
—Rosi, cariño, anda mira a ver si ha terminado ya el lavaplatos.
—Todavía no, mamá; había muchos cacharros, pero le queda poco.
—No sé, hija, creo que lleva unos días que va más lento.
Mi madre, de un tiempo a esta parte se ha vuelto demasiado exigente y aprensiva con las tareas domésticas, se pasa todo el santo día reclamando atención: que si esto, que si aquello…
—¿Has puesto a funcionar el aspirador?, Rosi.
Lo ves, todo el tiempo así, ¡qué agobio!
—Aún no, mamá, estoy esperando que se terminen de lavar los platos, no vaya a ser demasiada tensión, no aguante y le acaben saltando los fusibles.
—¡Ay, hija, no será para tanto, Jesús! Y no te olvides de que hay ropa por lavar.
Es un sin vivir, lo de esta mujer; y no para de dar la murga. Mira tú si podría echarse amigas, ir al bingo, apuntarse a pilates. ¡Madre mía, qué cruz!
—Mamá, también puedes encargarte tú de algo, hija, que llevas un tiempo sin levantar el culo del sofá.
—Es que a ti se te da mejor, Rosi, mi vida, te manejas muy bien con eso.
—Mucho morro, es lo que tú tienes.
Me tiene preocupada con esa tremenda apatía que está desarrollando.
—Anda, hija, mira otra vez si ha terminado el lavaplatos, que me estoy poniendo nerviosa.
Y vuelta la burra al trigo… Encima tendré que ir, para que no se mosquee.
—Papá, por favor, date prisa y acaba ya con la vajilla, que tu mujer está poniéndose muy pesada; además tienes que pasar el aspirador y poner una lavadora, ¡hijo, espabila!
—La madre que me parió. ¡Quién me mandaría a mí jubilarme! Con lo tranquilo que estaba yo en mi cadena de montaje, apretando tornillos, jodiéndome la espalda y aguantando las impertinencias de los jefes, esos queridos y entrañables hijos de puta. ¡Señor, cuándo te me llevarás!
