
Acondicionar la buhardilla nos llevó un par de días, el espacio era más que suficiente y alguien había abandonado allí arriba, una vieja mesa de considerables dimensiones, que parecía hecha a la medida de nuestros propósitos; una gran ventana circular nos proporcionaba abundante luz natural, además de unas agradables vistas al océano, y hasta una estufa eléctrica, casi ya pieza de museo, se avino a funcionar como en sus mejores tiempos para caldear el ambiente cuando el sol dejaba de cumplir esa función. Un chamarilero nos libró de los pocos cachivaches que todavía quedaban y estuvimos en condiciones de comenzar el trabajo. Los conocimientos del doctor Swulzert se hicieron notar desde el primer momento y de manera inmediata las piezas del rompecabezas comenzaron a encajar, como obedeciendo los mandatos de un nuevo sortilegio.
Descifrar el código de puntos del papiro de Al Ghoreifa fue una tarea colosal, cuyo mérito era por completo del fallecido herr Müller; sus conocimientos en las primeras escrituras mesopotámicas debieron de serle de mucha ayuda, pero fue la conexión que tenía con el mundo teosófico y su relación estrecha con determinadas sociedades ocultas, lo que le permitió encontrar la clave para vislumbrar apenas una parte de la amenaza cósmica que profetizaban aquellos signos. Mas para alcanzar ese conocimiento —eso lo supe mucho más tarde, cuando yo mismo estaba ya marcado con el estigma de la maldición—, tuvo que contaminarse con la herejía, estudiar los textos blasfemos que mueven al sacrilegio, e invocar poderes astrales que reinan en dimensiones inimaginables para la mente humana. Conoció el mal, obtuvo las respuestas, adquirió el saber; pero el precio a pagar fue la locura, el terror y la muerte.
A partir de la forma en que se distribuían los puntos en el papiro, pudo establecer una pauta, descifró en parte el código y logró construir un índice de referencias, que más tarde Thhamir-el-Kaber ampliaría siguiendo la misma metodología. La guía para supuestamente entender aquel caos malsano era algo parecido a esto:
NKNK-L1-PG30-PR8
NKNK-L3-PG215-PR9/11
MNPKT-PG335-PR3
DVMYS-ITER34-PR10
Una larga lista de indicadores, que remitían, lo descubrimos con relativa rapidez, a diferentes libros heréticos, que yo había involuntariamente heredado de aquel extraño personaje.
A modo de ejemplo, decir que «NKNK» hacía referencia al blasfemo Necronomicón; «MNPKT» eran los no menos demoníacos Manuscritos Pnakóticos y «DVMYS» apuntaba a De Vermins Mysteriis, el grimorio maldito de Ludwig Prinn, por mencionar solo algunos de los obscenos tratados que figuraban en aquel inventario. Así, «NKNK-L3-PG30-PR7/8» se traducía en: «Necronomicón-Libro 3-Página 30-Párrafos 7 y 8»:
No debe pensarse que los poderes capaces del mayor de los males se nos presentan en la forma de familiares repelentes, y de otros demonios emparentados. No es así. Los pequeños demonios visibles no son más que los efluvios que han dejado a su paso esas enormes masas de destrucción; trozos de pellejo y jirones de maldad aún más tenues que se sujetan a los vivos como sanguijuelas en algún enorme leviatán del abismo que ha causado estragos en una centena de ciudades costeras antes de hundirse hacia su muerte con un millar de arpones arrojados estremeciéndose en su carne.
No puede haber muerte para los poderes superiores y los arpones lanzados infligen, como mucho, heridas superficiales que se curan con celeridad. Lo he dicho antes y volveré a decirlo de nuevo hasta que mis hermanos acepten como veraz esta visión que recibí tardíamente: al enfrentarse a aquello que ha existido y existirá por los siglos de los siglos, un maestro de la magia puede verse asaltado por los remordimientos y la desesperación si confunde una victoria provisional con otra permanente, a la que jamás podría aspirar. (Necronomicón. Párrafos Siete y Ocho —Página 30, Libro Tercero)
Guiándonos por estas pautas, llegamos a conformar un relato apenas coherente, que seguía siendo críptico, suscitaba toda reserva y, para nuestra desazón, abría aún más interrogantes que al principio. Yo seguía ciego a la verdad y consideraba aquel discurso profético una superchería, leyendas inquietantes, sí, que reflejaban una crueldad obscena, repulsiva, inimaginable para cualquier mente sana, pero completamente ajenas a la realidad. Sin embargo, había algo que me mantenía sujeto a esa tarea; un impulso que ni yo mismo atinaba a comprender, una fuerza invisible que me hacía acudir, una y otra vez, al reclamo de aquellos textos detestables, pese al rechazo y desazón que producían en mi interior.
El invierno había presentado ya sus credenciales; el horizonte atlántico se ocultaba tras apretados nubarrones oscuros que presagiaban temporal. El viento lanzaba contra la ventana furiosas ráfagas de lluvia, que arañaban los cristales como si las legiones de Tiamat estuvieran afilando sus garras en ellos. Estábamos cansados, particularmente yo, que había comenzado a experimentar un inexplicable estado de ansiedad, quizás provocado por el estrés, la falta de respuestas y, sin duda, por la lectura de aquellos terribles tratados de maldad, ante los que cualquier mente humana, por muy pervertida que fuera, solo podía responder con incredulidad, repugnancia y horror. Además, no lograba descansar por las noches, ya que mis sueños se veían alterados por imágenes de pesadilla, que los hacían inestables. Sin embargo, Günter no parecía afectado; sin duda su experiencia en la materia y la exposición durante años a la ignominiosa barbarie de esos grimorios u otros similares, habían logrado en él una especie de inmunidad.
Se había abstraído un momento contemplando el océano, pero enseguida regresó a la mesa, tomó asiento y puso fuego a su pipa; luego alcanzó sus apuntes, estuvo releyéndolos durante un tiempo y tras exhalar una densa fumarada de humo azul rompió el silencio.
—Creo que a partir de aquí no vamos a poder avanzar mucho más con los elementos de que contamos, Aaron. Hemos examinado minuciosamente el contenido de la documentación que nos legaron Thaamir-el-Kabel y Julius Müller, miles de anotaciones, reseñas y sugerencias; dedicado incontables horas de estudio y lectura; cien veces desechamos el trabajo realizado para comenzar nuevamente desde el principio y siempre acabamos llegando a conclusiones parecidas, cuando no idénticas. No sé si volver de nuevo al principio va a llevarnos a la enésima decepción. Sin embargo, algo me dice que estamos cerca de encontrar la clave que nos marcará el camino a seguir. Quizás esté ahí, a la vista y sigamos ciegos a su existencia.
Un trueno enorme hizo estremecer la casa hasta los cimientos; la tormenta azotaba con furia el estuario que forman el Plym y el Tamar. Sobre la mesa aguardaba un sobre con mi nombre y dirección, que el cartero había dejado por la mañana:
Mr. Aaron Llywelyn
8 Grand Parade, Plymouth PL1 3DF, UK
Con toda seguridad era de mi editora, mostrando su impaciencia por el evidente retraso en ofrecerle algún avance en el encargo que me había hecho y por el que ya me adelantara una suculenta cantidad de libras.
—En fin, Günter, no sé qué decirle, llevamos mucho tiempo dándole vueltas a este embrollo y cada vez siguen apareciendo las mismas preguntas sin respuesta. Creo que estamos perdiendo el tiempo, sinceramente, los dos tenemos asuntos más perentorios que reclaman nuestra atención y tal vez sería el momento de abandonar esta locura, que no nos lleva a ninguna parte.
Como si no hubiera escuchado mi argumentación, el doctor Swulzert leyó de sus notas una referencia sacada del repugnante, abominable y satánico grimorio De Vermins Mysteriis, obra del apóstata hereje Ludwig Prinn:
El terror oscuro, frío como la muerte que le da cobijo, yace en el sepulcro marino de la inmensidad oceánica; procedente de las estrellas, tan antiguo como el universo, anterior a todo lo conocido por la humanidad. Aguarda la hora del regreso, cuando se cumpla la profecía del árabe loco Abdul Alhazred: «Que no está muerto lo que puede yacer eternamente, y con los eones por venir aún la muerte puede morir». Entonces, vomitarán los sepulcros, hordas de gules hambrientos de garras afiladas, acerados colmillos y gargantas sedientas de sangre; hervirán los océanos como lava viscosa, de sus profundidades emergerán las ciudades muertas y los profundos se adueñarán de la Tierra.
Eso ha de suceder cuando todos los universos confluyan en una misma dimensión cósmica y la luna negra que engendró a Nyarlathotep, tiña de luto los áridos desiertos del Duat, amamantando a sus bestias con la luz de las estrellas. Cercano está el día y ya se apresta Cthulhu a retornar, ávido de venganza.
»¡Por todos los dioses, doctor! —protesté tratando de parecer indignado, a pesar de que aquellas palabras obraban en mí una poderosa atracción difícil de explicar—. ¿Cómo un código ilegible, escrito en un papiro mortuorio durante el Imperio Nuevo, bajo el reinado de Horemheb, por una mano sin duda sacrílega, puede señalar como vehículo de su mensaje un texto abominable que vio la luz tres mil años más tarde? ¿Qué magia extraña se supone habita en un prodigio tan sorprendente?
Por toda respuesta, el alemán continúo leyendo, esta vez, un pasaje del Libro Segundo del Necronomicón:
No hablarás contra el corazón durante el juicio de Osiris.
Sus siervos vigilan el Corazón del Rey Niño, cuya alma está condenada a vagar, como la de un paria, las áridas estepas del inframundo, sin esperanza alguna de traspasar los umbrales del salón de Maat para rendir cuentas ante los cuarenta y dos, fielato y antesala del Sekhet-Aaru. Porque cuando llegue el día de يحكم على, las estrellas se apaguen, hiervan los océanos en un piélago de lava y los hijos de los hombres alcen sus brazos al cielo implorando la piedad de los dioses, aquel que No Puede Ser Nombrado palpitará en el corazón del rey imponiendo su voluntad sobre la muerte. Entonces se revelará como cierto el oráculo del poeta:
Y vino del interior de Egipto.
El extraño Oscuro ante el que se inclinaban los fellás;
silencioso, descarnado, enigmáticamente altivo
envuelto en sedas rojas como las llamas del sol poniente.
A su alrededor se congregaban las masas, ansiosas de sus órdenes
Pero al retirarse no podían repetir lo que habían oído;
mientras la pavorosa noticia corría entre las naciones:
las bestias salvajes seguían lamiéndole las manos.
Pronto comenzó en el mar un nacimiento pernicioso;
tierras olvidadas con agujas de oro cubiertas de algas;
se abrió el suelo y auroras furiosas se abatieron
sobre las estremecidas ciudadelas de los hombres.
Entonces, aplastando lo que había moldeado por juego,
el Caos idiota barrió el polvo de la Tierra.
De qué taumaturgia herética se había valido Alhazred para contaminar sus textos, haciéndolos dogmáticos, perturbadores y capaces de doblegar la voluntad de quienes osan exponerse a ellos. La razón me pedía cerrar este capítulo de mi vida, apartarme de esa monstruosidad inadmisible para la cordura, volver a mi trabajo cotidiano, lejos de la blasfemia, el horror y la muerte, por mucho que todo siguiera pareciéndome un cúmulo de leyendas obscenas apartadas de la realidad, invenciones de mentes torturadas por la locura. Sin embargo, una fuerza perversa me obligaba a seguir ligado a ese torbellino cósmico de la profecía pagana, que llenaba de zozobra mi corazón, encaminando cada vez más mis pasos por el camino de la demencia.
Buscad el Corazón del Rey Niño en la isla de taɳata-manu, bajo el templo del fuego frío, y devolvedlo a su pecho para que pueda, por fin, enfrentar el juicio de Osiris y alcanzar la vida eterna.
—La esencia de la profecía, querido amigo, es adelantar lo que ha de suceder en el futuro, por muy lejano que este llegue a ser —dejó Günter sus notas sobre la mesa respondiendo, por fin, a mis dudas—, y tres mil años no son nada cuando tratamos de descifrar arcanos que se nutren de la realidad cósmica.
Nuevamente, guardó silencio y, levantándose, se acercó al ventanal como buscando respuestas en el tenebroso oráculo de la tormenta.
»Como usted bien sabe, Aaron, el corazón de los faraones era extraído del cuerpo, junto con el cerebro y el resto de vísceras, desecado y vuelto a colocar en su sitio, para que pudiera ser pesado en el juicio de Maat y alcanzar la vida eterna. Formaba parte del ritual de momificación y tenía gran importancia, porque lo que determinaba si el muerto podía de ser admitido por Osiris en el paraíso, Sekhet-Aaru, era que colocado en la balanza pesase lo mismo que una pluma de Maat; en caso contrario sería devorado por la diosa Ammit, destruyendo permanentemente el alma del difunto.
»No es complicado, a mi modo de ver ―continuó Günter su exposición―, descifrar el enigma del Rey Niño; la profecía está hablando de Tutankamon, que recibió la corona a los diez años y murió con tan solo diecinueve, no sé si estará usted de acuerdo conmigo en eso, herr Llywelyn.
Efectivamente, lo estaba, era claro que la referencia señalaba al rey Tut, no pude por menos que estar de acuerdo con su razonamiento.
»Pero hay algo que me desconcierta, mi querido amigo: Tutankamon fue el único faraón a cuya momia no se le restituyó el corazón, existe testimonio escrito de esa circunstancia, parece que lo embalsamaron sin él, además de con una considerable erección y el cuerpo teñido por una sustancia de color negro.
—Para representar a Tutankamón como Osiris, dios de la resurrección y símbolo de la fertilidad, quien según la mitología egipcia fue asesinado y desmembrado por su hermano, Seth, que se encargó de enterrar el corazón —como un coreuta cansado de interpretar la misma oda, recité con hastío la salmodia.
La tormenta había abandonado el estuario y ponía rumbo a las graníticas estepas de Darmoot. Swulzert dejó de mirar por la ventana. Se acercó a la estufa buscando calor. Un silencio denso se había instalado en el desván, que solo alteraban las ráfagas de viento que el temporal había dejado tras de sí.
—Conozco esa sensación, amigo mío —la voz del alemán me provocó un pequeño sobresalto—, duda usted, es natural, yo mismo vacilé al principio, cuando mi mente racional trataba de buscarle sentido a lo que carece de explicación porque es obra de lo intangible, un arcano nacido del caos universal, esencia primera de lo impuro.
»Yo, igual que usted en este instante, pensé que todo era una ilusión bastarda, cruel, repulsiva de la que debía alejarme con presteza, un espejismo adobado con la herejía demente de unos locos visionarios, cuya cruzada me era completamente ajena.
»Pero supe que mi lugar estaba aquí, cuando combatiendo esta blasfemia me alcanzó el horror del aliento pútrido de la tumba, el grito afásico del delirio impreso en la faz carcomida de la muerte y tuve que emponzoñarme con el contacto viscoso de los seres que habitan en las limosas profundidades de los osarios, alimentándose de los pestilentes fluidos generados por la descomposición de los cadáveres.
»Porque esos seres, herr Llywelyn, y otros muchos más, indescriptibles incluso para una pluma brillante como la suya, existen y acechan en las sombras. Son los siervos de los Primigenios, basura indigna del más infecto estercolero; seres malignos que ofrecen sacrificios humanos a sus señores tenebrosos, profanan el sagrado descanso de los muertos y se adueñan de las pesadillas de los que mentalmente son más débiles, aquellos a los que la sociedad etiqueta como locos.
»Pero todo ello no es más que un simulacro, una desleída performance, un edulcorado anticipo del espanto cósmico que caerá sobre la humanidad si la profecía se cumple y Cthulhu, el que yace en las profundidades del océano, el origen del mal, aquel cuyo nombre no debe ser pronunciado, rompe las cadenas de la muerte y resurge de las tinieblas.
Tras este encendido discurso, el doctor Swulzert, con gesto cansado, se dejó caer en la silla y como remedio para recuperar su habitual estado anímico, procedió con el ritual purificador de cebar su pipa, mientras yo me debatía entre el mandato que imponía la razón y el sometimiento sensitivo al que me veía arrastrado por la llamada irracional de aquel misterio.
—Mi fideísmo, herr doctor, sigue por estrenar —ironicé para quitarle dramatismo al momento, mientras jugaba con el sobre, procedente de mi editora, que había llegado por la mañana—, me temo que necesitaré algún estímulo adicional, aunque admito que me siento inexplicablemente atraído por este clima enrarecido en el que usted parece moverse con soltura.
Nada contestó Günter, limitándose a ponerle fuego a su tabaco, haciendo que la estancia se llenara de un agradable aroma a vainilla y cítricos maduros. Mientras, yo, sin un propósito definido, mecánicamente, rasgué el lomo del sobre y extraje su contenido, que para mi asombro no procedía de mi promotora editorial. Eran dos tarjetas impresas en papel de lino, ribeteadas en oro, que con elegante caligrafía rezaban así:
La Gran Logia Simbólica de Normandía tiene el honor de invitar a
Mr. Aaron Llywelyn
al acto de inauguración de la muestra pictórica, que el artista estadounidense Mr. Richard Upton Pickman expondrá en los salones de nuestro Templo de Fécamp, bajo el título:
“IRRACIONAL”
El evento tendrá lugar del próximo día 29 de abril de 1927
Templo de la Flor de Lis, 126 Quai Guy de Maupassant, Fécamp, Normandie.
La invitación llevaba troquelado en su centro el sello de la logia, venía acompañada por otra exactamente igual dirigida al doctor Günter Amadeus Swulzert y ambas proponían nuevas y desconcertantes incógnitas por resolver: ¿Qué mensaje se nos quería transmitir con aquella referencia a un evento celebrado más de cuarenta años atrás? ¿En realidad estaba la masonería jugando algún papel en toda esta historia o era un simple cebo morboso para exacerbar nuestra curiosidad? ¿Quién más estaba al tanto de mi compromiso en la investigación del papiro de Al Ghoreifa? Que estábamos siendo vigilados era evidente, pero la pregunta era por quién y con qué intenciones.
Una especie de perversa confabulación del destino estaba tratando de dirigir mis pasos por un camino inquietante lleno de maleza que apetecía desbrozar. Cada vez que el pensamiento racional intentaba poner en orden las ideas algo venía a debilitar ese propósito, con la irresistible atracción que ejerce lo oculto sobre una mente inquieta y ávida de nuevas experiencias como la mía. Si existía alguna mínima posibilidad de que en ese debate interno en que estaba enfrascado, la sensatez triunfase sobre el desvarío, aquella nueva ventana proyectada a lo desconocido terminó de echar por tierra todas las barreras que mi yo analítico trataba de interponer al avance de la locura. El compás y la escuadra de aquel sello constituían una tentación demasiado intensa, ya nada podía evitar que todas mis aprensiones anteriores se deshicieran en un instante, como un azucarillo en un vaso de agua.
La puerta a una nueva vía de investigación, que el doctor Swulzert intuía cercana tan solo unos momentos antes, se nos ofrecía ahora con la hipnótica atracción que ejerce la masonería en el ideario colectivo; la suerte o la desgracia estaban echadas.
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