
Martes trece, símbolo de mal fario, yuyu africano, osogbo caribeño. El trece, por sí mismo, ya está mal visto, da cosa, es gafe. Esta mala fama tiene su origen en la última cena, porque trece fueron los comensales y la cosa terminó como el rosario de la aurora, añádele Marte, dios de la guerra, y ya tienes cerrado el círculo maléfico.
Por regla general, los números impares gozan de mala prensa, son como el cuñado impertinente que siempre viene a joder las cenas familiares, en cambio los pares son más redondos, tienen gracia, caen bien; hasta el número π «pi», por encajar mejor en sociedad, reniega de su origen entero y se pasa a lo irracional, 3.14159…, que mola más.
Ocho, par, son los planetas del sistema solar; doce fueron los Pares de Francia que acompañaban a Carlomagno en sus conquistas, hasta la naturaleza se hace patente a pares: se necesitan dos de cada especie animal para procrear; las plantas precisan de estambres y pistilos para lo mismo y las glándulas mamarias de las hembras de los mamíferos son pares: dos, ocho, diez, doce, dependiendo de la especie. ¿Casualidad?
Y hablando de tetas. No hay hembras de especie animal, distinta de la humana, que las tenga permanentemente desarrolladas.
Sí, ya sé, dicho así parece una estupidez, casi una vulgaridad metafísica, pero los rigores del verano es lo que tienen, le entra a uno la flojera existencial; hay pocas ganas de elaborar discursos sesudos y lo echamos todo en filosofar absurdos.
Aunque si lo miras bien, la cosa tiene sentido, porque es cierto que todas las hembras del mundo: leonas, tigresas, gatas, perras, hasta las del chimpancé o del gorila, que son como más cercanas a nuestra especie, son lisas como tablas, sin embargo, las mujeres se distinguen de todas y lucen balconada.
Digo yo que será un mecanismo identificativo para que el macho humano, que es tardo por naturaleza, reconozca a las hembras a primera vista y no tenga que ir por la vida oliendo culos, como hace el resto de las bestias.
Eso del reconocimiento a través del olfato puede que eche para atrás, aunque evita muchos equívocos y pérdidas de tiempo absurdas, porque es alucinante la cantidad de información que se transmiten los bichos solo con olerse el trasero: especie, sexo, edad, disponibilidad sexual…
Las mujeres, por regla general, son muy exigentes con su higiene íntima y enmascaran con ungüentos y perfumes los aromas naturales, cosa muy de agradecer, todo sea dicho, y siendo que los tíos no tenemos el olfato tan desarrollado como los bonobos, por poner un ejemplo, mi tesis de que las glándulas mamarias permanentes formen parte de la evolución natural de la humanidad para evitar equívocos, no resulta ni mucho menos tan descabellada como podría parecer.
No es que el macho humano tenga anquilosado por completo el sentido olfativo, pero igual que pasa con el vello corporal, hemos perdido mucho con relación a nuestros primos. Se nos ha estropeado la parte analítica del proceso comunicacional, aunque seguimos siendo sensibles a los aromas potentes, lo que en determinadas circunstancias es una clara incomodidad y hay estaciones del año en que se convierte en un suplicio. Pero allí termina nuestra capacidad de usar el olfato para identificar cualquier estado sensitivo de la otra parte, tanto si se siente incómoda con nuestra presencia, como si existe posibilidad de ayuntamiento carnal.
Es por eso, que al no dominar el código de las feromonas sexuales, a diferencia del resto de los machos, que solo se ponen verracos cuando la hembra está receptiva, el humano anda siempre en estado de alerta por si suena la flauta; todo un desperdicio de energía, además de una permanente causa de frustración.
Así pasa que nuestro machirulo humano, salido del cuarto de baño después de la ducha, con la toalla amarrada alrededor de la cintura y canturreando, por Ketama, aquello de: «Vente p’a Madrid, vente Joselín…», como es incapaz de descifrar el código feromónico, si se topa con la parienta por el pasillo ―a la que en su día identificó como hembra con posibles, gracias al volumen de sus tetas―, inmediatamente se despojará de la prenda y al más puro estilo exhibicionista, haciendo gala de su alterada masculinidad, la perseguirá por toda la casa, mugiendo como un búfalo y gritando: «¡Ahí va, ahí va, ahí va!», hasta obligarla a acogerse a algún sagrado doméstico que tenga pestillo.
A los machos humanos se nos tiene que dar todo hecho, no somos capaces de leer entre líneas; el tremendo desarrollo de nuestro córtex frontal, ha confinado al sistema límbico en una especie de mazmorra exigua en la que apenas tiene espacio para moverse y lo que hemos ganado, por una parte, lo hemos perdido por la otra. Curiosamente, ese problema no se da en las mujeres, que las ven venir a la legua.
En definitiva, que la casi nula habilidad sensorial del macho humano obligó a la naturaleza a dotar a las hembras de características mamarias diferenciadoras, para que el homo sapiens no tuviera dudas sobre quién era su pareja de baile y acabara haciéndose la picha un lío y tirando los tejos a toda bicha viviente. A ver si no, de dónde viene aquello de: «En caso de duda, la más tetuda».
Y todo esto viene de que el trece trae mal fario. Lo que son las cosas, para que luego digan que la numerología es un muermo.
En fin, martes trece, viernes trece, ser o no ser, esa es la pregunta, pares o nones.
Aquí dejo mi reflexión. No va más allá de ser un disparate con ínfulas de comicidad filosófico-tabernaria, pero da en qué pensar y no sé si para una tesis, pero seguro que sí para pasar el rato.

Imagen generada mediante IA.