
—¿Esto es todo lo que supe enseñarte? ¿Tan grande ha sido mi fracaso? ¿Así entiendes tú la justicia de los hombres?
—¡Oh, vamos, no empieces de nuevo! Ya lo hemos discutido otras veces, en realidad, siempre que recibo un encargo. No lo intentes, por favor, sabes que voy a hacerlo, que debo hacerlo; es mi trabajo. Tú hiciste el tuyo en su momento, con acierto, créeme, y te respetaron por ello. Pero ya pasó, viejo, no estás aquí, tu presencia es solo una incómoda ilusión, no soy yo quien te convoca, acudes una y otra vez, dogmático, dantesco, admonitorio, a sermonearme con la misma patética tozudez del vecino incómodo que no es consciente de serlo.
—¿De verdad no confías en la justicia divina, el amor de Dios y el poder del perdón? ¿Dónde y cuando se quebró tu fe, hijo mío? ¿Cómo has podido olvidar las piadosas enseñanzas que tu madre, esa mujer luchadora, abnegada, ejemplo de virtudes, te inculcó desde niño? Me das lástima, Declan.
—La justicia divina, dices, el amor de Dios, el poder del perdón. Claro que pienso en todo eso, ¿por qué no? Pero todas esas cosas buenas, como su Reino, pertenecen a otro mundo, al tuyo de ahora, si es que existe. Sin embargo, lo sabes, en este las leyes funcionan de otra manera.
»Mi madre sufrió, sí, mucho; los dos lo hicimos, durante años. El canalla, cuando no estaba en la mina, se la pasaba en la taberna, lejos de su casa y de ese amor de Dios del que me hablas, entre broncas y pintas de cerveza. Luego, cuando ya estaba demasiado borracho para seguir la juerga, venía a casa, con los ojos inyectados en sangre, apestando a alcohol, orines y fulanas, y la emprendía con nosotros. Era ella, pobre, la que siempre se llevaba la peor parte, porque intentaba protegerme.
»Justicia divina. No sabes cómo creí en ella el día que falló un codal y se vino abajo la entiba. Fui de los primeros en llegar a la bocamina. Todavía lo sacaron con vida, al muy cabrón. Respiraba con dificultad y escupía sangre. Te juro que lloré de alegría, imaginando lo que el diablo le tenía reservado. Pero tuviste que aparecer tú. De rodillas, a su lado, algo hablasteis, un murmullo inaudible, encubierto, secreto, y con una sencilla señal de la cruz le perdonaste todos sus pecados. Mis lágrimas se volvieron amargas, de rabiosa impotencia y sentí la mordedura de la traición.
—Esa es la grandeza del perdón y la bondad de Dios. Tu padre se arrepintió de verdad, se humilló ante el Señor. Si tú llorabas de alegría, él lo hizo por todos y cada uno de sus pecados, fue un acto de auténtica contrición. ¡Quién eres tú para ir en contra de la voluntad redentora del Creador!
—¡Viejo idiota! Siempre fuiste un palurdo cura de pueblo, ignorante, torpe y simple; pero pensaba que la vida espiritual te habría aportado algo de sabiduría. No era el dolor de sus delitos, lo que movía el llanto de aquel malnacido, sino el miedo al tormento eterno, del que tantas veces había hecho mofa en sus alcohólicas fanfarronadas de taberna. Un terror antiguo como el hombre, atávico, que se pega al alma como la brea. Pero gracias a tu justicia divina murió en paz, salvaste su asqueroso culo del brasero y te olvidaste de nosotros, de las vejaciones, el dolor y la miseria que nos impuso su crueldad. Solo nos quedó el amargo sabor de la frustración. Justicia divina. Un bonito cuento para adormecer la rabia.
—Pero tú sentiste la llamada, tomaste los hábitos. ¿Cómo puedes cambiar la grandeza de Cristo por… eso?
—Esto, como tú lo llamas, es un C15, un McMillan Tac-50 de precisión, capaz de reventar cabezas a dos mil metros de distancia. Quien va a disfrutar hoy de esta preciosidad, está condenado a muerte por la justicia de los hombres, él mismo ha participado en crear las normas. Mañana, los diarios dirán que era un prócer de moralidad intachable, respetuoso con todos, un filántropo comprometido con el planeta, en definitiva, una pérdida irreparable.
»Pero hasta el último penique de su inmensa fortuna está manchado de sangre. Lo saben muy bien los desgraciados de Sierra Leona, que se pudren tamizando los ríos dela región de Kono en busca de diamantes; las jóvenes nigerianas, yorubas, edos y hausas, vendidas por sus padres y obligadas por las mafias a prostituirse, o los cientos de miles de personas, hombres, mujeres y hasta niños, que mueren en el mundo enganchados a una jeringuilla.
»El tipo será un blanco móvil a tan solo trescientos metros de distancia, un tiro fácil, tendrá más suerte que todos ellos. Morirá en el acto. Se habrá hecho justicia. Luego desmontaré esta preciosidad; puedo tomarme todo el tiempo que quiera, no hay prisa. Mientras acomodo las piezas en el gastado maletín, oiré gritos en la calle, algún coche frenará ruidosamente —siempre hay un coche que frena ruidosamente—y el aullido de las sirenas de la policía. Un último vistazo para cerciorarme de que no dejo huellas, bajar por la escalera de mano a la azotea de al lado y listo. Nadie desconfía de un respetable ciudadano, vestido de negro riguroso y con alzacuellos.
—¡No matarás, Declan! Lo tuyo es un crimen, no justicia. Únicamente Dios puede impartirla y ese hombre despiadado recibirá su castigo, no te quepa duda.
—Siempre le quedará la gracia del perdón, padre O’Gallagher y eso sí es injusto. Además, ¿y si fuera cierto lo que escribió Lennon? Imagine there’s no heaven. ¿Y si luego no hubiera cielo, ni jurisprudencia divina, solo la nada? Piensa en ello, o no lo hagas, es lo mismo; al fin y al cabo, solamente eres un producto de mi subconsciente. Hazte a un lado, viejo, es la hora, tengo un ángulo perfecto y trabajo que realizar. Da mihi factum, dabo tibi ius.
* Dame los hechos, yo te daré justicia.
