escoba, digo —aclaré tartamudeando un poco.
Ella se echó a reír y el despacho se llenó de campanillas, mariposas y suspiros de estrellas.
—Ay, Dimas, cariñín, préstamelo unos días, anda —le puso morritos y cara de niña buena al «cariñín»—, que tengo la casa hecha unos zorros y hay mucho polvo por limpiar. Anda, no seas malo.
—Para lo que hace aquí —se encogió de hombros, desdeñoso, el viejo—, por mí te lo puedes llevar ya. ¿Y tú qué querías, aporreando así la puerta, capullo? —me preguntó desafiante.
—Venía a preguntar si tenía que mandarme alguna cosa, don Dimas —respondí con el tono más humilde y servicial que me salió de dentro.
—La madre que os parió, qué juventud —dijo asilvestrando el gesto—, no tenéis iniciativa, se os tiene que dar todo hecho, copón. ¡Ay si me dejaran…! Anda, vete con doña Consuelo y haz lo que te diga, camastrón, y que no me tenga que dar queja de ti, ¿entendido?
Y con ella me fui. Así están las cosas. Tres meses llevo de becario con doña Consuelito, que, encantada de mi arte con la escoba, no deja de darme faena. Y los que me quedan, si me acompaña la salud, porque anda que no había polvo acumulado en esta casa.
