
Mayo es un mes climatológicamente inestable; así como la tarde anterior había terminado siendo amable y luminosa, el jueves amaneció lloviendo a mares y la viuda Röshentall no dejó de mostrar su inquietud por las dificultosas condiciones que presentaba el día para un viaje por carretera.
―Es una locura, herr Swulzert, viajar con estas limitaciones, persuada a sus amigos de ello, máxime si no hay un motivo que lo haga inexcusable ―insistió mientras nos servía el desayuno.
Ciertamente, no teníamos ninguna prisa, el argumento de frau Röshentall era sólido y esperar un día o dos más no iba a romper rutina alguna, pero Günter, por alguna razón, parecía decidido a partir cuanto antes de Büren; yo entendía el sentir de la buena mujer, pero después de los peligros que habíamos afrontado durante los últimos meses, un viaje por carretera, bajo la lluvia, no me causaba mayor inquietud; en cuanto al maorí, enfrascado en dar buena cuenta de su weisswurstfruehstuec, engullía las salchichas y los pretzels, sin prestar demasiada atención a lo que decía nuestra casera. A media mañana iniciamos camino de vuelta a Berlin, bajo un manto de agua que, efectivamente, hacía muy complicada la conducción.
Decidimos ir hasta Haaren atravesando el bosque, para enlazar allí con la A 33. Las escobillas del limpiaparabrisas no eran capaces de garantizar un manejo seguro del automóvil y Swulzert, al volante, tenía verdaderos problemas para no salirse de la carretera. Por fortuna, pocos audaces se atrevían a circular con semejante temporal y apenas nos cruzamos con un par de coches, que como nosotros avanzaban lentamente y tomando las máximas precauciones.
Muy cerca ya de la población, la carretera discurre por un bosque de coníferas y aunque la lluvia parecía habernos dado una pequeña tregua, seguía cayendo finamente; el cielo gris y la espesa arboleda hacían parecer que, aun siendo media mañana, estábamos en noche cerrada. Unas luces parpadeantes bloqueaban la carretera unos metros ante nosotros y Swulzert aminoró, todavía más, la velocidad. Parecía tratarse de un control policial, ya cerca pudimos ver las barreras metálicas estrechando el paso y varios guardias uniformados, metralleta en mano, frente a ellas, mientras otros dos, con sendas linternas de advertencia, nos hacían señas para que detuviéramos el coche.
Iban enfundados en capotes impermeables negros, protegiéndose de la lluvia y el que parecía estar al mando ordenó que nos apeásemos para proceder a una inspección ocular, tradujo Swulzert. Así lo hicimos. Seguía lloviendo, ahora mucho menos que al principio del viaje. Mientras dos de los guardias echaban una ojeada dentro del coche, el jefe nos pidió la documentación y al extender su mano para recogerla, se le abrió el capote, dejando a la vista un uniforme negro, en cuyas solapas lucían, claramente y sin posibilidad de error, las runas plateadas de las SS.
Kamaka se percató de inmediato y dando un salto hacia atrás intentó sacar el arma que siempre portaba encima, pero antes de que pudiera hacerlo, sonó un disparo y el capitán cayó impelido por la fuerza del impacto. Yo, aunque sorprendido, traté de correr en su auxilio, pero un fuerte golpe en la cabeza me detuvo en seco y ya no supe qué ocurrió después.
Volví a la vida zarandeado por el rugido de un trueno. Me costó recobrar la conciencia espacial, entre otras cosas, porque al lógico aturdimiento con el que se sale de un ataque como el que había sufrido, se unía el no reconocer los espacios. Me encontraba tumbado en un camastro de campaña, bajo una ventana cuyos cristales arañaban, furiosas, las gotas de lluvia y en una estancia que no reconocía. Era una habitación pequeña de paredes pardas, desconchadas por la humedad.
Me habían quitado el reloj, de manera que no podía tener una referencia temporal y la tormenta no ayudaba, porque la escasa luz que llegaba del exterior estaba tamizada por unos nubarrones oscuros, que no dejaban de descargar agua. Podía llevar en aquel cuarto horas o días, era imposible saberlo con certeza.
Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, distinguí la presencia de otro catre en el que yacía, lo reconocí al instante, no sin satisfacción, el capitán Kamaka Rawir. Un aparatoso vendaje le cruzaba el pecho y una mancha de sangre debajo de la clavícula izquierda, cerca de la axila, dejaba clara la gravedad de su herida: unos pocos centímetros de desviación y habría sido mortal. Pero aunque permanecía inconsciente, respiraba y eso, en aquellos momentos desconcertantes por los que yo pasaba, supuso un gran alivio para mí.
Sin embargo, enseguida pensé que al no estar recluido allí, con nosotros, algo malo había tenido que sucederle a Günter Swulzert y eso me volvió a llenar de congoja. En ese momento, Kamaka abrió los ojos y en un impulso, propio del ímpetu que le era característico, trató de incorporarse, pero con un grito de dolor se derrumbó de nuevo en la cama jadeando.
―No haga esfuerzos, capitán ―traté de ayudarlo enrollando bajo su cabeza una vieja manta a modo de almohada―, está usted herido, cálmese, todo va a ir bien, se lo aseguro ―mentí.
Asintió con la cabeza sin abrir los ojos; había reconocido mi voz, mientras buscaba con la suya mi mano, seguramente para afianzar su propia seguridad con el contacto físico.
―¿Swulzert? ―preguntó con un hilo de voz apenas audible, le costaba esfuerzo respirar y su cuerpo ardía, consumido por la fiebre.
―No está aquí, espero que no le haya ocurrido nada malo. Mucho me temo que estamos en manos de la Deutsches Ahnenerbe, los uniformes de los hombres que nos asaltaron así lo sugieren.
Kamaka cerró los ojos e hizo un leve gesto de asentimiento. Tenía los labios secos y agrietados por la fiebre. Busqué con la mirada y vi una botella de agua sobre una mesa. También nos habían dejado algo de comida: queso, pan, un tarro con aceitunas y dos vasos. Medié uno de ellos con agua, lo ayudé a incorporarse un poco y se lo di a beber. Le hizo bien, su respiración se fue acompasando y creo que volvió a dormirse.
Me acerqué a la ventana. Ya no llovía y las nubes dejaban pasar algo de luz. La vista se abría a un gran patio triangular. La no existencia de barrotes me permitió asomarme al exterior. Estábamos en una torre circular desde la que partían sendas edificaciones laterales que terminaban en dos torres igualmente circulares, unidas ambas por otra construcción, que daba al conjunto la forma de un triángulo isósceles. Por el estilo arquitectónico tardorenacentista, típico de Westfalia, no habíamos salido de la región y estábamos recluidos en un castillo o palacio.
El ruido de la puerta al abrirse me hizo volver la cabeza. Entraron tres hombres vestidos con uniformes negros de faena, en los que lucían las runas de las SS, que ya habíamos tenido ocasión de ver en la carretera, cuando nos capturaron. Dos de ellos venían armados con metralletas, el otro traía una bandeja con comida y agua. Tras dejarla sobre la mesa se acercó a la cama donde Kamaka permanecía con los ojos cerrados, puso una mano en su frente, comprobando la temperatura corporal, luego hizo señas para que me acercase.
Me entregó un frasco que contenía unas pequeñas pastillas blancas y dijo algo en alemán que no entendí, pero por los gestos con que acompañó sus palabras, entendí que eran analgésicos y que también ayudarían a controlar la fiebre de mi amigo. Pregunté por el doctor Swulzert sin obtener respuesta alguna y los tres abandonaron la habitación, dejándonos encerrados de nuevo.
Como pude hice que el capitán tomara una de aquellas pastillas, pero desistí de intentar que comiera algo; en su estado le resultaba más beneficioso seguir descansando y lo dejé dormir. Además del agua, la bandeja traía más queso, nueces, frutos secos y olivas, además de una hogaza de pumpernickel, pan negro de centeno, típico en Alemania. Comí un poco y me acosté de nuevo, no si antes arropar a Kamaka con un par de mantas, hacía frío y un simple catarro podría tener muy malas consecuencias para él. Yo también me acosté. Ya era noche cerrada, las nubes habían desaparecido y una luna llena, brillante, iluminaba el cielo. Estaba cansado y el calor que me proporcionaban las mantas me hizo caer en una modorra que pronto se convertiría en sueño.
Me desperté con las primeras luces del alba. El cielo aparecía despejado, sin una nube. Kamaka dormía, su respiración era acompasada y suave, aparentaba mejoría, pero la gravedad de su herida era mucha y sin los cuidados médicos adecuados, salvo un milagro, y a pesar de la fortaleza física y mental del maorí, era imposible una pronta recuperación. La fiebre había remitido, pero decidí suministrarle otro analgésico, porque inevitablemente debería estar sufriendo dolor.
Si no había perdido mi noción del tiempo debía de ser viernes y pronto llevaríamos veinticuatro horas encerrados en aquella habitación. Nadie volvió a aparecer por allí hasta bien entrada la mañana, cuando el sol estaba ya muy en lo alto. Eran los mismos tipos que el día anterior y repitieron, exactamente, idéntico protocolo. Tampoco obtuve respuesta a mi interés por conocer el paradero del doctor Swulzert y de la misma forma que vinieron, en silencio, volvieron a marcharse cerrando la puerta tras ellos. Afortunadamente, dentro de nuestra mazmorra, porque eso era aquel cuartucho, había un espacio de aseo en dónde satisfacer nuestras necesidades, con un pequeño lavamanos. Tuve que ayudar a Kamaka en dos ocasiones a trasladarse hasta allí, porque pese a una evidente recuperación, todavía era incapaz de sostenerse en pie y caminar; aun apoyándose en mí, era un suplicio doloroso para él. Hablamos un poco, porque se fatigaba enseguida, de manera que la mayor parte del día la pasó durmiendo. Así llegó la noche, sin que se produjera ninguna otra novedad.
El sábado amaneció espléndido y soleado. Kamaka también parecía algo mejor, incluso, con mi ayuda y no sin dolor, se levantó del camastro y dio unos pasos por la habitación. La rutina que tenían establecida con nosotros se repitió una vez más: hacia mediodía aparecieron nuestros tres carceleros, pero esta vez, tras dejar la bandeja sobre la mesa, como hacían siempre, los tres permanecieron firmes en su sitio, con las armas dispuestas, como si estuvieran esperando a alguien importante, y así fue, pero ni Kamaka, ni yo podíamos imaginar la dolorosa sorpresa que nos deparaba el destino aquella mañana.
Enfundado en un uniforme negro de general de las SS, oberstgruppenführer, hojas de roble y tres estrellas en el cuello, brazalete rojo con la esvástica, la calavera bordada en la gorra militar y una fusta de cuero en la mano, Günter Amadeus Swulzert contemplaba desde la puerta, divertido, con un brillo metálico en la mirada, la estupefacción que se había grabado en nuestros rostros, mientras los tres esbirros se cuadraban militarmente ante él.
—¡Cerdo traidor, fuiste tú desde el principio! —fue Kamaca el primero en reaccionar intentando abalanzarse sobre él, pero una fuerte punzada de dolor lo detuvo, obligándolo a sentarse en el camastro, sin fuerzas.
Los guardaespaldas del alemán apuntaron con sus armas al maorí, pero un gesto enérgico del primero los detuvo.
—Mi querido capitán, siempre tan impulsivo —reprobó mientras golpeaba, con la fusta, sus relucientes botas negras, igual que el uniforme.
—Usted, Swulzert, mató al doctor Müller en Berlín y, en El Cairo, a Thaamir-el-Kaber —dije, a modo de reflexión, más que acusándolo de aquellos crímenes, porque mi cerebro aún no había terminado de procesar lo ocurrido.
Por toda respuesta, Swulzert dio una orden en alemán y entró un soldado con un portafolios de piel y una silla de campaña, en la que el oberstgruppenführer tomó asiento.
—No, ciertamente por mi propia mano, pero sí admito la responsabilidad; fui yo quien dio la orden. Los dos habían llegado lo suficientemente lejos en la búsqueda del amuleto que traerá de nuevo a la vida al Innombrable, pero su objetivo era evitar que eso sucediera, mientras que sobre mis hombros descansa la responsabilidad contraria.
El mismo soldado de antes volvió a entrar. Portaba una bandeja con un juego de café. Swulzert nos invitó con un gesto, pero tanto Kamaka, como yo, lo rechazamos.
»El 2 de junio de 1948, Wolfram von Sievers, uno de los padres fundadores de la Deutsches Ahnenerbe y mano derecha de Heinrich Himmler en ese proyecto, fue asesinado por ahorcamiento en la prisión de Landsberg am Lech —el oberstgruppenführer-SS, que nosotros conocíamos como doctor Günter Swulzert, se sirvió una taza de humeante café a la vez que desgranaba su discurso.
»¿Su crimen? Haber intentado recuperar para la nación aria la supremacía, que por designio de los dioses le es propia. La suya fue una búsqueda de la perfección humana y del papel que las divinidades primigenias jugaron a su favor, desde los albores de la vida en la Tierra. La relación entre el ario y los dioses primordiales quedó escrita con letras de fuego en la roca universal, sirviendo de base para leyendas y canciones, que han inspirado a los poetas. Gunter, Sigfrido, Krimilda, y todo lo que representan, no son simples actores de una historia concebida por juglares para entretener, al amor de la lumbre, las noches de invierno de sus señores. Wolfram Sievers lo sabía y dedicó su vida a recuperar esa unión cósmica, que un día hizo poderosa, preeminente, invencible a nuestra raza.
Guardó silencio, la mirada perdida en un mundo interior al que únicamente él tenía acceso en aquellos momentos. Pero inmediatamente salió del trance para continuar hablando.
»Wolfram tenía una hermana, Katharina, casada con Ernst Swulzert, un heroico SS-Hauptsturmführer, que dio su vida por la patria en el frente del este. Era mi padre —concluyó a la vez que dejaba la taza de café en la bandeja—. Mi herencia fue, pues, proseguir la lucha de aquellos dos hombres: Ernst Swulzert y Wolfram Sievers. El objetivo, ya lo habrán deducido de todo lo anterior, terminar la misión que inició mi tío, y la clave para conseguirlo estaba enterrada en un hipogeo a 300 kilómetros de El Cairo, en Al Ghoreifa, dentro del sarcófago que guardaba el cuerpo de Aswad, sacerdote de Thot. Nuestros viejos amigos Julius Müller y Thaamir-el-Kaber dieron con el papiro y avanzaron tanto en su estudio que constituían una amenaza para los propósitos de la Ahnenerbe, tenían que desaparecer.
Se puso en pie y caminó hasta la ventana. Su negra figura se dibujó a contraluz de los rayos del sol, siniestra como los crímenes que llevaba a sus espaldas.
»La presencia de Thaamir-el-Kaber en Berlín, el día que estaba prevista la muerte de Julius vino a trastocar mis planes; la universidad le entregó toda la documentación relativa al enterramiento de Al Ghoreifa, así como la recopilada por Müler durante su trabajo con el papiro, que era mucha. Por eso concerté una entrevista con el libanés en El Cairo; debía morir también y yo recuperar los informes, documentos, papeles, que tenían la llave para descifrar misterio, la fórmula magistral que devolvería la vida a quien no debe ser nombrado por los no iniciados: Cthulhu, poderoso rey de las tinieblas, que ha de venir a separar el grano de la paja.
Volvió a golpearse las botas con la fusta y consultó su reloj.
»Su hospitalidad me resultó muy útil, tuve a mi disposición, por primera vez, todo el ingente trabajo de investigación que habían realizado Julius y Thaamir. Conocíamos la existencia del cuadro de Pickman desde hacía mucho tiempo, ir a rescatarlo a la sucia cueva de Fécamp era cuestión de tiempo, pero decidí hacerlo con usted. Me facilitaba la manera de matarlo, herr Llywelyn, sabía, sabe, demasiado y aquella noche en Normandía estaba señalada como la última de su existencia. El asalto de aquellos hombres estaba orquestado para eso. Pero no contábamos con el MI6, ni con usted, mi querido capitán —dijo señalando a Kamaca con el látigo—. Todo ha sido, como ven, un cúmulo de casualidades para llegar hasta aquí. Pero debo reconocer que su contribución, la de ambos, al buen fin de la causa, aunque involuntaria, en algunos momentos ha resultado crucial. No pueden negarme que hemos disfrutado de una gran aventura, pero todo tiene su fin y el viaje, para ustedes, termina esta noche.
Se dirigió a la mesa y rescatando de ella el portafolios de piel, sacó el cuaderno dónde, durante toda la expedición que realizamos juntos, le habíamos visto recoger sus notas.
»Sin duda recuerdan lo que escribió Ludwig Prinn en su grimorio satánico, De Vermins Mysteriis; un pasaje que hemos leído juntos cientos de veces en los últimos meses ―eligió una de las hojas y leyó―: «Que no está muerto lo que puede yacer eternamente, y con los eones por venir aún la muerte puede morir».
«Entonces, vomitarán los sepulcros, hordas de gules hambrientos de garras afiladas, acerados colmillos y gargantas sedientas de sangre; hervirán los océanos como lava viscosa, de sus profundidades emergerán las ciudades muertas y los profundos se adueñarán de la Tierra».
Claro que recordábamos ese texto, habíamos pasado mil horas trabajando en él: leído, repetido, memorizado, pero ahora, en los labios de Swulzert sonaba nuevo y aterrador.
―¿Vas a justificar tu traición en los desvaríos de un loco visionario? ―pudo articular Kamaca, entre jadeos―. Te amparas, tú también, en la locura, entonces. Una estrategia que solo utilizan los cobardes.
Sin inmutarse, el alemán eligió otra hoja de papel y siguió leyendo, esta vez, un pasaje del Necronomicon, que tampoco nos era desconocido.
―«No hablarás contra el corazón durante el juicio de Osiris».
«Sus siervos vigilan el Corazón del Rey Niño, cuya alma está condenada a vagar, como la de un paria, las áridas estepas del inframundo, sin esperanza alguna de traspasar los umbrales del salón de Maat para rendir cuentas ante los cuarenta y dos, fielato y antesala del Sekhet-Aaru. Porque cuando llegue el día de يحكم على, las estrellas se apaguen, hiervan los océanos en un piélago de lava y los hijos de los hombres alcen sus brazos al cielo implorando la piedad de los dioses, aquel que No Puede Ser Nombrado palpitará en el corazón del rey imponiendo su voluntad sobre la muerte» ―luego, dejando los papeles sobre la mesa y recitando de memoria las palabras del hereje Abdul Alhazred, concluyó: «Eso ha de suceder cuando todos los universos confluyan en una misma dimensión cósmica y la luna negra que engendró a Nyarlathotep, tiña de luto los áridos desiertos del Duat, amamantando a sus bestias con la luz de las estrellas. Cercano está el día y ya se apresta Cthulhu a retornar, ávido de venganza».
Guardó silencio mientras recogía todas las notas cuidadosamente. Le entregó la cartera al ayudante, que salió del cuarto, llevándose también la silla de campaña.
»Ha llegado el momento. La conjunción cósmica se está produciendo. Hoy, 24 de mayo de 1975, la Luna lucirá negra en el cielo, producto de su alineación perfecta con la Tierra y el Sol ―pronunció estas palabras con entusiasmo y un brillo salvaje en la mirada―. Ustedes lo llamarán eclipse, pero es mucho más que un simple fenómeno astronómico: esta noche Cthulhu despertará del frío sueño de la muerte, para traer caos, dolor y destrucción a esta humanidad envilecida por la podredumbre del mestizaje y los arios heredaremos la Tierra.
Caminó hasta la puerta, se giró hacia nosotros y dijo:
»Vais a tener la prerrogativa de asistir a ese acontecimiento en un lugar de privilegio; es mi regalo, la última gracia que se le concede al condenado a muerte. Disfrutad lo que os queda del día, porque no volveréis a ver la luz del nuevo sol. ―Y salió, seguido de sus soldados.
Kamaka se desplomó en el camastro, agotado; a la debilidad física provocada por la herida, se unía el peso terrible de la traición. Era un hombre duro, acostumbrado a la lucha, al que ni tan siquiera perturbaba una sentencia de muerte, como la que acabábamos de recibir y no tardó mucho en entregarse al sueño. A mí, sin embargo, me consumía la ansiedad.
Despertó con el sol ya de retirada y las sombras de la cercana noche pincelando de grises los muros de nuestra prisión. El descanso le había sentado bien, parecía muy recuperado. Se levantó del camastro y anduvo por la habitación, aunque con dificultad y esfuerzo, hasta alcanzar la mesa, donde todavía estaba la bandeja con el queso, las olivas y un buen pedazo de pan negro. Yo no había podido probar bocado, pero él devoró con apetito su ración y, tras consultármelo con la mirada, parte de la mía.
―Para ser la última cena, nuestro amigo, el oberstgruppenführer Swulzert, no está siendo generoso, precisamente ―bromeó, aparentemente inmune a la zozobra de un futuro nada prometedor―. Aaron, amigo mío, no sé cómo terminará el día, a todas luces parece que no demasiado bien para nosotros ―volvió lentamente sobre sus pasos y se sentó en el camastro―, pero pase lo que pase, quiero decirle que ha sido un verdadero honor para mí luchar a su lado. Esta fascinante aventura no ha dicho, aún, la última palabra. Si van a matarnos no lo harán aquí, en esta habitación, tendrán que trasladarnos a otra parte y eso nos deja un aliento de esperanza. Tenga usted fe, esté atento por si nos surge la más mínima oportunidad y no se rinda; si hay que morir, que sea luchando, no le demos facilidades a nuestro verdugo.
Como arenga estaba bien, para motivar a la tropa antes de entrar en combate, pero ni yo participaba de ese mismo sentimiento castrense, ni me sentía con ánimo de plantear batalla y mi fortaleza física, de por sí más menguada que la suya, no me alentaba a concebir esa esperanza que él parecía mantener. La noche ya era cerrada y habían pasado muchas horas desde la visita de Swulzert, si pensaba deshacerse hoy de nosotros, nos quedaba poco tiempo. Un fuerte ruido de botas militares se aproximaba. Mi corazón se aceleró al mismo ritmo martilleando mis sienes. La puerta se abrió y cuatro soldados entraron en la habitación. No hizo falta que dijeran nada, tanto Kamaka como yo sabíamos qué significaba su presencia.
Escoltados por una guardia de doce caballeros negros armados, recorrimos un largo pasillo hasta alcanzar una amplia escalinata de mármol, por la que ascendimos al piso superior. Supe que estábamos en lo alto de la torre, porque la estancia a la que entramos era enorme y estaba rematada por una gran bóveda, en cuyo centro una claraboya acristalada mostraba el cielo cuajado de estrellas. Era un salón grande, circular. El suelo era de mármol negro casi en su totalidad. Cincelado en el suelo, en perfecta alineación con la lucerna del techo, había un sol vikingo y encajada en su centro la pieza de alabastro que unos días atrás comprara Swulzert al anticuario de Büren. Doce pedestales de mármol se distribuían a intervalos regulares por el perímetro de la circunferencia, como si fueran los puntos de las horas en la esfera de un reloj.
Orientado al norte, un arco de unos 60° delimitaba el espacio ocupado por un altar dividido en dos partes: la superior, más ancha, ocupada por un trono esculpido en ónice negro, en el que nos esperaba sentado Günter Swulzert. Vestía una casulla de seda negra sin ornamentos y llevaba cubierta la cabeza por un solideo del mismo color.
En la parte inferior del arco, más estrecha, justo delante del altar, habían ubicado una jaula de hierro, a la que nos condujeron los caballeros negros, quedando, Kamaka y yo, confinados dentro. Luego, los soldados, ocuparon cada uno de los pedestales que bordeaban el perímetro, quedando en posición de firmes. Se hizo el silencio.
Kamaka, seguía débil, aunque muy recuperado y parecía tranquilo. Yo intentaba estar a su altura, pero no podía ocultar el miedo que me atenazaba. La espera se me estaba haciendo insoportable y dolorosamente larga.
―Este es el final del viaje, mis queridos colegas ―la voz del doctor Swulzter rompió aquel silencio lacerante―. Todas las despedidas son amargas, pero esta rubrica la culminación de una búsqueda que hemos realizado juntos; con motivaciones distintas, sí, aunque ustedes no lo sospecharan. Se han creado vínculos entre nosotros, no puedo negarlo, por eso les he reservado el inmenso honor de que sean espectadores de excepción del milagro que está a punto de producirse: aquel cuyo nombre no debe ser pronunciado va a materializarse. Vuelve de su letargo de siglos, allá en las profundidades del océano, confinado en su sepulcro de agua. Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtag, sí, en la Ciudad de R’lyeh, el difunto Cthulhu, espera soñando. Pero esta noche, ahora, esa espera terminará, por fin.
Mientras hablaba, de entre la túnica sacó el escarabeo del Rey Niño, que rescatáramos de la cripta en Tangarutu y nos la mostró, con un brillo siniestro en la mirada. Lo sostuvo en actitud oferente, mostrándolo a las alturas, a una siniestra divinidad que, poco a poco, se iba haciendo palpable en la atmósfera opresiva de aquella sala.
―Yug! N’gha k’yun bth’gth ‘hah; Yog-Sothoth, Yog-Sothoth. Y’bthnk… H ‘ehye n’grkdl’lh… Cthulhu ―invocó la presencia del Innombrable con voz de trueno, mientras depositaba el escarabeo en el centro del sol vikingo, perfectamente encajado en la pieza de alabastro obtenida en Büren.
―Y’kaa. Cthulhu Y’kaa. Ygnaiih… ygnaiih… Cthulhu Y’kaa.―Respondieron de manera coral y en perfecta sincronía los doce caballeros negros.
Kamaka sacudió los barrotes de la jaula que nos tenía presos.
―Esta es la pesadilla de la que hemos venido escapando, escritor ―me dijo con la mirada fija en el escarabajo de lapislázuli que brillaba como un reclamo fatal.
Mientras Swultzer, en su papel de sumo sacerdote satánico repetía sin cesar aquellas salmodia blasfema que trepanaba dolorosamente nuestros cerebros, aun sin entender su significado: Yug! N’gha k’yun bth’gth ‘hah; Yog-Sothoth, Yog-Sothoth. Y’bthnk… H ‘ehye n’grkdl’lh… Cthulhu, con los doce apóstoles negros dando el contrapunto, Y’kaa. Cthulhu Y’kaa. Ygnaiih… ygnaiih… Cthulhu Y’kaa. La noche, que se introducía en aquel templo maldito a través de la claraboya, parecía serena, ni una sola nube dificultaba la visión de las estrellas. Yug! N’gha k’yun bth’gth ‘hah; Yog-Sothoth, Yog-Sothoth. Y’bthnk… H ‘ehye n’grkdl’lh… Cthulhu. Y’kaa. Cthulhu Y’kaa. Ygnaiih… ygnaiih… Cthulhu Y’kaa. El mantra se repetía con una tozudez hipnótica. Un relámpago cruzó la oscuridad exterior iluminándolo todo por un segundo. Como si hubiera sido una señal, las voces se elevaron tratando de atraer con más fuerza la deidad herética que invocaban.
La tierra tembló. Fue un seísmo potente. No sabría precisar su duración, porque estaba aterrorizado y era incapaz de mantener un mínimo de racionalidad, pero fue lo suficientemente largo como para provocar el derrumbe de varios nichos, sepultando bajo los escombros a algunos caballeros negros. El capitán Rawir y yo rodamos por el suelo de nuestra pequeña prisión entre polvo y cascotes. La reja de hierro que cerraba la celda se desencajó y, aunque de eso nos dimos cuenta un poco más tarde, quedamos libres.
Un fogonazo mucho más fuerte que el del relámpago anterior entró por la claraboya. Un haz de luz, potente, cegador, casi sólido, cayó directamente sobre el escarabeo del Rey Niño. En el interior de ese tubo de fuego blanco parecían moverse unas formas extravagantes, amorfas, fosforescentes, con largos tentáculos, que flotaban moviéndose de forma caprichosa, sin un orden previsible.
El terremoto nos había hecho caer, Kamaca se levantó despacio, trabajosamente, a pesar de su asombrosa recuperación, todavía se encontraba débil, lo ayudé y los dos fuimos a la verja de hierro. Entonces pudimos comprobar que estaba desencajada y suelta. El caos más absoluto reinaba en todo el recinto. Los caballeros de la guardia negra que quedaban en pie corrían en busca de refugio; la sociedad herética se había venido abajo, nada quedaba ya del ritual solemne al que nos habían sometido hasta ese momento, solo Swulzert seguía impertérrito, con los brazos alzados al cielo, poseído por una fuerza sobrenatural, repitiendo sin cesar su satánica melopea: Yug! N’gha k’yun bth’gth ‘hah; Yog-Sothoth, Yog-Sothoth. Y’bthnk… H ‘ehye n’grkdl’lh… Cthulh. Yug! N’gha k’yun bth’gth ‘hah; Yog-Sothoth, Yog-Sothoth. Y’bthnk… H ‘ehye n’grkdl’lh… Cthulhu. Yug! N’gha k’yun bth’gth ‘hah; Yog-Sothoth, Yog-Sothoth. Y’bthnk… H ‘ehye n’grkdl’lh… Cthulhu.
La columna de luz se tornó negra, con una oscuridad tan profunda y siniestra que hacía daño a la vista, como si entre la claraboya del techo y el escarabeo se hubiera establecido un vínculo oscuro, blasfemo, heraldo de un futuro inmediato más doloroso que la propia muerte. Me sentí vació, sin alma, un saco informe de huesos, vísceras y piel, al que le habían succionado toda su capacidad vital; una criatura primigenia, indefensa, sin más objetivo que la supervivencia. Mi cerebro reptiliano se hizo con el control. Estaba paralizado por el secuestro emocional. Muerto en vida.
El suelo volvió a temblar. Gruesos cascotes se desprendían de la cúpula, cada vez el final estaba más cerca. Hubiera querido creer en algún dios para encomendarme a su clemencia. Pero algo se movió dentro de la nebulosa de mi campo visual; una forma conocida que se movía torpe, lentamente, cuál si estuviera necesitando de todas sus fuerzas para arrastrarse por aquel laberinto de piedras y fuego: era el capitán Kamaka Rawir y empuñaba un arma, uno de los G11. En un primer momento, pensé que iba a disparar a Swulzert, pero pronto me di cuenta que sus intenciones eran otras, porque haciendo acopio de las últimas fuerzas que pudieran quedarle, encaró el arma hacia el escarabeo del Rey Niño y abrió fuego haciéndolo saltar por los aires hecho añicos.
Un aullido desgarrador, de rabia, insoportable para el oído humano bajó del cielo y, sin transición, casi al unísono, un viento negro, abrasador barrió el salón, arrasándolo todo a si paso. Aferrado a los restos de la jaula, vi a Kamaka, con su enorme corpulencia, flotar como una hoja a merced del vendaval; se produjo una tremenda explosión, la onda expansiva me aplastó contra la pared y el mundo se apagó para mí. No supe más, mi siguiente primer recuerdo es despertar en medio del bosque, solo, aturdido, pero sin un rasguño. La mole del castillo se dibujaba a lo lejos y la poca consciencia que aún me quedaba hizo que huyera, trastabillando, aterrado, sin mirar hacia atrás. Así anduve un trecho, no sabría cuantificar la distancia, ni el tiempo que me aguantaron las fuerzas antes de caer desmayado nuevamente.
Desperté en una habitación del hospital de Büren. Pregunté por Kamaka, pero nadie me supo dar razón. Luego fueron ellos quienes preguntaron. Mi historia no cuadraba por ningún lado. El castillo existía, sí, pero hacía años que estaban restaurándolo y, al parecer, no había signos de violencia recientes, ni salas con nichos destrozados, claraboyas o señales de un fuego devastador. Pusieron en duda mi salud mental, hubo una investigación y al cabo de unos días, por mediación del consulado británico, se iniciaron los trámites para mi repatriación, por fin conseguía volver a Plymouth, pero este Aaron Llywelyn, enfermo, esquizofrénico y aterrado, no era el mismo que voló a El Cairo en la primavera de 1974 y tuvo la desgracia de traspasar el umbral del horror, de la mano del profesor Thaamir el-Kaber, el arqueólogo loco que me llevó a esta locura.
Sé que la blasfemia sigue allá afuera, esperando, paciente, segura de su triunfo, no hay redención. Sus siervos continúan trabajando en silencio, ocultos a los ojos del mundo, poderosos y no cejarán hasta alcanzar sus metas. La humanidad está perdida, la noche eterna se acerca, el infierno espera.
Y’kaa. Cthulhu Y’kaa. Ygnaiih… ygnaiih… Cthulhu Y’kaa
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