
Se cae, a pedazos, el viejo campo de fútbol; pronto lo demolerán para que alguien levante un complejo de adosados impersonales, uniformes, sin alma.
Han pasado muchos años, demasiados, desde que salí del pueblo. Hoy he vuelto, quizás para darle mi último adiós, y es significativo que sea este desarmado teatro de olvidadas hazañas deportivas el que salga a recibirme; el reencuentro de dos viejos camaradas en retirada.
¡Cuántos recuerdos duermen en estas gradas carcomidas por el tiempo! Allí, en ese muro desgastado por el salitre, aún puede reconocerse el retrato de Juana, «La Negra». Lo pintó el hijo del panadero, el primer grafiti que se hizo en el pueblo. El chico estaba enamorado de ella; todos estábamos enamorados de la Negra.
―¿Vos también lo estabas, boludo? ¿Y por qué no dijiste nada?
Tenía que pasar, tarde o temprano, lo he visto tantas veces en otros viejos: confusión, miedo, alucinaciones. Sé que no es real, pero aquí está, junto a mí, lenitiva y agradable como una brisa fresca. Es ella, Juana, como en el 69, radiante, vital, única.
Pero se te va la cabeza, viejo. La Negra se fue del pueblo mediados los setenta, quería probar suerte. Dijeron que murió en Madrid por el 85, de una sobredosis. A saber, lo mismo es cierto que puede haber milagros o, quién sabe, quizás yo también estoy muerto y todavía nadie me lo ha dicho.
―Te ves muy bien, Juana, cualquiera diría que no han pasado los años. Quedaste anclada en el 69, se rumoreó que ya no estabas, que diste el salto al otro lado, pero dime una cosa, Negra: ¿estamos muertos? A mí no me importaría, sobre todo si puedo morirme un poquito contigo.
―La vida y la muerte son una ilusión, gordo, un espejismo, ¿sabés cómo te digo? Nada es real; esta mierda es un tremendo engaño: vos, yo, la cancha, Raulito. ¿Te acordás del rubio Raulito? ¡Qué zurda, ché, regia! Mirá, ahí está, gambeteando, intocable, soberbio, como entonces. ¿No creés lo que ven tus ojos? Magia, viejo, fantasía, un espejismo.
Ríe, Juana, con ese tintineo de cuentas cristalinas movidas por la brisa que nos enamoró a todos, suave como el murmullo cómplice que comparte con las peñas el discurrir del arroyo. Miro al campo y se me aparece liso, apisonada su tierra, como antaño, limpio de malas hierbas, y allí está el rubio metiendo un zurdazo por toda la escuadra, que me hace saltar del asiento. Me siento bien, a gusto, seguro y eso me confunde.
―¿Es el final, mi canto del cisne? Cógeme la mano, Negra. Quédate conmigo. Tengo miedo. ¿Duele morirse?
El grafiti comienza a velarse, carcomido por el avance del salitre. Ella cierra los ojos y aprieta mi mano con fuerza.
―Los cisnes mueren en silencio, boludo, dejáte de milongas. La vida avitualla de dolores, la muerte los mitiga, todo cuadra. Pero vení, vamos saliendo, capaz que se nos cae el techo encima. ¿Te acordás del Cojo Molinari? ¡Qué arquero, aquel! ¿Y la chilena que se marcó Antoñito Suances en el 73? Aquellos sí eran bravos cancheros. Al final lo que vale es el recuerdo. Ya refresca la tarde, vamos andando. Se siente bien estar del otro lado. Dejáme que te cuente… viejo.

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¡Déjame que te cuente! ¿Duele morirse? La vida es un avituallamiento para la muerte. Qué tema tan difícil tocado con tanta maestría. Sí, al menos para mí, hablar de morir es difícil. He hablado del olvido y de cómo quiero que sea el vuelo del cisne. No sé si duele morir pero sí que duele saber que es el destino hacia el camino que recorremos, con suerte, cada día. ¡Qué grande eres!