
Tiemblan mis manos y los dedos, entumecidos por el frío tumulario, de otro mundo, que habita en mis entrañas, apenas son capaces de sostener la pluma y mucho menos de plasmar en signos escritos lo que siente mi corazón; pero es mi deber dejar constancia del terror que bulle en el oscuro fondo del abismo de locura en que se ha convertido mi existencia; un miedo viejo, atávico, ancestral, que siembra mis noches de horribles alucinaciones, cuyo eufemismo más cruel sería llamar pesadillas, cuando el sueño consigue hacerse triste hueco en la vigilia.
Llegado es el momento de entregar mi alma. El Ser lo sabe y se recrea aguijoneando mi ansiedad, en los escasos momentos en que me permite abandonar la opresiva catalepsia, que como una camisa de fuerza mantiene mi cerebro cruelmente lúcido, constreñido en la mazmorra de un cuerpo cautivo. Ya siento su hedor, la dulzona pestilencia a cadáver que le precede; escucho, aunque todavía lejano, el repugnante succionar de las ventosas de sus largos tentáculos y puedo ver con nitidez, si cierro los ojos, el viscoso rastro de baba corrosiva que va dejando tras de sí. Llega, lo presiento, mi tiempo se termina, por eso he de darme prisa; este manuscrito debe ser una advertencia, el legado que dejo a las generaciones futuras, una súplica desesperada para que den crédito a mis palabras y alejen su curiosidad de todo lo que se oculta en la tenebrosa neblina, emergentes del magma ponzoñoso en que aguardan los Dioses Primigenios el momento del regreso.
Yo he descendido a las profundidades oceánicas de R’lyeh y peregrinado a la tumba ominosa donde reposa Cthulhu, esperando el día en que las estrellas estén de nuevo en posición, para propagar su poder sobre la Tierra. He blasfemado: «Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn», invocando su abominable presencia y perdido la razón entre las sacrílegas páginas del libro herético surgido de la mente enferma del árabe loco Abdul Alhazred; la Biblia de Satanás, que el mundo conoce como Necronomicón. Para mí no hay redención, estoy condenado, eternamente. Sin embargo, tú, sea cual sea el credo que profeses, todavía puedes preservar tu alma de la maldición.
Más desconfía de todo y de todos, piensa en cómo y de qué manera ha llegado hasta ti este manuscrito, de qué manos lo has recibido, en qué taberna oscura o salón principesco tuviste conocimiento de su existencia, porque muchas son las formas que utiliza aquel cuyo nombre no debe pronunciarse para hacerse ver, sugerente, irresistible para sus presas. Escucha, caminante, mis palabras, prepara tu espíritu para el amargo destino que le tiene deparado el Innombrable e invoca la protección de Azathoth, el que todo lo puede, señor de todos los mundos, primero entre los Dioses Exteriores, porque solo él está en disposición de amparar a la humanidad de la maldición de Cthulhu.
En el principio fue el verbo y será, sí, la palabra escrita, el vehículo que lleve al mundo la historia de mi locura.
En febrero de 1973, coincidiendo con el cincuenta aniversario de la apertura de la tumba de Tutankamon, publiqué con gran éxito mi libro The Curse of King Tut, en el que daba un extenso detalle del trabajo realizado por Howard Carter, desde que en 1907 fuera invitado a excavar en el Valle de los Reyes, bajo el patrocinio de George Herbert, conde de Carnarvon, hasta noviembre de 1922, en que su equipo dio con la sepultura del efímero faraón, que tardaría más de tres mil trescientos años en alcanzar la notoriedad y grandeza que su tiempo le negó.
No fue mi primer éxito de ventas, el nombre de Aaron Llywelyn era familiar para los lectores, pero sí, con diferencia, el que más beneficios económicos había obtenido. Tras una quinta reedición y dado el interés que el público seguía mostrando por todo lo que tuviera que ver con el rey niño, mi editora, Amelia Sutherland, sugirió que escribiera una segunda parte, enfocada al misterio y la superstición que rodeaban el descubrimiento de Carter, para cubrir la demanda de unos lectores solo interesados en alimentar su morbo. Aunque reacio, por escéptico, a este tipo de literatura fraudulenta, el sustancioso anticipo económico que recibí por el encargo fue argumento suficiente para vencer cualquier escrúpulo y me puse a la tarea con la máxima dedicación.
Pronto comprendí lo poco que podía dar de sí la veta del supuesto maleficio de la momia. El fallecimiento de lord Carnarvon, cinco meses después del descubrimiento de la tumba, avivó la leyenda, aunque era conocido por todos, que el viejo conde llevaba años arrastrando una salud precaria. De las cincuenta y ocho personas que estuvieron presentes en la apertura de la cripta y el sarcófago, únicamente ocho murieron en los doce años siguientes, aunque la prensa sensacionalista de la época explotó el filón de tal forma, que llevó a sus lectores a creer que la venganza del faraón había caído sobre la tierra como una plaga bíblica; hasta se llegó a relacionar la muerte de Susie, la perra de Carnarvon, con el hechizo faraónico a pesar de que el animal nunca pisó Egipto.
Con pocas esperanzas de encontrar nuevas fuentes de documentación, volé a El Cairo en la primavera de 1974. Un contacto de mi editora en la agregaduría cultural de la embajada británica, me puso tras la pista de un tal Thaamir el-Kaber, controvertido personaje, de origen libanés, pero con pasaporte británico, doctor en historia antigua por la universidad de Praga, medio aventurero, medio arqueólogo y especializado en los ritos funerarios del antiguo Egipto. Su reputación como investigador, era muy discutida por la comunidad académica, ya que parecía seguir líneas de trabajo bastante alejadas de la ortodoxia tradicional.
Con semejante tarjeta de presentación, esperaba encontrarme con una especie de Lawrence de Arabia, de mediana edad, atlético y curtido por el sol del desierto —por aquel entonces, el doctor Thaamir el-Kaber debía tener algo menos de cincuenta años—, pero el personaje que estaba sentado frente a mí, en una mesa del antiguo café El Fishawi, era un anciano macilento, de mirada huidiza y febril, ataviado a la europea, con un traje negro, gastado y sucio, que se cubría la cabeza con el fez tradicional y sostenía entre sus agitadas manos un vaso de té.
La conversación que mantuvimos, si puede llamarse así, fue un cúmulo de incoherencias sobre pretendidas amenazas cósmicas, secretos escondidos en los tesoros reales y la inminencia del total aniquilamiento de la raza humana, provocado por el resurgir de un culto sacrílego, profetizado, según él, por crípticos mensajes ocultos en las estelas funerarias de los enterramientos faraónicos, los textos del Libro de la Emergencia a la Luz, ―comúnmente conocido como Libro de los Muertos―, y las páginas del no menos famoso y enigmático Necronomicón, muy presente en círculos esotéricos, supuestamente maldito y al que pocos iniciados parecían tener acceso.
Hablaba, Thaamir en voz muy baja, entrecortada por el miedo y casi susurrando las palabras, mientras lanzaba a su alrededor miradas furtivas, que parecían buscar amenazas ocultas por todo el local. Tras un corto espacio de alterada conversación y en medio de una de esas barridas oculares se puso tenso, su rostro, pálido de por sí, adquirió una lividez cadavérica, rebuscó nerviosamente en los bolsillos, dejó un sobre encima de la mesa y se levantó precipitadamente de la silla.
—No puedo quedarme más tiempo, he de irme, le ruego que no saque conclusiones precipitadas de cuanto acabo de confesarle. Por favor, lea atentamente el contenido de este sobre y espere noticias mías. Sé que se hospeda en El Tahir, me pondré en contacto con usted en un par de días. Con sus propios ojos, será testigo de que cuanto le he dicho responde a una terrible y estremecedora realidad.
Sin darme tiempo a reaccionar, salió precipitadamente del local, dejándome con la incómoda sensación de que había perdido la mañana y que el doctor Thaamir el-Kaber, no era más que uno de los muchos locos fantasiosos, víctimas del embrujo atractivo que emana de las leyendas del antiguo Egipto. Puse el sobre en mi bolsillo, apuré mi café turco y salí al bullicio colorista, el caos y la magia del Khan El-Khalili, abandonando el mercado en dirección a la Mezquita de El Hussein. Se estaba haciendo tarde, los puestos de comida callejera engalanaban la brisa con todo tipo de aromas sugerentes, las tripas habían llamado a sexta mucho tiempo atrás y el cuerpo comenzaba a reclamar atención.
Volví al hotel desalentado por el fracaso de la entrevista y tras almorzar algo ligero en el restaurante, subí a mi habitación con el propósito de descansar un poco y organizar las ideas. Abrí el sobre que me había entregado Thaamir y encontré dentro unas páginas escritas con caligrafía apretada y pequeña, pero legible. Sentado frente al menguado escritorio me dispuse a leer su contenido. Decía así:
Nadie en El Cairo, doctor Swulzert da crédito a mis advertencias —estaba claro que Thaamir me había confundido con otra persona o que el personaje formaba parte de su desquiciado imaginario—, la comunidad científica me tacha de loco, paranoico, desequilibrado, siendo, ¡pobres infelices!, ellos los insensatos. He consumido mi vida en años de estudio riguroso, de exposición a peligros que la mente humana es incapaz de imaginar y contaminado mi alma con el hedor pútrido que acompaña a la blasfemia cósmica. Todo ha sido en balde, la imprudente vanidad de los hombres, su arrogancia despectiva, la ceguera que produce su torpe ilusión de saberlo todo, han fortalecido al que sueña bajo las aguas, en la ciudad de R’lyeh, esperando el día de su liberación, que será el principio del fin de la humanidad.
La maldición de Cthulhu comenzó a fraguarse en mí hace ya muchos años, en la primavera de 1961, cuando colaboré con el doctor Julius Müller, profesor de historia antigua en la Universidad Libre de Berlín, en la excavación de tres tumbas en Al Ghoreifa, en la región de Minya, a 300 kilómetros al sur de El Cairo. Realmente era un solo hipogeo en el que descansaban tres sarcófagos de madera, bellamente ornamentados y en magnífico estado de conservación. La traza artesanal de su construcción los ubicaba cronológicamente en la XVIII Dinastía, con mucha probabilidad de coincidir con el reinado de Horemheb.
Casi con toda seguridad pertenecían a la misma familia o habían tenido alguna relación muy estrecha. Por los conos funerarios supimos que las momias eran de una mujer, Heket, y dos hombres, Urshu y Aswad, aunque solo este último iba a jugar un papel en el desarrollo posterior de los acontecimientos. La clase de enterramiento hablaba de personas influyentes, pero los profanadores de tumbas habían dejado poco material para hacer posible una reconstrucción de sus vidas, solo las inscripciones jeroglíficas de los respectivos sarcófagos y los sellos de arcilla permitían poco más que conocer sus nombres. El resto del hallazgo lo constituían trozos de papiro con pasajes del Libro de los Muertos, vasijas que habrían contenido alimentos y algunos utensilios de uso diario en el Imperio Nuevo; objetos que, a pesar de su valor arqueológico, no arrojaban más luz sobre la historia de aquellas momias.
A finales de verano terminó el permiso de excavación del doctor Müller; los tres sarcófagos y todo el material descubierto se encontraban ya, con un permiso especial, en los sótanos del Pergamonmuseum de Berlín y hacia allí partió todo el equipo; yo permanecí en El Cairo porque tenía previsto colaborar en los trabajos que estaba llevando a cabo en la tumba KV23 del Valle de los Reyes, el Departamento de Historia de la Universidad de Sao Paolo, dirigidos por la profesora Elizabeth Galvão.
No fue hasta finales de diciembre, que recibí un telegrama del doctor Müller rogándome que me reuniera con él lo antes posible en Alemania; al parecer había hecho un importante descubrimiento al estudiar el voluminoso rollo de papiro hallado en el sarcófago que guardaba el cuerpo de Aswad, que resultó ser un destacado sacerdote de Thot.
Los trabajos en la KV23 se prolongarían durante mucho tiempo más, años; mi compromiso con la Universidad de Sao Paolo era solo testimonial y la urgencia con que Müller me requería provocó mi interés; me despedí de la profesora Galvão, regresé a El Cairo para poner en orden mis asuntos personales y a mediados del mes de enero de 1962 volé a Berlín.
El doctor Müller que me recibió en el aeropuerto de Berlín-Brandeburgo, recordaba levemente al que yo había conocido en El Cairo unos pocos meses antes; el de ahora había envejecido notablemente, sendas bolsas violáceas colgaban bajo sus ojos, que parecían febriles, inquietos, asustados; tras interesarse brevemente por mi viaje y unas pocas fórmulas protocolarias de saludo, nos dirigimos al aparcamiento, donde nos esperaba su coche y durante el trayecto hasta la residencia de profesores en la universidad, que es donde me iba a alojar durante mi estancia en Berlín, me fue poniendo al corriente de sus avances en el estudio de las momias de Al Ghoreifa y más en concreto del rollo de papiro encontrado en el sarcófago de Aswad; en una primera instancia creímos se trataba del Libro de los Muertos, que acompañaba al más allá a la élite que se podía permitir pagarlo, sin embargo, según el arqueólogo alemán, nuestro papiro no era lo que suponíamos, al menos no en la forma establecida por los ritos funerarios del Imperio Nuevo.
El rollo medía, extendido, cerca de quince metros de largo y estaba dividido en dos partes bien diferenciadas: la primera, compuesta por jeroglíficos y escritura hierática, se asemejaba al libro ritual funerario acostumbrado, pero solo porque rogaba la protección de la divinidad, para permitir que Aswad alcanzase la inmortalidad, pues no pedía la intercesión de ninguna deidad del panteón egipcio, sino que invocaban el amparo de unos desconocidos hasta entonces Dioses Exteriores, para impedir que Ekeltu-Alu, una especie de terrorífico genio del mal, se apoderase del alma en tránsito, para mortificarla con terribles e inimaginables castigos por toda la eternidad.
La segunda parte del rollo no presentaba signos de ninguna escritura antigua conocida, más bien parecía responder a una especie de código binario; una solución que tanto el doctor Müller como yo descartamos de inmediato, porque además de ser imposible que en ese momento de la historia se hubiera desarrollado un conocimiento parecido, la presencia en todo el documento de tan solo un símbolo, era por sí misma incompatible con un sistema binario. Se componía de una sucesión de puntos, exactamente iguales, distribuidos en grupos que dibujaban formas similares al braille actual.
La comprensión de los jeroglíficos que decoraban templos, objetos y tumbas del antiguo Egipto fueron indescifrables hasta que el ejército de Napoleón sacó a la luz la piedra de Rosetta, en nuestro caso carecíamos de un referente similar. Sin embargo, durante los dos últimos meses, herr Müller había estado investigando textos relacionados con cultos antiguos, que todavía hoy seguían siendo objeto de estudio, cuando no de credo, en determinados colectivos religiosos, sociedades teosóficas y sectas herméticas. Gracias a este trabajo de campo, el viejo profesor había conseguido descifrar, parcialmente, algunos pasajes del papiro de Aswad, pero para ello tuvo que penetrar, según sus palabras, en un conocimiento herético, que le había dejado profundas secuelas, tanto físicas como mentales, lo que se correspondía con el deplorable aspecto que presentaba.
Sufría frecuentes alucinaciones, me dijo, no encontraba descanso en dormir porque sus ensoñaciones eran una sucesión de horribles pesadillas, en las que sufría el castigo de verse encerrado en vida dentro de un sarcófago, como los que descubrimos en la región de Minya, sin posibilidad alguna de realizar el más mínimo movimiento, constreñido en un angustioso sepulcro impenetrable a la luz. Era tan grande el terror que le infundían aquellos delirios, que había recurrido a las drogas para prolongar su vigilia y eso lo mantenía en un estado mental cercano a la locura. Se sentía vigilado, perseguido, constantemente amenazado por un poder oculto, que acechaba en la sombra, esperando el momento propicio para acabar con su vida y apropiarse eternamente de su alma inmortal.
Con estas preocupantes revelaciones llegamos a la residencia de profesores; el doctor Müller me acompañó hasta que estuve instalado en mi habitación y se retiró para que descansara, quedando en venir a recogerme a primera hora del día siguiente. Nunca más volví a verlo con vida. Por la mañana, cuando le esperaba para ir juntos a las dependencias de la universidad, recibí la noticia de que había muerto durante la noche; todavía se desconocía la razón, pero todo apuntaba a causas naturales porque no había signos externos de lucha o agresión alguna y el domicilio tampoco había sido allanado; la asistenta que trabajaba para el doctor Müller descubrió el cadáver en su cama, desnudo, con los brazos cruzados sobre el pecho, como protegiéndose de algo, y una horrible expresión de miedo congelada en la cara. Superada la primera impresión, avisó a los servicios de emergencia, que se hicieron cargo de todo.
Como ocurre en estos casos, hubo una investigación, breve, pues los hechos no parecían tener un origen criminal, y se le practicó la autopsia al cadáver, que no pudo aportar datos concluyentes sobre el fallecimiento, porque si bien hubo paro cardíaco, evidentemente, no fue provocado por un infarto o cualquier otro tipo de percance de esas características; tampoco se hallaron restos de sustancias tóxicas en su organismo y, según el informe del forense, Julius Müller gozaba de un excelente estado físico. El dictamen médico fue de fallecimiento por muerte súbita y el caso quedó cerrado.
Al carecer de parientes conocidos, la universidad se hizo cargo de los documentos y estudios académicos del doctor y entre todo el material acumulado en su despacho, había dos cajas de tamaño considerable, identificadas con la siguiente etiqueta: «Al Ghoreifa / Aswad, sacerdote de Thot / Doctor Thaamir el-Kaber», que me fueron entregadas.
Todo el material recuperado del hipogeo de Al Ghoreifa, incluido el rollo de papiro, sería devuelto a las autoridades egipcias y mi estancia en Alemania ya no tenía razón de ser; así que me procuré pasaje en un avión con destino a El Cairo, facturé la voluminosa herencia recibida y volé de regreso a casa, sin saber que en aquellas cajas viajaba conmigo el principio de mi aniquilamiento personal, la fuente de mi locura, el gélido aliento de la muerte, el origen de toda blasfemia, la ruina de la humanidad, el apocalipsis anunciado por los profetas; ni más ni menos que la maldición de Cthulhu.
No puedo contarle más por ahora, doctor Swulzert, me pondré en contacto con usted en unos días, lo antes posible, pues, aunque mi causa está irremediablemente perdida, creo que puede ayudarme a salvar a la humanidad de la terrible venganza cósmica, que ese engendro demoníaco ha madurado durante milenios.
Ma’assalama, profesor, que Azathoth guíe sus pasos.
Confuso y sin saber a qué atenerme, decidí que lo mejor sería esperar a un nuevo contacto con el profesor que me permitiera echar algo de luz sobre lo que en ese momento se me antojaba un mero despropósito. Guardé la carta y me dispuse a descansar un poco.
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