
«Qué mañana más hermosa ha salido hoy» —piensa Catalina, enfundada en unas mallas negras de jogging y un top, a juego, del mismo color, mientras espera, trotando sobre el terreno, la llegada del ascensor. Se abre una puerta en el mismo rellano y aparece en escena un caballero trajeado, alto, flacucho, con cara de estar sufriendo una angina de pecho.
—Buenos días, doña Catalina —saluda a la vecina trotona y espera, silencioso y tieso como un palo, la llegada de la máquina.
—Buenos días, don Régulo —corresponde ella la amabilidad, sin dejar el trotecillo de calentamiento.
En esta vida todo llega, es una regla universal, que forma parte del todo, como los átomos de hidrógeno, la curvatura del espacio-tiempo o la inexcusable cita anual con la declaración de la renta. También llega el ascensor.
—Por favor —todo cortesía inglesa, don Régulo permite el acceso al camarín de doña Catalina y juntos inician el descenso hasta la planta baja.
El silencio incómodo del ascensor es el causante de un 0,099% de los trastornos de ansiedad en las sociedades occidentales —si todavía no hay un estudio japonés que lo demuestre, seguro que están en ello—, para evitarlo, se han ideado unos salvavidas conversacionales infalibles: «parece que va a llover», «cómo pasa el tiempo» y «es lo que toca».
—Parece que va a llover —aventuró doña Catalina, ordenancista, ella.
A uno, le trae sin cuidado que el anticiclón esté dándose una vuelta por las Azores o echando una siesta a la altura de Cantavieja, provincia de Teruel, pero no hay problema, para eso se inventaron los salvavidas sociales: a don Régulo le correspondía el socorrido «es lo que toca», y ya estaba salvada la cosa. Pero era propenso a la improvisación.
—Y a usted, su esposo, ¿la deja salir a la calle vestida de esta forma? —dijo, pasándose los convencionalismos por el forro.
El estupor tiene una consecuencia inmediata: el colapso intelectual y la demora en los tiempos de reacción. Doña Catalina quedó estupefacta. Tardó unos quince segundos en salir del trance.
—Mi marido, sépalo usted —consiguió articular—, ni pincha ni corta en lo que me pongo para salir a la calle; no es un celoso, retrógrado, controlador, como imagino a otros. Y no me gusta señalar.
—No, si puede estar tranquilo —respondió el hombre, con cierta displicencia—, porque parece usted una morcilla asturiana con patas.
—Pues mire, don Régulo —contraatacó ella, mientras salía furiosa del ascensor—, como usted es un pedazo de tocino, ya nos falta menos para la fabada. Que tenga un buen día y que le zurzan todo lo que sea posible.
Y retomando el trotecillo, todo hay que decirlo, levemente adiposo, salió de la finca, perdiéndose entre la gente, que apuraba el paso mirando al cielo, porque jirones de nubes negras, con pinta de buscar bronca, asomaban por el horizonte lejano.
—¡Caramba, cómo se ha puesto! —reflexionó don Régulo en voz alta, tratando de llamar la atención del portero, que pasaba la mopa para hacerse invisible—, pues no le he dicho más que la verdad, ¿no le parece, Juan?
A Juan de Dios Heredia Jiménez, de natural hablador, ocurrente y dicharachero, el vecino del 8º-C, su sola presencia, lo inclinaba al mutismo. Para él, oriundo de Utrera y de ascendencia gitana, aquel jambo era muy chungo y le daba burí.
—Qué quiere usted que le diga; uno está aquí, a lo suyo, dándole al trapo y no se entera de nada —trató que pasara el cáliz de cicuta lo antes posible—, cosas de doña Catalina, que a veces tiene unas salidas…
—Por cierto, Juan —cambió de tercio don Régulo, mientras desmochaba un paquete de güinston, tirando al suelo los restos de celofán—, tiene muy descuidada la limpieza, está todo lleno de porquería. Sepa que en la próxima reunión de vecinos voy a formular una queja severa contra usted. Luego no venga con letanías y lloriqueos.
A través de la vidriera impoluta de la puerta, era visible el trasiego de la gente que pasaba por la calle. Un perro se arrimó al alcorque y levantó la pata saludando, efusivo, al viejo plátano de sombra, que hacía las veces de centinela frente al edificio. El autobús, resoplando maldiciones, depositó en la acera su carga de humanidad.
—Yo le agradezco a usted, don Régulo, la advertencia. Ahora mismo doy otra vuelta con la mopa, no pierda cuidado —concedió, de mala gana, el subalterno, mientras su genética cañí se le desbordaba en un tórrido discurso interior—. «Mal fin tenga tu cuerpo, permita Undebel que te veas arrastrao como las culebras, que te mueras de hambre, que los perros te coman, que malos cuervos te saquen los ojos, que Tebleque te mande una sarna perruna por mucho tiempo, que tu mujer te ponga los cuernos y que mis ojitos te vean colgao de un pino, para que sea yo el que te tire de los pies».
Don Régulo tenía acceso directo a su despacho mediante ascensor privado. Hacía su entrada triunfal, despectivo, almidonado, desafiante, sin dirigirle la palabra a Sagrario, la veterana secretaria, ni devolverle la salutación de buenos días, que la mujer, educadamente, le dedicaba todas las mañanas.
—El orco está en la cueva, repito, el orco está en la cueva —susurraba, ella, a la bocina del teléfono, poniendo en marcha una cadena de comunicación, que alertaba del peligro al resto de trabajadores.
—Sagrario, que suba Sanmiguel a mi despacho —crepitó el interfono.
Alfredo Sanmiguel Biguria, departamento de riesgos internacionales; casado, dos hijos y una hipoteca, cargas que soporta dignamente, gracias a que Paqui, su mujer, trabaja de dependienta en Carrefour.
—Sanmiguel, compañero, lo siento —la voz de Sagrario tiembla levemente al otro lado de la línea telefónica—, se requiere tu presencia en la guarida. Sic transit gloria mundi.
La lividez cadavérica del rostro de Alfredo lo dice todo. López Melendo, que ocupa una mesa a su izquierda, no necesita preguntar nada, conoce esa sensación, sabe de la angustia, que oprime la garganta del compañero, del palpitar desbocado de su corazón. Sanmiguel reordena mecánicamente los papeles, hurtándole segundos al tiempo para retrasar lo inevitable. La llamada le ha descompuesto en el plano emocional, y también un poquito físicamente.
—¡Joder, Sanmiguel, guarro, qué peste! —protesta Lecumberri, el empleado que ocupa la mesa de su derecha.
—¡Hostias, Lecum —sale al quite López Melendo—, que lo han llamado de la lobera!
—¡Coño, tío, lo siento, no imaginaba yo…! —se disculpa el aludido, ruborizado por la metedura de pata.
Los tres: López Melendo a la izquierda, Sanmiguel en el centro y Lecumberri a la derecha, son como una alegoría del Calvario. Pero no hay forma de dilatar más el encuentro con la realidad y el ecce homo inicia su particular vía crucis, con la cruz a cuestas de su meteorismo intermitente, atravesando el pasillo, que forman las mesas de sus compañeros, cuyos rostros, velados por la aflicción, muestran la solidaridad compungida del rebaño, que asiste al sacrificio de uno de los suyos.
—¡No os solidaricéis todos a una, copón, que aquí no hay quien respire —es Ormazabal, el becario—, vaya peste!
—Vamos a ver, Sanmiguel —don Régulo se dirige al condenado sin mirarlo, con los ojos clavados en la bruñida superficie de su mesa—, creo recordar que ayer, sobre las dos de la tarde, más o menos, le encargué un informe exhaustivo, sobre el mercado del aluminio en Japón y su trascendencia en el Nikkey a la fecha. ¿Me equivoco?
—No, don Régulo, y estoy en ello, pero…
—No, no, no, nada de pretextos y tonterías, Sanmiguel —lo interrumpió, dando un puñetazo en la mesa—. Ese informe tenía que estar aquí a las ocho de la mañana. ¿Qué lo ha impedido?
El pobre Alfredo cargaba el peso de su cuerpo, alternativamente, sobre una pierna u otra y parecía un chiquillo asustado, buscando excusas que dar, al profesor más hueso del colegio, por no haber hecho los deberes.
—A las dos de la tarde, don Régulo, la bolsa de Tokio está cerrada —aventuró con voz temblorosa—, y no vuelve a abrir hasta las dos de la madrugada, hora de España.
A su modo de ver, la argumentación, era sólida, firme, incontestable y por primera vez, en mucho tiempo, se sintió seguro y satisfecho de sí mismo.
—Muy bien, Sanmiguel —el tono de voz pausado del jefe, hacía presagiar lo peor, como esa calma chicha, que precede a las tormentas más despiadadas—, la bolsa de Tokio abre a las dos de la madrugada, efectivamente. ¿Y me quiere decir usted —aquí el volumen comenzó a subir—, qué ha hecho durante esas seis horas?
El desconcierto se apoderó del reo, desbaratando la consistencia emocional que había logrado armar solo unos pocos segundos antes. Se sintió desfallecer.
—Don Régulo, la jornada laboral… —de nuevo fue interrumpido bruscamente por el orco.
—La jornada laboral empieza y termina cuando a mí me da la real gana —los ojos del dragón despedían fuego y sus puños aporreaban la mesa, como los mazos de un batán—, y la suya, incompetente, va a terminar, para siempre, dentro de diez minutos, como no tenga encima de mi mesa el puñetero informe. ¿Entendido?
—Sí, don Régulo, como usted mande, don Régulo, ahora mismo me pongo a ello, don Régulo; con su permiso.
Hacia las dos y media de la tarde, Juan de Dios rescataba la mopa del cuarto de las escobas y volvía a sacar brillo al suelo del portal; la puntualidad de la bestia era bien conocida por todo el vecindario y era mejor no provocar su enfado. A la hora exacta, como siempre, hizo aparición don Régulo; pasó sin saludar junto al portero y se encaminó al ascensor, que estaba esperando doña Anunciación, una anciana octogenaria, propietaria del tercero izquierda, que al ver aproximarse al indeseable vecino, atacó escaleras arriba, prefiriendo exponerse a un infarto, antes que compartir un espacio cerrado con aquel energúmeno.
—Rosario, cariñito, ya estoy en casa —canturreó Régulo mientras dejaba las llaves encima de la mesita del recibidor.
—¿Has traído el pan? —fue la respuesta, un tanto agria, de la mujer.
El dragón sufrió un sobresalto de lagartija, ya no tenía la prestancia de hacía unas horas, incluso en su boca apareció un rictus de preocupación.
—Pero yo no sabía… —inició una disculpa.
—¡Yo no sabía, yo no sabía! —explotó «cariñito»— ¿Es que te lo tengo que dar todo hecho, inútil? ¡Qué razón tenía mi santa madre, que en gloria esté! —la tormenta empeoraba por momentos— ¡No te cases con ese palo de escoba, que no sirve ni para eso! Me decía, la pobre.
—Pero palomita… —volvió a intentarlo el antiguo orco, ahora reducido a la condición de peluche recién sacado de la lavadora.
—¡Que no me llames paloma, te lo tengo dicho! —vociferó la arpía—, con el asco que me dan esos pajarracos asquerosos, casi tanto como tú, ¡asqueroso, que eres un asqueroso!
—Corazoncito… —alargó, tímido la mano, esbozando en el aire un amago de caricia.
—¡A mí no me toques, guarro, más que guarro —respingó la amante esposa—, que solo piensas en lo mismo!
—Pero amor mío —objetó la lombricilla asustada, en que se había convertido el feroz don Régulo—, si hace año y medio, que no lo hacemos.
—Exactamente, cuando comulgó mi sobrino Ricardito y porque me pillaste borracha, que si no, ¡de qué!
—Me bajo un momentito a por el pan —claudicó Regulín— volviendo a coger las llaves de encima de la mesita.
—¡Anda, anda, camastrón, vete y no vuelvas! ¡Pero Señor, cuándo te lo llevarás!
Con paso cansino, arrastrando los pies, don Régulo enfiló el portal hacia la calle. Juan de Dios, desde su garita, lo vio pasar, hizo un gesto con los dedos, como espantando a la bicha, y murmuró para sus adentros: «Que te habite el infierno, la lluvia te esquive y tu sed sea eterna. Que la luz no te toque y que, sabiéndote ciego, la imaginación se te niegue». Y siguió escuchando a La Terremoto de Orcasitas, en Radio Olé.
