
Pickman fue un pintor afincado en Boston, que alcanzó fama en el primer cuarto de este siglo. Sus pinturas representaban monstruos en situaciones horrendas y el morboso realismo que sus obras transmitían lo llevó a ser considerado uno de los más grandes y también más controvertidos pintores del momento.
Sin embargo, esa genialidad terminaría con su carrera, porque el rechazo que suscitaba su arte entre gran parte del público le fue cerrando las puertas de las más importantes salas de exposición, pues no eran pocos quienes pensaban que los modelos de sus cuadros eran criaturas de un inframundo oscuro y repugnante, con el que Pickman mantenía una relación tan real como estrecha. Sea como fuere, el pintor desapareció antes de finalizar la década de los años veinte y nunca más se supo de él, lo que fue decisivo para que alrededor de su figura se creara un halo de misterio que todavía perdura.
No tuvimos que meditarlo mucho; estábamos encallados en la investigación, necesitados de un impulso, algo que nos diera una excusa para continuar avanzando y la siempre sugestiva mención de una sociedad secreta, era de por sí un poderoso elemento motivador; si mi mente perturbada necesitaba alguna justificación para mantenerse en el proyecto, por todos los santos que no habría podido encontrar otra mejor. Nada quedaba ya de las dudas que me angustiaban momentos antes de abrir ese sobre.
La manera más aconsejable de llegar a Normandía desde Plymouth era viajar en coche hasta Dover atravesando el canal en el ferry hasta Calais, para luego seguir por carretera hasta nuestro destino: Fécamp, un pueblecito pesquero a unos cuarenta kilómetros de El Havre. Desestimamos cruzar el canal hasta ese puerto francés desde Portsmouth, porque la travesía era sensiblemente más larga y la frecuencia semanal de salidas escasa, mientras que en Dover la frecuencia de salidas es mayor.
Un par de días tardamos en tenerlo todo dispuesto para el viaje, que emprendimos una soleada mañana de otoño en dirección a Salisbury, la única parada prevista en todo el itinerario, por el especial interés que tenía el doctor Swulzert en visitar Stonehenge: «No hacerlo sería un sacrilegio parecido a no visitar el panteón de Agripa estando en Roma», un argumento de peso que no pude rebatir.
Llegamos poco antes del mediodía. Además de nosotros dos, un grupo de turistas orientales escuchaban las explicaciones del guía. Eran todos bajitos, pero en medio de aquel curioso rebaño destacaba, de manera casi cómica, un hombre considerablemente alto, de complexión fuerte, barbado y cetrino de piel, aparentemente aburrido; casi con toda seguridad se trataba de un empleado de la agencia de viajes organizadora de la excursión, más interesado en el tiempo que faltaba para terminar su jornada laboral, que en la rareza y simbolismo de aquel recinto prehistórico.
Günter, por contra, lo absorbía todo con un arrobo casi litúrgico, en trance, completamente subyugado por la magia que emana de aquellas piedras. Supongo que para un arqueólogo este tipo de monumentos son espacios sagrados, el peristilo que rodea la morada invisible de una divinidad ancestral, mucho más que una atracción recreativa.
El tipo grande se debió sentir observado porque volvió el rostro hacia nosotros. Tenía una mirada dura y la expresión seria e intimidatoria, lo que unido a su colosal envergadura, para qué negarlo, me produjo cierta incomodidad, de manera que traté de evitar sus ojos concentrando mi atención en mi compañero, que ajeno a todo seguía absorto en la contemplación de aquella construcción milenaria.
―Günter quizás deberíamos discutir la logística del almuerzo ―intenté sacarlo de su misticismo―; necesariamente deberemos pernoctar en Dover o en Calais, es poco aconsejable hacer el viaje a Fécamp en una sola jornada. Yo apuesto por quedarnos en esta parte del canal y cruzarlo por la mañana, así tendríamos un margen mayor para atravesar Normandía con buena luz.
―Está bien ―concedió, con un suspiro, volviendo a la realidad―, me parece una buena propuesta, almorzaremos en Salisbury, luego podemos seguir viaje con tranquilidad, no es necesario que nos demos excesiva prisa, al fin y al cabo, ya no llegamos a tiempo de inaugurar la exposición de Pickman ―bromeó aludiendo a los casi cincuenta años que habían transcurrido desde aquel 29 de abril de 1927.
El centro de Salisbury conserva el sabor medieval de lo auténtico. Pudimos aparcar el coche en Silver St., muy cerca de la plaza del mercado y como nos habíamos concedido una tregua, dedicamos un poco de tiempo a disfrutar del colorido espectáculo que nos ofrecían los tenderetes de frutas y verduras, dulces, bebidas, perfumes, ropa y abalorios.
En Minster St., nos topamos con Haunch of Venison, probablemente la taberna más antigua de Inglaterra; setecientos años de historia guardan sus paredes. Era un buen momento para entretener el hambre y eso hicimos, compartiendo un excelente salmón confitado de las Highlands, aderezado con pepino encurtido, eneldo y ensalada de rúcula; calamares crujientes con ensalada y unas magníficas tostadas de setas silvestres, sobre una base de paté de aceitunas negras, ajo y salvia, todo ello regado con un aromático Bacchus, de Chapel Down, que consiguió reconciliarnos con la vida.
Para ayudar a una buena digestión, mientras Günter disfrutaba de una aromática pipada, fuimos dando un paseo hasta los jardines de la catedral, una impresionante muestra arquitectónica del gótico inglés. El grupo de turistas asiáticos con que nos habíamos cruzado en Stonehenge se dedicaba a fotografiar la basílica desde todos los ángulos posibles, busqué al hombre grande que parecía pastorearlos por la mañana, pero no lo vi. Aunque había presencia en el cielo de algunos cúmulos algodonosos, la tarde era agradable y apetecía caminar, sin embargo, había que seguir, así que volvimos a Silver St., donde había quedado nuestro coche y reiniciamos el viaje en dirección a Basingstoke y después de tres horas llegamos a destino, cuando ya la noche había puesto luz a las farolas del puerto.
Al día siguiente desembarcábamos en Calais pasadas las dos de la tarde y, sin más dilación, nos dirigimos a Fécamp, sin paradas. Serían un poco más de la cinco cuando llegamos con el coche a las inmediaciones del faro. La tarde, aunque fría, se presentaba alegremente soleada; sin embargo, no tardaría en oscurecer, de manera que nos asomamos al muelle, para aprovechar las pocas horas de luz que quedaban recreándonos en el insuperable panorama que ofrecía el océano desde el malecón. Preguntamos a un viejo pescador, que tenía plantada su caña en el antepecho de piedra, cómo llegar hasta nuestro destino. No estaba demasiado lejos, en línea recta, manteniendo el mar a la derecha. Dejamos el vehículo allí aparcado y decidimos ir dando un paseo.
El caserón encaraba el puerto y estaba claro que tuvo un pasado glorioso: quince ventanas, dos magníficos miradores y tres altivas mansardas daban la medida de lo que sin duda alguna fue palacio o casa de alguien muy principal en otro tiempo. Sin embargo, ahora se encontraba en un estado de abandono lamentable, como era evidente por los desconchones de la fachada, las maderas resquebrajadas de los ventanales e incluso algunos cristales rotos en la planta alta.
—No parece que el Templo de la Flor de Lis esté en condiciones de pasar una inspección a nivel urbanístico —ironizó Günter ante el estado del edificio—, ¿está usted seguro de que es la dirección correcta?
La tarjeta llevaba al dorso un gráfico con la ubicación del templo, que esquinaba el Quai Guy de Maupassant con la calle Sente Bellet, justo el lugar en que nos encontrábamos; no había posibilidad de equívoco.
La gran puerta de madera, de doble batiente, estaba cerrada, pero se podía acceder a la casa por un postigo que se abría en uno de ellos. Un antiguo patio de carruajes empedrado, daba paso a otra puerta acristalada, de la que salía luz artificial y los familiares sonidos de una cafetera exprés funcionando. Dentro nos encontramos una estancia de apreciables dimensiones, con toda la pinta de ser un bar, club privado o centro social comunitario.
Varias mesas y sillas se repartían por el local, aunque es ese momento solo dos estaban ocupadas: una por cuatro hombres de piel curtida por el salitre y edad avanzada, que jugaban una silenciosa partida de dominó, y otra en la que un fornido personaje, cuya considerable talla era evidente a pesar de estar sentado, pasaba lentamente las hojas del periódico; por su aspecto: pelo oscuro, enmarañado y denso como el de su barba, cejas pobladas y unas facciones duras, angulosas, parecía el sicario de alguna secta satánica, de esas que proliferan en las novelas de intriga; afianzaban esa imagen el largo abrigo negro de cuero, el endrino jersey de cuello alto y los mitones del mismo color que cubrían sus manos enormes. De alguna manera, el aspecto de aquel hombre me resultaba familiar, aunque era incapaz de ubicarlo en algún lugar de mi tiempo espacial.
En la barra oficiaba como camarero un sujeto de mediana edad, espigado de cuerpo y mirada inexpresiva, hacia quien nos dirigimos en demanda de información. Cuando supo la naturaleza de nuestra visita no mostró sorpresa, impasible, preparó dos cafés intensos y cortos, que nos sirvió sin azúcar, nos acompañó a una de las mesas más apartadas y allí, con la mayor naturalidad, como si nos conociera de antiguo, inició el siguiente relato.
—Este edificio perteneció a un tal Thierry Michaud, barón de Saint-Pierre-en-Port, un noble emparentado con la Casa de Valois, que tras los sucesos de 1792, antes de cruzar el canal evitando males mayores, se lo vendió a Michel Pruvost, un floreciente armador dueño de una pequeña flota de bacaladeros —monsieur Jérôme, así se llamaba nuestro informante, que se expresaba fluidamente en inglés, aunque con un leve toque normando en el acento, resultó ser un excelente cronista—. La familia Pruvost habitó en ella hasta finales del XIX, momento en que pasó a formar parte del patrimonio de la Gran Logia Simbólica de Normandía, dependiente del Gran Oriente de Francia; aquí se celebraron no pocas de sus reuniones y actos relevantes.
»Uno de los principios fundacionales del Gran Oriente de Francia es la difusión de la cultura y siguiendo ese postulado, a mediados de los años 20 del pasado siglo, comenzaron a patrocinar eventos de marcado carácter cultural: veladas musicales, simposios, certámenes literarios…, las exposiciones pictóricas alcanzaron una gran notoriedad.
Mientras hablaba Jérôme, me fijé en que el gigantón había dejado de leer el periódico y no apartaba la vista de nuestra mesa; aunque mediaba cierta distancia, no podía estar seguro de que el tipo no estuviera al tanto de la conversación.
»Una de esas muestras fue la que ustedes pretenden visitar hoy aquí. Se inauguró en París en diciembre de 1926. Había una gran expectación por conocer la obra de monsieur Pickman, pues en Boston gozaba de un enorme prestigio y a nivel internacional se le consideraba un talento emergente de extraordinario mérito. Sin embargo, el rechazo de la sociedad parisina fue unánime; la temática de la exposición, los terribles monstruos que protagonizaban sus cuadros, el horror que reflejaban aquellas composiciones, por más que estuvieran trabajadas con una técnica admirable, excedían, con mucho, lo que la mente humana es capaz de soportar y antes de que finalizara el año se vieron obligados a clausurarla.
Hizo un alto en la narración para acercarse a la barra, de donde volvió con una botella de calvados y tres copas, sirviendo una generosa ración a cada uno. El hombre de negro, sin disimulo alguno, seguía pendiente de lo que pasaba en nuestra mesa, una actitud que me comenzaba a parecer molesta. Por otra parte, seguía teniendo la incómoda sensación de que en algún momento de mi vida, que era incapaz de recordar, había coincidido con él.
»El Gran Oriente trató de devolver los lienzos al artista, pero nadie supo dar razón de su paradero, se esfumó de la noche a la mañana y como tampoco venía avalado por ninguna autoridad internacional, ni tenía agente artístico conocido, optaron por trasladar la muestra aquí, el Templo de la Flor de Lis, sede de la Logia de Normandía. Fue una mala idea. Si en París hubo una fuerte contestación social, en Fécamp se estuvo al borde del linchamiento y poco faltó para que el populacho prendiese fuego al palacio. Se retiraron los cuadros y hubo que ocultarlos en uno de los sótanos para preservarlos de la furia que habían generado. Esto fue a primeros de mayo de 1927 y allí siguen; si todavía tienen ustedes ganas de echarles un vistazo, con gusto les indicaré el camino.
No hubo necesidad de respuesta; apuramos las copas y cruzamos el salón tras la estela de Jérôme. El hombre de aspecto extraño del abrigo oscuro no dejó de mirarnos fijamente a lo largo de todo el trayecto; su actitud, además de impertinente, me estaba comenzando a inquietar.
Recorrimos un pasillo largo, al final del cual una escalera de caracol nos condujo unos metros por debajo del nivel de la calle. Terminamos en una especie de almacén donde se amontonaba una heterogénea muestra de trastos viejos. Nuestro guía señaló una puerta metálica; estaba cerrada y una gruesa barra de hierro la cruzaba de lado a lado, a modo de aldaba, como para asegurar que nada o nadie pudiera abrirla desde el otro lado.
—Tengan cuidado con la escalera, es muy estrecha y con una pendiente muy pronunciada. Debería haber luz eléctrica, el interruptor se encuentra a la izquierda del marco. Cuando salgan dejen la puerta segura con el travesaño, no quiero que se me llene esto de bichos ―nos advirtió Jerôme mientras iniciaba el camino de regreso al salón del que veníamos.
—Tengo la impresión, herr Llywelyn, de que nuestro guía turístico acaba de presentar la dimisión —bromeó Swulzert.
—Ni por todo el oro del mundo bajaría a esa cueva maldita y ustedes, si tuvieran algo de sentido común y temor de Dios, tampoco lo harían, allí solo habita un horror de tal magnitud, que ni el mismísimo diablo sería capaz de imaginar. No permanezcan mucho tiempo allí adentro. Tengan cuidado.
Tras decir esto se escabulló por la escalera de caracol, dejándonos solos ante la pesada puerta de hierro y, por qué no decirlo, con el ánimo poco dispuesto a la aventura; al menos en lo que a mí respecta, pues al doctor Swulzert no parecía haberle afectado el parlamento de Jérôme y se aprestaba a desatrancar la entrada.
Los peldaños estaban labrados en la roca viva, eran estrechos, resbaladizos y descendían en una vertical muy marcada. Las paredes, que rezumaban humedad y salitre, apenas se distanciaban una de otra lo suficiente como para dejar paso a una persona de complexión normal y en algunos puntos se angostaba todavía más, obligándonos a ladear el torso para continuar el descenso. Si a esto le unimos que nuestras cabezas casi rozaban el techo de piedra y que en algunos tramos no había iluminación, se comprenderá el estado de nerviosismo y angustia que se iba apoderando de mí a medida que avanzábamos. Por contra, el doctor Swulzert, que abría el paso iluminando los peldaños con su linterna, no mostraba signos de inquietud, seguramente su experiencia como arqueólogo y la costumbre de moverse en espacios reducidos constituían un plus.
—Bien, parece que hemos llegado, cuide con el último escalón, Llywelyn, casi no existe.
La advertencia me llegó tarde y a punto estuve de rodar por el suelo. Estábamos en una sala circular pequeña, de techos bajos, pobremente iluminada, en la que se amontonaban una decena de cuadros, que sin duda habían formado parte de la exposición de 1927 y el autor de aquella obra no podía ser otro que Richard Upton Pickman.
Destacar en cualquier arte, más en lo que a pintura se refiere, pide del artista, además de una técnica depurada, una intuición especial, un conocimiento profundo del medio y de las formas, una manera de ver el entorno que se escapa a la percepción natural, distinta a la del resto de los mortales. Si se conoce el oficio, es relativamente sencillo pintar un paisaje hermoso, un rostro venerable, una escena cotidiana, pero lo que hace la obra sublime es conseguir transmitirle esencia de vida, lograr que palpite y mueva las emociones del espectador. Lo que tenía ante mis ojos iba mucho más allá de todo eso, era un horror perceptible, que se podía sentir, la obra febril de un genio desequilibrado capaz de interpretar con los pinceles la morfología de lo sobrecogedor, la naturaleza del miedo, la existencia de un terror atávico, ancestral, anterior a la creación misma del universo.
—¡Dios, Günter!, ¿qué desvarío de la mente puede conducir a semejante aberración? —logré articular cuando conseguí reponerme mínimamente del espanto que me producía la visión de aquellos cuadros—. Esto no puede ser obra de un ser humano, es demasiado siniestro, dolorosamente, diría yo, su sola contemplación provoca ansiedad, refleja degradación, miedo, desaliento. No era gratuito el rechazo que provocó la muestra en su día y tampoco lo es la negativa de Jerôme a acompañarnos en este antro de inmundicia; por el bien de la salud mental de las personas, estas obras deberían haber sido destruidas hace mucho tiempo.
Resulta imposible, para una inteligencia racional, intentar describir lo que representaban aquellos cuadros, pues de sus pinceladas solo se desprendía descomposición, hedor y purulencia, un horror cósmico difícil de reproducir con palabras. Los escenarios que daban fondo a aquella maldad herética eran tétricos bosques oscuros, cementerios abandonados, lúgubres cavernas convertidas en osarios o criptas demoníacas, olvidadas por el tiempo y la cordura.
El doctor Swulzert no parecía hacer caso a mis recelos y se dedicaba a explorar el perímetro de la cueva por donde estaban esparcidos los lienzos. Siguiendo sus protocolos internos de egiptólogo, dirigía el haz de su linterna en todas direcciones, como si estuviera buscando algún tesoro polvoriento de la dinastía ptolomeica por descubrir. De pronto detuvo el foco en un pliegue horizontal de la roca, justo en la pared opuesta a la escalera, donde era visible una oquedad, seguramente provocada por algún desprendimiento. Se acercó a echar un vistazo y al iluminar la abertura pudo comprobar que se prolongaba hacia el interior del muro formando un túnel con un diámetro aproximado de medio metro, cuyo fin no se adivinaba.
—Por lo visto, esta región produce una raza de roedores demasiado robusta —trató de ironizar el alemán, aunque su ceño fruncido distaba mucho de parecer divertido—; creo, herr Llywelyn, que deberíamos reducir nuestra estancia en esta cueva lo máximo que nos fuera posible, si usted me entiende.
Yo lo entendía bien, de hecho, estaba deseando perder de vista aquellas monstruosas escenas de maldad tan vívidas, reales y crueles, que en cualquier momento parecía fueran a convertirse en auténticos aquelarres de enfermiza y ponzoñosa corrupción. Además, en alguna parte de aquel estrecho agujero, las ratas habían comenzado a moverse; sus chillidos y el arañazo de las garras en la piedra, eran lejanos, pero perfectamente audibles.
No sé por qué extraña razón me sentí observado por el ser que protagonizaba la escena representada en el cuadro que tenía ante mis ojos. Se titulaba «Demonio necrófago alimentándose».
Era un extraño humanoide, colosal e indescriptible, cuyos rasgos perrunos, de orejas puntiagudas, con restos de moho en el cuerpo verdoso, garras como sables y pies semi ungulados, se veían todavía más repulsivos y amenazantes por el efecto de una mirada aguda y flamígera, que parecía estar buscando alguna presa más jugosa y apetecible que el cadáver cuyo cráneo roía con ansia, aferrándolo entre sus zarpas afiladas cubiertas de escamas.
Por sí sola, esa visión me producía un pánico paralizante, del que me arrancó a empellones el doctor Swulzert, apremiándome a que dirigiera mis pasos hacia la escalera. Al mismo tiempo, un hedor insoportable se hizo notar volviendo el ambiente irrespirable, mientras que el rumor de cuerpos reptando por el túnel era cada vez más evidente y cercano.
—Tenemos que salir de aquí, Aaron, no estamos seguros, cualquiera sabe qué criaturas habitan estas profundidades y es posible que hayamos molestado en su descanso a alguna forma terror desconocida; sea lo que fuere, parece colérico y se arrastra hacia nosotros. Deprisa, a la escalera —urgió tirando de mí con fuerza, forzándome encabezar la penosa ascensión.
Si dificultoso había sido el descenso, mucho más lo estaba siendo la subida. Aguijoneado por el terror, gateaba desesperadamente, dejándome las uñas y la piel en los puntiagudos escalones de piedra, sintiendo a cada momento que había llegado al límite de mis fuerzas; me faltaba el aire, la atmósfera, nauseabunda, asfixiante, parecía estar compuesta por alguna especie de gas hediondo y lacrimoso, que abrasaba mis pulmones; apenas podía ver, pues los ojos trataban de protegerse de la quemazón tras un manto de lenitivas lágrimas; cada centímetro que ganaba daba la impresión de que iba a ser el último y únicamente el continuo apremio de Günter a mis espaldas y sus enérgicas sacudidas lograron el milagro de que siguiera arrastrándome penosamente hacia la luz. Angustioso fue el paso por las zonas estrechas, allí donde las paredes y el techo se confabulaban para formar una apretada chimenea, en la que mi cuerpo amenazaba con quedar encajado. Espoleado por el miedo, tuve que usar toda la energía que me quedaba para vencer aquellos obstáculos a fuerza de tirones desesperados, pateando la roca en busca de puntos de apoyo y despellejándome las manos para aferrarme a la vida. Tras de mí, el jadeo asmático del doctor se mezclaba con el roce escamoso de algo que avanzaba hacia nosotros procedente de la oscuridad, un sonido ominoso cada vez menos lejano que acrecentaba nuestra ansiedad. No recuerdo cómo transcurrieron los últimos metros hasta la salida, incluso creo que en algún momento llegué a perder el conocimiento y fue Günter quien me sacó de aquella trampa mortal.
Agotados por el esfuerzo y medio asfixiados por el fluido pestilente que habíamos tenido que respirar, jadeantes, tratábamos de recuperar el resuello, tendidos en el suelo del almacén. Aunque el profesor había conseguido atrancar la puerta y podíamos considerarnos a salvo de cualquier peligro que pudiera venir de la cueva, una última manifestación del espanto que nos perseguía hizo que cruzáramos una mirada de terror. No se escuchaba sonido alguno, salvo el producido por nuestras agitadas respiraciones, pero entonces algo o alguien golpeó la puerta por dentro, provocando un ruido sordo, amortiguado, como de tanteo, luego pudimos distinguir claramente el rumor de un resuello intenso de frustración y algo parecido a un batir de alas. Aquello nos hizo recuperar las fuerzas y fustigados por el miedo, en un tiempo récord salvamos la escalera de caracol saliendo al salón principal donde ya no quedaba nadie, estábamos solos, ni siquiera Jerôme había tenido la atención de esperarnos, como si estuviera seguro de que no íbamos a salir con vida de la experiencia. Atravesamos aquel espacio sumido en la penumbra y, con evidente alivio, ganamos la calle.
Ya era noche cerrada, el muelle estaba desierto y las farolas parecían globos difuminados de luz emergiendo de la bruma espesa que nos regalaba el océano. El frío, intenso, tuvo un efecto vivificador para nuestros maltrechos pulmones. A nuestra espalda, el viejo caserón parecía más siniestro y amenazante que cuando lo vimos por primera vez, teníamos que alejarnos de allí cuanto antes; el coche estaba aparcado cerca del faro, no muy lejos. Echamos a andar de prisa, todavía conmocionados por la experiencia que acabábamos de sufrir, envueltos por la niebla.
Caminábamos en silencio, no había un alma por la calle, al suave chapoteo del agua contra la escollera se unió el sonido de unos pasos precipitados a nuestra espalda que nos puso en alerta; sin acuerdo previo echamos a correr atrapados por el pánico; volví la cabeza tratando de identificar a nuestros perseguidores y al instante reconocí al tipo grande, de aspecto amenazador que nos había estado espiando en el Templo de la Flor de Lis. Quise advertir de ello al profesor, pero se había detenido bruscamente, tropecé con él y a punto estuvimos de rodar ambos por el suelo; ante nosotros, salidos de la bruma como por ensalmo, cuatro individuos armados con lo que parecían machetes nos cerraban el paso; habíamos caído en una emboscada, la desventaja que sufríamos era evidente y en aquel momento nuestras vidas no valían un penique.
—Quédense detrás de mí y no traten de hacerse los héroes —el gigantón, que nos había dado alcance, tenía una voz ronca, profunda, con un acento extranjero que no pude identificar—, vigilen nuestra espalda por si vinieran más por esa parte.
Llevaba en las manos un palo como los que se usan en las artes marciales y lo movía con la destreza de un iniciado en algún tipo de lucha ritual, haciendo frente a los cuatro sicarios que trataban de rodearlo para cobrar todavía más ventaja. Sucedió muy rápido, uno de los individuos se abalanzó sobre él; con una agilidad poco imaginable en un hombre de su corpulencia, el gigante le lanzó una patada mortal contra el pecho que lo proyectó contra el pretil del malecón boqueando como un pez fuera del agua; casi de forma simultánea, como si estuviera interpretando los pasos de una danza bien ensayada, se giró dando un salto en el aire, a la vez que proyectaba el palo hacia delante haciéndolo impactar con violencia en la cabeza de otro de los asaltantes; se escuchó un ruido seco de hueso quebrándose y el tipo se desplomó como un fardo escupiendo sangre por la boca. Los otros dos vacilaron, sorprendidos por el rumbo que estaba tomando la pelea, se mantuvieron a distancia unos segundos, antes de volver grupas y desaparecer tragados por la niebla, que hacía impenetrable a la vista el callejón lateral que utilizaron para huir.
—Tenemos que largarnos y pronto —apremió el desconocido—, no tardarán en volver y serán muchos más.
—El coche no puede estar muy lejos, lo dejamos aparcado frente al faro —yo estaba temblando y a punto de sufrir una crisis nerviosa, pero la voz de Swulzert me pareció extrañamente tranquila.
—Deme las llaves, conduciré yo —respondió el otro alargando la mano—, soy Kamaka Rawiri, de momento esa información es suficiente, ya habrá tiempo para presentaciones formales.
Echamos a correr sin mirar atrás, el resonar de nuestra carrera en el asfalto era lo único que se escuchaba en aquella inquietante y neblinosa oscuridad. En pocos segundos estábamos dentro del vehículo, nuestro valedor hizo girar las llaves en el contacto y tras una rápida maniobra para salir de entre los vehículos allí estacionados, nos vimos circulando a todo lo que daba el motor por las estrechas calles de Fécamp. Cruzamos las vías del tren, dejando atrás las últimas casas del pueblo, que dieron paso a un escenario de praderío y tierras de cultivo entrevisto a la luz de los faros del vehículo.
Circulábamos a velocidad vertiginosa. Una señal de carretera advertía de la presencia de ciclistas en la ruta: «AUTOMOBILISTES MODÉREZ VOTRE VITESSE», que no tuvo efecto disuasorio para nuestro conductor. Como en una película que pasara a inusitada velocidad, dejamos atrás una iglesia, un parque eólico y algunos desvíos a diferentes poblaciones: Eletot, Saint-Pierre-en-Port, Saint-Martin-aux-Boneaux; al fin, tras algo más de media hora de viaje, tomamos una salida de tierra, que terminaba en lo que parecía una granja ocupada por una casa de dos plantas de estilo normando y varios recintos cubiertos, que con toda seguridad hacían las veces de establo para el ganado. Kamaka detuvo el coche a la puerta de un cobertizo. Era grande y pesada, pero se movía sobre un carril bien engrasado, por lo que se manejaba con facilidad; lo sé porque tuve que bajar del coche para abrirla, nuestro nuevo amigo era quien daba las órdenes ahora y consideraba más prudente ocultar el automóvil a posibles miradas hostiles.
En silencio, cruzamos los pocos metros que nos separaban de la vivienda. Unos rescoldos en la chimenea dieron el contrapunto de calidez a la frialdad de la noche. Kamaka encendió las luces, cerró la puerta con doble llave y se dispuso a reavivar el fuego. No sé por qué tuve la agradable sensación de que por fin estábamos a salvo, que habíamos superado el peligro y aquellas gruesas paredes nos protegerían de cualquier amenaza exterior; pero nada más lejos de la realidad que ese ilusorio sagrado al que se aferraba mi razón en su desesperada huida del horror demente que nos perseguía. Mi existencia había quedado ya contaminada por la blasfemia y los días que estaban por venir se iban a encargar de revelarme, en toda su crudeza, el repugnante viacrucis de locura, envilecimiento y degradación, que aún debería recorrer en este mundo, antes de entregar al juicio de los dioses mi alma condenada.
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