La Chirla lleva toda la noche paseando la acera sin un «ahí te pudras». La cosa está chunga y la clientela escasa. Todavía chispea un poco, pero ha dejado de llover fuerte; será por eso que el mercado anda flojo. El Negro le ha prometido un par de hostias si volvía de vacío y a ella se le ha cerrado el ombligo con la perspectiva.
La humedad se le mete en los adentros, se agarra a los huesos y le duelen los pies y los riñones. Tiene frío. Las rumanas han encendido un fuego un par de esquinas más allá, pero no son muy de compartir, ni tan siquiera las miserias. En este negocio, la solidaridad no pasa de coger la matrícula del coche que la ocupa a una. Y no me entiendas mal, no se trata de cuidar unas de otras, es pura supervivencia, egoismo, por si la cosa acaba mal y hay que sacar a un hijoputa de las calles. A ninguna le gustaría ser la próxima.
«¡Dios, lo que daría por una piedra!», piensa mientras se aprieta con fuerza las costillas para sujetar los calambres. No se ha metido nada desde el mediodía y lo necesita. Busca refugio bajo la marquesina del Arlequín. El viejo cine dejó de funcionar hace mucho; ahora es un nido de ratas y albergue de vagabundos.
Pasa un coche despacio, iluminando con sus faros las gotas de agua que no dejan de caer. Es alguien conocido, fijo en la zona; la Chirla ha subido con él más de una vez, un tipo barrigón de pelo grasiento, que huele a sudor y cebolla rancia, pero la elección es un lujo que ella no se puede permitir. El hombre, a veces, comparte algo de hierba, no busca emociones fuertes y en noches como esta cualquier agujero es trinchera. El coche sigue su camino y la Chirla se maldice a sí misma; tenía que haber seguido a pie firme, aguantando el calabobos. Las rumanas se hacen con el botín. Arrecia la lluvia.
Apenas nota un roce de cartones a su espalda; «serán las ratas», alivia el miedo mientras patea el suelo para entrar en calor. Empieza a clarear. El horizonte va tomando tinte violeta allá por donde se adivina Ciudad Lineal. Las rumanas han dejado morir el fuego y van cerrando el negocio lentamente, una por una. La calle se vacía y a la Chirla, la amenaza del Negro le oprime el pecho. Siente a su espalda un gorjeo asmático que avanza hacia ella desde las entrañas del Arlequín. El calambre de las tripas se vuelve duro, mineral, le trepa a la garganta, que se ofrece al filo mellado de su destino, y el acero corta, rasga, mutila.
Una vez de niña, recuerda, alguien le regaló una muñeca de trapo rota, desecho de vertedero. Se le caía la cabeza y había que sujetarla con algo. Su madre la hilvanaba cada poco, pero siempre volvía a descoserse por el mismo sitio. «Así debía de sentirse aquel embutido de fieltro y serrín», piensa sujetando con sus manos la herida por donde se le escapa la vida. El sol escala peldaños por el horizonte y el miedo ya es prescindible.
Ha dejado de llover.

