
El día amaneció gris. Rasgados jirones de niebla surgían de las cabrilleadas aguas de Sutton Harbour, como si fueran las almas atormentadas de los marinos muertos en el mar de los celtas: mercaderes, piratas, pescadores, que emergían vindicativos desde las profundidades donde dormían sus pecios. Bardas de mal agüero ponían estolas de luto en el horizonte atlántico y el viento gemidos de plañidera en los resquicios de las ventanas.
A pesar del arduo trabajo de clasificación realizado, los documentos que tenía ante mí no dejaban de ser un caos de leyendas antiguas, dioses de otros mundos y profecías apocalípticas, que nada aportaban al propósito de cumplir con el encargo de mi editora. Cierto es que había descubierto una enorme cantidad de material para historias futuras, aunque la fantasía o la ciencia ficción no eran estilos que me resultaran especialmente atractivos, pero nada relativo a Tutankamón o al supuesto maleficio que tanto interés suscitaba entre el gran público.
Estaba bloqueado, no tenía nada nuevo que aportar al relato morboso, ya suficientemente exprimido por la prensa sensacionalista y otros escritores especializados en este nicho de mercado. Dejé que mis pensamientos se perdieran en la plomiza perspectiva del estuario, mientras apuraba el último sorbo de café turco, al que me había aficionado durante una breve estancia en Estambul, la forma litúrgica con que se elabora, el cezve tradicional, su aroma y fuerte sabor me convirtieron en un adicto. Unos suaves golpes en la puerta me sacaron del ensimismamiento lúgubre en que me hallaba.
—Hay un caballero en la entrada que pregunta por usted, Aaron.
Mi vecina, la señora Harrison, complementaba su pensión de viudedad haciendo para mí de ama de llaves, cocinera, administradora, enfermera, secretaria y, no pocas veces, confidente.
—¿Conocemos su nombre, señora Harrison?
Era una mujer sencilla, tratable y con sentido del humor, por eso me permitía bromear con ella en muchas ocasiones.
—¡Pues claro, no creerá que me he vuelto mema de repente! —simuló indignarse con la pregunta—, el caballero dice llamarse doctor Günter Swulzert y no es de por aquí, a juzgar por su fuerte acento extranjero.
No conocía al doctor Swulzert, de eso estaba seguro, pero en alguna parte había oído ese nombre, me resultaba familiar, aunque no era capaz de situarlo en el tiempo y en el espacio.
—Muchas gracias, Olivia, hágale pasar a la sala, bajaré enseguida.
Mientras buscaba una ropa más adecuada para recibir visitas, no hice otra cosa que esforzarme en recordar dónde me había topado con el apellido Swulzert; tras un breve rato de esfuerzo mental sin lograrlo, elegí una vieja, pero cómoda americana de tweed y bajé a reunirme con el enigmático forastero. Lo encontré en la sala, de espaldas a la puerta, examinando con interés algunas fotografías de actos protocolarios: entregas de premios, presentaciones de libros, homenajes, que tenía expuestas en la repisa de la chimenea. Al notar mi presencia se dio la vuelta y, sonriente, se acercó con la mano derecha tendida en actitud de saludo.
—Herr Llywelyn, permítame presentarme: mi apellido es Swulzert, doctor Günter Swulzert, adjunto a la cátedra de historia antigua en la Universidad de Leipzig, responsable de su departamento de arqueología y estudioso de la protohistoria, una disciplina apasionante, créame, que bucea en los orígenes de la humanidad. El estudio de las civilizaciones perdidas nos pone en contacto con viejas creencias, leyenda que son la base de tradiciones religiosas que todavía persisten hoy en día como la creación, el paraíso, el diluvio, todas tienen su origen en esa enigmática edad, una investigación apasionante, a mi modo de ver y que en cierta medida compartimos.
La rotundidad de los títulos con que se presentó, enfrentados al cariz que estaba empezando a tomar su monólogo, me hizo dudar sobre si me encontraba, o no, ante otro charlatán delirante como Thaamir el-Kaber. Pero fue al rememorar el breve encuentro que tuvimos en café El Fishawi de El Cairo y la extraña carta que me entregó antes de morir, cuando se hizo la luz en mi memoria y reconocí en el hombre que tenía delante, al destinatario real de aquella misiva.
No era, pues, el doctor Swulzert un personaje creado por el delirio de un loco, sino alguien real, con una hoja de servicios notable, según se deducía de sus palabras, relacionado con el mundo antiguo, sus costumbres, rituales y creencias, que por alguna extraña razón estaba al corriente de mi trabajo y se había tomado la molestia de cruzar Europa para encontrarse conmigo.
Naturalmente, sentí la necesidad de conocer los motivos de aquella visita y aparcando cualquier escrúpulo anterior que pudiera haber tenido con respecto a él, con un gesto sugerí que tomáramos asiento junto a la chimenea, que la señora Harrison, con la eficiencia que le era característica, mantenía encendida. Nos acomodamos en las dos hospitalarias butacas de biblioteca estilo georgiano, compradas en una tienda de antigüedades de Liverpool durante la gira de presentación de mi primer libro, The uncrowned queen —una biografía novelada de María Estuardo con la que logré hacerme un hueco en el mundo editorial—; unas sólidas poltronas condenadamente británicas, pensadas para soportar veladas prolongadas, y yo tenía el pálpito de que esta iba a ser una carrera de fondo.
—Me temo que he de pedirle disculpas, doctor Swulzert, pues obra en mi poder una carta dirigida a usted, que el malogrado Thaamir el-Kaber me entregó por error en El Cairo. Supuse que la alusión a su persona era una incoherencia más en su discurso, una especie de alucinación creada por el delirio de un loco; pero es evidente que estaba equivocado.
La señora Harrison entró en la sala con dos copas de oporto y un plato de galletas saladas, que depositó sobre la mesita de centro, al alcance de nuestra mano.
—No se culpe, herr Llywelyn, Thaamir tenía una personalidad… yo diría que infrecuente. Muchos lo consideraban un excéntrico imprevisible, disparatado, de poco fiar, sobre todo en círculos donde la ortodoxia científica es dogma de fe. Pero había que conocerlo, créame, detrás de esa apariencia confusa se escondía un trabajador incansable, metódico y riguroso —golpeó con el puño la palma de su mano, como para reafirmar lo que estaba diciendo—. Cuando usted se entrevistó con él estaba muy agobiado y tenía motivos para ello; una grave amenaza lo acorralaba, enemigos poderosos lo vigilaban día y noche, temía por su vida y, desgraciadamente, los hechos le dieron la razón.
Se inclinó sobre la mesa para alcanzar su copa, tomó un breve sorbo, se detuvo un instante contemplando el vino con aprobación y volvió a dejarla en su sitio.
»Excelente brebaje, herr Llywelyn. En fin, no pienso que Thaamir lo confundiera conmigo, su delirio no podía estar a un nivel semejante; considero que se la dio para preservarla de otras manos, no deseaba que cayera en las de quienes lo perseguían; quizá esperaba recuperarla en unos días, si volvían a encontrarse o que si no era posible, como así fue, yo haría por seguirle la pista. Como le digo, no era un necio.
Para un escritor, la conversación comenzaba a tener interés profesional; no olvidemos que este doctor Swulzert, presuntamente era el mismo al que hacía referencia la carta de El Cairo; un hombre con responsabilidades académicas reales, al parecer estudioso aventajado en una materia tan hermética como la protohistoria —algo todavía más misterioso e impreciso que la propia historia—; el relato estaba aromatizado con culturas perdidas, ritos paganos, dioses de otros mundos, sociedades secretas: templarios, rosacruces, logias masónicas…; además, todo apuntaba a que las muertes repentinas de dos personas involucradas en la trama, Julius Müller y Thaamir-el-Kaber, no habían sido todo lo naturales que podrían parecer. Mi primera impresión había sido correcta: la velada tenía que ser, necesaria e irremediablemente, prolongada.
—Disculpe, doctor, ¿puedo sugerirle que nos acompañe en el almuerzo? A buen seguro que la señora Harrison tendrá preparado alguno de sus estupendos guisos, que inevitablemente quedan en el recuerdo de quien los prueba.
—¡Sopa de puerros y faggots! —gritó desde la cocina. Aquella mujer tenía un oído de espía y no se le escapaba absolutamente nada de lo que ocurría en torno a ella.
—¿Le gustan las albóndigas de riñones de cordero, herr Swulzert?
—Llámeme Günter, se lo ruego, y sí, seguro que estarán deliciosas. Pero no me gustaría ser inoportuno, entiéndalo.
Hice un gesto con la mano quitándole importancia al comentario, me levanté del sillón y anduve un par de pasos hasta el minibar, para hacerme con la botella de oporto; rellené las copas.
—Seremos tres a la mesa, Olivia, si no le importa —la señora Harrison y yo almorzábamos juntos, siempre que esto era posible, y los dos estábamos fuertemente apegados a las tradiciones.
La comida resultó entretenida y Günter nos enseñó su faceta de comunicador divertido, contando anécdotas de las que fue protagonista en el transcurso de sus muchos viajes por el mundo. Se mostró como una persona afable, interesante y culta, además de un entusiasta devorador de faggots.
Tras el almuerzo nos trasladamos de nuevo a la sala. Declinó el ofrecimiento que le hice de un Partagás Lusitanias, mientras extraía del bolsillo interior de su americana una espléndida pipa de brezo, iniciando el místico ritual de cargar la cazoleta con una mezcla de burley y latakia, que él mismo preparaba, alardeó, huyendo de las labores manufacturadas que se comercializaban en el mercado.
Una diminuta red de pequeñas venillas rojizas, que serpenteaba las aletas de su faraónica nariz aguileña y algunas pocas más en los pómulos, parecían apuntar a una afición del hombre a la bebida, aunque ciertamente, eso pude comprobarlo con el tiempo, nunca tomaba una copa de más, ni en los eventos sociales más propicios para ello, y jamás lo vi en estado de embriaguez. Tras tomar un sorbo de su copa de brandy y aromatizar la estancia con el humo denso de su pipa, reanudó el relato donde lo había dejado antes del almuerzo.
—Colaboré con el doctor Julius Müller en no pocos proyectos relacionados con el estudio de las primeras civilizaciones, era un gran experto en lo concerniente a culturas mesopotámicas y la suya fue una pérdida irreemplazable para la ciencia.
Yo había oído hablar del doctor Müller, a raíz de la invitación que recibí de mi editora, para asistir a una cena homenaje, ofrecida en su honor en Berlín, por el Deutsches Archäologisches Institut, a la que no puede acudir, por encontrarme en Nueva Zelanda, documentándome para el proyecto de una novela ambientada en la cultura maorí, que se publicaría más tarde bajo el título The Wairau Affray en la que se narra el grave enfrentamiento, que tuvo lugar el 17 de junio de 1843, en el valle de Wairau, entre colonos británicos y nativos del clan iwi, tras la firma del Tratado de Waitangi.
»En el momento de su muerte trabajábamos juntos en el estudio de un código desconocido de escritura, elaborado a base de puntos, descubierto en un hipogeo cercano a la localidad egipcia de Al Ghoreifa. En esa parte de mi colaboración con Müller es cuando conocí a Thaamir-el-Kaber y he de coincidir con usted, herr Llywelyn, que me pareció un personaje algo excéntrico, notable, si se quiere utilizar un lenguaje menos descriptivo. Pero créame, tenía un conocimiento superior de la cultura egipcia, sobre todo del período protodinástico, cuyo estudio lo tenía absolutamente cautivado.
»El análisis del papiro encontrado en el sarcófago de Aswad, que usted conoce, avanzaba con mucha dificultad; no teníamos referentes a los que acudir; ningún tipo de escritura en esa fase de la historia se parecía al código enigmático de puntos y seguramente seguiríamos enfangados en el mismo lodazal que al principio, de no ser por las ramificaciones filosóficas y espirituales, que solía transitar el doctor Müller: los sótanos del Château des Moines, en el sureste de Francia, donde los seguidores de Christian Rosenkreuz custodian una de las más completas bibliotecas esotéricas del mundo, entre cuyos estantes, halló respuestas Jullius y, seguramente, la condena de su alma inmortal por toda la eternidad.
En ese instante no pude reprimir un gesto de escepticismo, que no pasó desapercibido para mi invitado. Con una media sonrisa adornándole la boca, se aclaró la garganta con un buen trago de brandy, vació en el cenicero los residuos de tabaco quemado que quedaban en la cazoleta de su pipa y con un leve suspiro de tolerancia siguió hablando.
»Ciertamente, comprendo su incredulidad; yo mismo compartí esa sensación hace no tanto tiempo, pero los hechos son tozudos y no dejan lugar a interpretaciones, herr Llywelyn, lo comprobará si continúa interesado en esta aventura.
—La verdad es que no creo en la inmortalidad del alma —me sentí obligado a defender mi postura en materia de fe—, ni en dioses, cultos o ritos que pretendan la existencia de seres superiores, con respuestas para las incógnitas que se le plantean a la humanidad; ni tan siquiera soy ateo, porque la sola negativa de dios le confiere alguna forma de abstracción y detesto ponerme trampas. Es algo que, sinceramente, me tiene sin cuidado.
Comenzaba a declinar la tarde, encendí mi vieja tiffany azul de lectura, puse un par de leños más en la chimenea y la señora Harrison entró para despedirse e informar de que teníamos pastel de carne en el frigorífico.
—El comportamiento del doctor Müller a ese respecto, era decididamente ecléctico; sin duda el estrecho contacto que mantuvo con sociedades que tenían diferentes visiones del fenómeno religioso, moldearon su vida espiritual, por no decir que la retorcieron completamente. Pero no por ello dejó de ser riguroso en sus trabajos científicos, que siempre procuró abordar con la máxima objetividad.
Una pequeña detonación en la chimenea, seguida de un fugaz chisporroteo, producidos por la combustión de alguna bolsa de gas, distrajo brevemente la atención del alemán, pero enseguida volvió a tomar la palabra.
»En fin, por no alargar más la historia. Con la muerte de Müller se interrumpió la investigación que estábamos llevando sobre el enterramiento de Al Ghoreifa: las momias, los objetos originales y todo el material encontrado en el hipogeo tuvo que volver a Egipto; el proceso para solicitar a sus autoridades una moratoria, que incluiría el cambio de responsable en el equipo, era demasiado farragoso, exigía una labor administrativa importante y la universidad no mostró interés en ello; quedaban, sí, copias muy cuidadosas de los papiros y una gran cantidad de escáneres, radiografías y documentación procedente de las pruebas radiológicas a las que fueron sometidos los cadáveres. El resto del dossier, que el doctor custodiaba en su casa de Berlín, pasó a manos de Thaamir-el-Kaber, la última persona que lo vio vivo.
Günter bebió un poco más de brandy, lo que originó un breve silencio que me ayudó a caer en la cuenta de que no era solo la carta de Thaamir lo que había movido a cruzar el océano al alemán; también obraban en mi poder las dos cajas repletas de libros y documentos, que aquel dejó al morir en El Cairo, un material que antes habría pertenecido, sin duda, al doctor Müller.
—Es curioso de qué manera se producen las cosas, a veces, —me vi en la obligación de intervenir—, porque todo apunta también a que fui yo el último en tener contacto con Thaamir-el-Kaber antes de su muerte repentina y por ese simple azar, además de porque disfrutaba de pasaporte británico, se me adjudicó en herencia un importante legado documental, en el que vengo trabajando desde hace meses, he de confesarle que sin demasiado acierto, Günter.
Afirmó con la cabeza, volvió a dejar la copa sobre la mesita, consultó su reloj, fuera ya era noche cerrada, y se levantó del sillón con claras intenciones de dar por terminada la reunión.
—Lo sé, herr Llywelyn, la policía de El Cairo, al igual que su embajada, me pusieron al corriente de ello y ese es el motivo principal de mi presencia hoy aquí; si usted no opone reparo, me gustaría estudiar esos documentos, todavía quedan muchas incógnitas por desvelar y tal vez podríamos trabajar juntos en ello; a los dos nos sería beneficioso, créame, de todo esto puede salir una interesante historia, que en manos expertas como las suyas terminaría en éxito editorial seguro; mientras que para mí, culminar la tarea que empecé con el doctor Müller y que le costó la vida, lo mismo que a Thaamir-el-Kaber, se ha convertido en una obsesión.
Yo también me levanté de la butaca, secundando la actitud de mi huésped: había llegado la hora de terminar la charla.
—Estaré encantado, amigo mío, de poner todo ese material a su disposición y me honrará trabajar con usted en este proyecto, que ya me tiene enganchado desde sus inicios.
—Perfecto, agradezco de veras su ayuda, pero por hoy ya es suficiente, he de volver a mi hotel y usted, sin duda, tendrá otras ocupaciones que atender.
Nos dirigimos hacia la puerta en silencio. Swulzert se hizo con el abrigo, que había dejado en el perchero de la entrada, junto con una gorra de lana estilo irlandés. Una vez equipado me tendió la mano a modo de despedida.
—Muchas gracias por su acogida, Aaron, espero impaciente sus noticias para comenzar el trabajo.
—Mañana mismo, si no tiene usted otros proyectos —me apresuré a sugerir—. Además, si no lo considera un atrevimiento por mi parte, me gustaría ofrecerle la habitación de invitados; la casa es grande, como podrá comprobar si se queda con nosotros, y no tendríamos limitaciones de horario.
—Es francamente generoso, herr Llywelyn, y no niego que la idea me atrae, pero bajo ningún concepto querría alterar yo sus costumbres y las de la señora Harrison; me temo que debería declinar su invitación.
—¡Tonterías! Mañana mando un mozo a su hotel para que le ayude con el equipaje. ¿Se hospeda usted…?
—En el Copthorne, pero insisto, me parece un allanamiento por mi parte.
—¿A las once le parece bien, Günter?
—Por mí no hay problema, Aaron, y nuevamente agradezco estas muestras de hospitalidad, por otra parte, tan proverbialmente británicas.
Tras un último apretón de manos, se alejó calle arriba, apartándose del mar, desde el que comenzaba a avanzar una niebla consistente, que pronto borraría de la noche cualquier atisbo de seducción o romanticismo.
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