
Definitivamente, el doctor Thaamir el-Kaber no dejaba de ser un personaje pintoresco, por no decir que mentalmente inestable, esa carta no hizo más que confirmar la primera impresión que me causó tras nuestra entrevista en el café El Fishawi, y dudaba que pudiera sacar de su ayuda algún material mínimamente aprovechable; sin embargo, dado el carácter poco riguroso, técnicamente hablando, del encargo editorial que me había traído hasta El Cairo y considerando el alto grado de paranoia que padecía el doctor, supuse que podría serme de alguna morbosa utilidad su contribución; el público al que iría destinado mi libro disfrutaba con ese tipo literatura fantástica, que entrevera mitos y supersticiones, con alguna que otra verdad científica.
Comenzaba a declinar la tarde. Desde la ventana de mi habitación podía ver, en la distancia, la cúpula de la mezquita de Mehmet Alí Pasha, robándole al sol los últimos alientos del día, para embellecer sus placas de alabastro con pinceladas de oro. En los minaretes se activaba la megafonía para que el muecín pudiera convocar a los fieles a la Isha’a, la oración de la noche. Toda la sugerente magia oriental, se me ofrecía, tentadora, al otro lado de la vidriera. Salí del hotel; la temperatura era agradable y la plaza Tahir rebosaba de animación. Anduve por las calles aledañas dejándome atrapar por el embrujo de los faraones. En un puesto de comida ambulante me hice con un par de pinchos de kofta demasiado aromatizados para mi gusto; afortunadamente, la complicidad de una botella de cerveza consiguió armonizar mi cena. En la terraza de un café, cercana al hotel, me ofrecieron un trocito de baklava, que saboreé lentamente, acompañado por un té negro con hojas de menta shai.
La noche, ya cerrada, traía en la brisa historias fantásticas de antiguos esplendores; me encontraba a gusto viendo pasar a la gente, escuchando sus voces, en un idioma que dominaba a la perfección, pero al que el hechizo del momento le daba una musicalidad especial. Al otro lado de la calle, un corrillo de cuatro ancianos, sentados en sillas de anea, disfrutaba una amena conversación compartiendo el narguile. En alguna parte, alguien estaba escuchando música tradicional: el oud cabalgaba sobre la alfombra mágica del mizmar, mientras nay, la flauta de caña, tejía una estela de plata en la noche cairota y todo el conjunto bailaba al frenético ritmo que imponía una electrizante darbuka. Cerré los ojos dejándome llevar por todas aquellas sensaciones y supe que era feliz, un hombre afortunado, la vida me sonreía, ni una nube ensombrecía el horizonte de mi futuro.
De qué frágil elemento está compuesta la dicha del ser humano, tan efímera y evanescente como las volutas de humo del narguile.
La incómoda chicharra del teléfono me sacó del sueño a la mañana siguiente; Edward Hall, mi contacto en la agregaduría de cultura de la embajada británica, tenía una noticia desagradable e inesperada que darme: el doctor Thaamir el-Kaber, había sido encontrado muerto en la azotea de su casa, una pequeña propiedad de dos plantas, ubicada en un callejón sin salida del barrio copto. En el cuerpo no había signos de violencia, tampoco la casa parecía allanada y todos los accesos estaban cerrados por dentro. La primera impresión de la policía fue que se trataba de una muerte natural; algo que la autopsia confirmaría más tarde, descartando cualquier otra causa.
Llegados a este punto, la investigación se redujo a mera burocracia: me llamaron a declarar, ya que al parecer fui la última persona que vio a Thaamir con vida; conté todo lo que sabía del personaje, que era más bien poco.
La carta que me diera en el café El Fishawi, más concretamente la mención al desconocido doctor Swulzert, provocó curiosidad en el inspector que llevaba del caso, pero el interés fue pasajero y como no tenía demasiado empeño en complicarse la vida más de lo necesario, todo acabó con un protocolario informe administrativo para el juez, que, ante los hechos presentados, dio por cerrado el caso.
En el interior de la casa había pocos objetos de valor para las autoridades egipcias: fragmentos de cerámica, algún cono funerario y un par de shabtis de barro, material que fue inmediatamente incautado para engrosar las toneladas de pequeños tesoros arqueológicos, que duermen un segundo sueño eterno en los sótanos del Museo Egipcio. El resto de enseres, al tratarse de un ciudadano británico, fueron puestos a disposición de la embajada, lo que me permitió acceder a la biblioteca y los archivos del malogrado doctor; un desbarajuste de papeles manuscritos y libros de las más diversas temáticas, que complicaba mucho cualquier selección. Sin embargo, de alguna manera llamó mi atención la presencia de dos cajas de tamaño medio, repletas de caótica documentación, etiquetadas con la siguiente leyenda: «Al Ghoreifa / Adoradores de los Primigenios / شياطين Shayatin / Asura / Nεκρονομικόv / العزيف».
Con el beneplácito de las autoridades británicas, deseosas de quitarse de encima semejante legado, junto con un buen montón de cuadernos y abundante papelería, hice un lote que facturé con destino a Inglaterra y di por terminada mi estancia en El Cairo, para regresar a mi confortable refugio de Plymouth, ajeno a la infecciosa plaga que acechaba en aquellos baúles.
Pasé todo el verano clasificando papeles y con las primeras nubes del otoño asomando ya por Catedown, el majestuoso estuario del río Plym, me puse a la tarea de intentar darle sentido a todo aquel rompecabezas. La documentación, manuscrita en su mayor parte, era un galimatías mental similar a lo que el doctor Thaamir plasmó en el escrito que me entregó durante nuestra breve entrevista en El Cairo: extrañas visiones, mensajes apocalípticos y enloquecidas tramas conspiranoicas, que tenían como objetivo la destrucción de la humanidad.
Pero también había un trabajo muy riguroso de investigación, comenzado en Berlín por el doctor Müller, que se centraba en la interpretación de la segunda parte del papiro encontrado por ambos en la excavación de Al Ghoreifa. La singularidad del código, en absoluto comparable con cualquiera de las formas de escritura antigua conocidas, hacía el documento único, con un enorme valor arqueológico y potencialmente indescifrable, dada la ausencia de referentes simbólicos. Sin embargo, Müller había conseguido avances significativos en ese terreno, al descubrir una similitud entre esa escritura y la codificación que utilizaban en sus crípticos escritos los Caballeros de la Orden del Templo de Hasmoday. Una extravagante conexión, que merece ser explicada.
El 12 de octubre de 1888, en el patio de la prisión de Cardiff, era ejecutado en la horca, el reverendo Jeremia Walker, autor confeso del asesinato ritual de quince prostitutas entre la primavera de 1883 y finales de 1887; antiguo pastor de la iglesia presbiteriana de Gales y Gran Maestre de la Orden del Templo de Hasmoday. Junto a él fueron igualmente ahorcados siete de los trece frates milites que formaban el Capítulo de la orden, los demás, junto con un gran número de adeptos destacados, terminaron sus días en prisión y la hermandad disuelta. Todo su patrimonio material fue confiscado por el Estado, pero gran parte de sus fondos documentales, libros y archivos permanecieron ocultos, custodiados en la clandestinidad por fieles al templo, hasta que, en 1890, una importante mayoría de ellos se integró en la recién creada Orden de la Rosa-Cruz del Templo y del Grial, que fundara Josephin Aimé Péladan.
Julius Müller, además de doctor en historia antigua y arqueología, por sus elevados conocimientos académicos en los ritos funerarios egipcios, esenciales para comprender el sentido de la justicia divina después de la muerte, era grado 31° de la Gran Logia Unida de Alemania y, consecuentemente, mantenía vínculos estrechos con otras organizaciones de carácter secreto; en este caso determinado, con la Rosa-Cruz del Templo y del Grial, que custodiaba un enorme archivo de libros antiguos, documentos y manuscritos, pertenecientes a culturas anteriores incluso a la egipcia.
La colaboración con los rosacruces permitió al alemán acceder a tabillas con una antigüedad de 4500 años A.C., escritas en un código de puntos, diferente a cualquier otra forma de comunicación de la época. Pertenecían al periodo El Obeid y probablemente obra de una civilización perdida, quizá una migración de nómadas, que llegaron a Mesopotamia procedentes de los montes Zagros. La existencia de ciudades del neolítico de nueve mil años de antigüedad, con estructuras sociales y culturales bien definidas, como Çatalhöyük, en la cercana Anatolia, hacía posible pensar en el desarrollo de sistemas de escritura propios, anteriores en muchos siglos a las cuneiformes mesopotámicas.
Pero lo que hizo al doctor Müller avanzar en la comprensión del código de Aswad no fue el estudio de este material, de un valor arqueológico increíble, sino perderse entre los anaqueles de la fabulosa biblioteca esotérica, cuyo frontispicio presidía un Baphomet tricéfalo sin duda de ascendencia templaria, que custodiaban los rosacruces en los sótanos del Château des Moines, a orillas del Saona, cerca de la ciudad de Lyon. Allí se le hizo visible la profecía, tuvo acceso a misterios que jamás debió alcanzar, una sabiduría pagana que solo engendra dolor, devastación y muerte, nacida de ese pithos de Pandora que es el Nεκρονομικόv, العزيف en su idioma original, el Necronomicón.
Según pudo descifrar, con la ayuda del libro sacrílego, esa parte del papiro no era un simple compendio de oraciones y conjuros, destinados a conseguir el tránsito placentero del alma hacia la vida eterna, sino un oráculo profético, que anunciaba, con rigor y detalle, todos los grandes males venideros de la humanidad: guerras, desastres presuntamente naturales, epidemias, plagas, hambrunas, destrucción y muerte, que se producirían sin remedio a lo largo de los siglos, hasta su definitivo aniquilamiento; un destino cruel, motivado por la sola intervención y voluntad de Ekeltu-Alu la deidad maligna, el que Nunca Debe Ser Nombrado, el todopoderoso, la bestia universal; una maldad cósmica sedienta de sangre, despiadada y vengativa, ante la que se humillan, vencidas y temerosas, todas las divinidades conocidas, sea cual sea su dogma.
Poco más pude entresacar de las notas y abundante documentación escrita, que el doctor Thaamir el-Kaber, amontonaba en su casa del barrio copto; la copia del rollo de papiro de Al Ghoreifa, salvo en su parte de escritura jeroglífica, seguía constituyendo un enigma; aquel código de puntos, que con ayuda de Julius Müller y del Necronomicón parecía haber descifrado antes de morir, era un arcano inescrutable para mí. Pero estaba escrito que mi destino tenía que fundirse con el pecado astral; sin saberlo, había penetrado en el círculo abominable del sacrilegio pagano, allí donde reina todopoderoso el Innombrable; mis dedos habían rozado la maldición de Cthulhu, estaba contaminado por su herejía y eso se purga con un castigo peor que la muerte.
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