
Prevalecía en la cripta el olor a tierra mojada que había dejado la tormenta, algo difícilmente justificable en un espacio que suponíamos aislado del mundo exterior. La evidencia de que la cámara no estaba tan herméticamente sellada como pensábamos nos produjo una incómoda sensación de incertidumbre. Utilizando el corte de nuestros piolets a modo de cuña, conseguimos desprender la losa de piedra pulida que cerraba el sarcófago. Era terriblemente pesada y moverla fue laborioso, no queríamos que se rompiera ni causar al mausoleo daño alguno, cuando nos fuéramos de allí todo debería quedar exactamente igual a como lo encontramos. El momento más decisivo de la búsqueda había llegado. La ansiedad se reflejaba en nuestros rostros, producto del dualismo emocional que enfrentaba a la esperanza de encontrar respuestas al mensaje de Pickman, contra el miedo a la frustración que supondría un nuevo fracaso.
La piedra cedió, pudimos por fin desplazarla y con extremo cuidado la bajamos hasta el suelo, apoyándola en un lateral del sepulcro. Dentro, amortajado en un sudario de telarañas, y una tela similar al lino, a la usanza del ritual rapa, como nos lo había revelado el viejo Atiu, yacían los restos de alguien importante, un rey, sacerdote o un gran príncipe, a juzgar por su opulento ajuar funerario. El cadáver descansaba sobre un lecho de pulseras, diademas y amuletos presumiblemente de gran valor, incrustados de perlas y todo tipo de pedrería; las hermosas joyas rodeaban el cuerpo por completo, sin embargo, este aparecía libre de ornamentos, salvo por un pectoral de oro engastado de gemas espléndidas, lapislázuli y cristal coloreado, cuya delicadeza y brillantez la pátina del tiempo no había conseguido nublar.
El motivo principal de la pieza era un espectacular escarabajo alado, que sostenía la barca conducida por el Sol con sus patas delanteras y la punta de sus alas, sobre ella navegaba el protector Ojo de Horus. Por encima de este, una luna creciente hecha de oro y el disco solar elaborado en plata, con las imágenes en menor tamaño de los dioses Thot y Ra-Hora, coronando al faraón en el centro. Con sus patas inferiores apresaba una flor de papiro y tres de loto; dos cobras cerraban los flancos de la joya y el conjunto se remataba mediante colgantes representando más flores de loto, de papiro y semillas de amapola.
—Tendremos que mover la momia para buscar el corazón de oro entre todas estas joyas —Kamaka parecía desalentado—, y se están agotando las baterías, calculo que nos quedan unos pocos minutos de luz.
El capitán tenía razón. El haz de luz de nuestras linternas era escaso y cada vez más mortecino. La tarea de remover aquel tesoro en busca del corazón del rey parecía poco menos que imposible y hallarlo un verdadero milagro. No podíamos recurrir a la opción de volver más tarde a la cripta debidamente pertrechados; a nuestro permiso le quedaban unas pocas horas de vigencia y pronto deberíamos abandonar la isla. Cierto que siempre teníamos el recurso de burlar la vigilancia de los franceses y actuar de forma clandestina, pero sería una maniobra a la desesperada y poco recomendable, que de ser posible deberíamos evitar. Definitivamente, la tarea de inventariar aquel tesoro se antojaba colosal, nos llevaría días y difícilmente iba a pasar desapercibida a las autoridades locales, eso sin contar con que estábamos profanando una tumba sagrada, protegida por la magia y las tradiciones de una cultura ancestral y eso suele traer consecuencias desagradables.
—No hablarás contra el corazón durante el juicio de Osiris.
La voz del profesor Swulzter rompió el silencio. Kamaka y yo le prestamos atención intuyendo que había descubierto algo, que a nosotros se nos ocultaba.
»Sus siervos vigilan el Corazón del Rey Niño, cuya alma está condenada a vagar, como la de un paria, las áridas estepas del inframundo, sin esperanza alguna de traspasar los umbrales del salón de Maat para rendir cuentas ante los cuarenta y dos, fielato y antesala del Sekhet-Aaru. Porque cuando llegue el día de يحكم على, las estrellas se apaguen, hiervan los océanos en un piélago de lava y los hijos de los hombres alcen sus brazos al cielo implorando la piedad de los dioses, aquel que No Puede Ser Nombrado palpitará en el corazón del rey imponiendo su voluntad sobre la muerte. Entonces se revelará como cierto el oráculo del poeta:
Y vino del interior de Egipto. El extraño Oscuro ante el que se inclinaban los fellás; silencioso, descarnado, enigmáticamente altivo, envuelto en sedas rojas como las llamas del sol poniente.
A su alrededor se congregaban las masas, ansiosas de sus órdenes, pero al retirarse no podían repetir lo que habían oído; mientras la pavorosa noticia corría entre las naciones: las bestias salvajes seguían lamiéndole las manos.
Pronto comenzó en el mar un nacimiento pernicioso; tierras olvidadas con agujas de oro cubiertas de algas; se abrió el suelo y auroras furiosas se abatieron sobre las estremecidas ciudadelas de los hombres.
Entonces, aplastando lo que había moldeado por juego, el Caos idiota barrió el polvo de la Tierra.
A la ya pálida luz de su linterna, leía directamente de una pequeña libreta de anotaciones que siempre llevaba consigo.
»Es la primera parte de la profecía —aclaró—, la que alcanzamos a desvelar en su casa de Plymouth, herr Llywelyn, antes de acudir a la llamada de Pickman en Normandía y descifrar el mensaje escrito en lengua rongo-rongo que ocultaba su pintura: «El rey, en su tumba de piedra bajo la montaña, custodia el corazón del Niño, mientras espera el regreso del dios rojo, esto es, el del fuego y la ira. Cthulhu» —volvió a repasar sus notas
— Si no estoy equivocado, estamos ante el corazón de oro del rey niño —concluyó dirigiendo el foco de su linterna al pectoral que reposaba sobre la momia—, el escarabeo de Tutankamon, el salvoconducto protector ante Osiris que le ayudaría a superar el juicio de Maat, asegurando su acceso al Sekhet-Aaru, a la vida eterna.
Se había hecho con la joya y nos la mostraba eufórico, vehemente, poseído por un entusiasmo, que por segundos se iba volviendo contagioso. Yo conocía aquella reliquia maravillosa. En 1973 la había estudiado a conciencia, mientras me documentaba para escribir: The Curse of King Tut, incluso, gracias al permiso especial que por intercesión de la embajada británica logré del Museo Egipcio de El Cairo, tuve el privilegio de sujetarla en mis manos, admirar su belleza, su delicada factura y comprobar cómo los orfebres del faraón, hace más de tres mil años, ya dominaban la técnica del cloisonné con la que está trabajada. Pero si estaba bajo la custodia de las autoridades egipcias, y de eso yo mismo daba buena fe, ¿cómo podía ser este el auténtico escarabeo del Rey Tut? Nos encontrábamos en una cripta que con toda probabilidad fue excavada en la roca hace unos mil años, cuando la tumba KV62 aún permanecía oculta en el Valle de los Reyes.
—Una buena reflexión, mi querido amigo —respondió cuando formulé mis aprensiones en voz alta—; está usted en lo cierto, alguna de las dos piezas es solo una copia. Pero Pickman estaba en contacto con fuerzas poderosas, sin duda las mismas que terminaron destruyéndolo. Tenía acceso a conocimientos ocultos, arcanos inabarcables para cualquier otro mortal, y nos ha traído hasta aquí con un propósito que debemos descubrir. Caballeros, yo apuesto por esta opción y propongo que demos por terminada nuestra estancia en Rapa.
—Creo que el profesor tiene razón, nuestro trabajo aquí ha terminado. Habrá que dar por buena su teoría y descubrir cuál es el siguiente paso, ya hemos tentado a la suerte demasiado tempo —dijo Kamaka dirigiendo una mirada de recelo al entorno a la vez que empuñaba la pistola—, detecto que algo vivo se mueve cerca de nosotros y tal vez no resulte saludable quedarse a averiguar sus intenciones.
—Ya es tarde, capitán, nos han rodeado —fue la respuesta del alemán.
En efecto, la débil luz de nuestras linternas todavía era suficiente para mostrarnos al pequeño ejército de engendros demoníacos, congregado a nuestro alrededor. No serían menos de cincuenta. Se mantenían medio erguidos sobre sus extremidades inferiores; de aspecto humanoide, parecían relacionados genéticamente con las personas, pero los pies y las manos desproporcionadamente largos en relación con el cuerpo, que terminaban en afiladas zarpas animales y los rasgos perrunos de sus caras, hacían dudar de que en algún tiempo hubiera sido posible el parentesco. Permanecían quietos, inmóviles como si estuvieran calibrando cuál era el mejor momento de atacar. Kamaka nos hizo poner espalda contra espalda, de manera que tuviéramos cubiertas todas las direcciones desde las que pudiera venir el asalto definitivo. Nuestra situación era desesperada, el enemigo demasiado numeroso y solo contábamos con el arma del maorí, insuficiente para enfrentar aquella manada de seres aberrantes. Retrocedimos lentamente hasta el sepulcro, buscando la ilusión de una mejor defensa en el frío contacto de la piedra.
Los monstruos comenzaron a dar muestras de excitación. Abandonando la actitud pasiva mostrada hasta entonces, algunos ululaban de forma siniestra, balanceando el cuerpo de un alado a otro, como en un extraño ritual precursor del combate. El numeroso grupo que bloqueaba el acceso a la escalera comenzó a moverse a los lados, abriendo un corredor por el que apareció quien daba la impresión de ser su líder: un repulsivo espantajo mucho más corpulento que los demás, cubierto de un limo verde, que tachonaba de costras secas todo su cuerpo; sus ojos despedían un brillo de fuego amenazador y una baba densa le espumaba las fauces, haciendo todavía más ofensivo su aspecto. Se adelantó unos pasos de forma que toda su tropa pudiera verle y alzando las garras profirió un alarido espeluznante, al que el resto de la tropa respondió bramando enloquecida, a la vez que comenzaban a avanzar hacia nosotros.
—No se separen, manténgase firmes —dijo Kamaka apuntando su arma directamente a la cabeza del monstruoso general—, si conseguimos matar a su jefe, quizás cunda en ellos el desconcierto durante un breve espacio de tiempo y eso nos permita alcanzar la salida; solo nos queda esa mínima posibilidad de huida.
Tras decir esto, el estruendo del disparo retumbó en la bóveda de la cripta y el monstruo salió catapultado hacia atrás con la cabeza destrozada. Se hizo un silencio sobrecogedor; el avance se detuvo por un instante, pero las filas de gules permanecieron cerradas, sin fisuras, haciendo imposible cualquier vía de escape. La linterna de Swulzert, que todavía guardaba un rescoldo de vida, parpadeó unas pocas veces y se apagó definitivamente. Quedamos sumidos en una oscuridad impenetrable, que se podía palpar. Un sordo ronquido de respiraciones sofocadas, el ruido de las pezuñas arañando la tierra y el hedor a carne putrefacta hacían patente su fétida presencia, pero nada se mostraba visible en aquella negrura. Ninguno de los tres teníamos esperanza de poder resistir el asalto definitivo. Entonces sucedió el milagro.
Miles, tal vez cientos de miles de diminutas fosforescencias azuladas, comenzaron a brillar suspendidas sobre nuestras cabezas, cubriendo toda la bóveda de la cueva como un fantástico universo estrellado. Se retiraron las tinieblas y la luz nos mostró un espectáculo más aterrador, si cabe, que el vislumbrado anteriormente, bajo el haz mortecino de nuestras linternas: el ejército fantasmal que nos rodeaba era mucho más numeroso y abominable de lo que habíamos podido percibir hasta entonces. Estaban por todas partes, apretados en un bloque compacto, en el que no quedaba resquicio por cubrir y su visión helaba la sangre. Sin embargo, por alguna extraña razón, permanecían quietos, enmudecidos, temerosos, mirando inquietos en todas direcciones, como si una amenaza que se ocultaba a nuestra vista los mantuviera expectantes. Durante unos pocos segundos, que a nosotros nos parecieron una eternidad, nadie realizó movimiento alguno, reinaba un silencio abrumador que se podía cortar y el corazón me latía en las sienes con la violencia que provoca el miedo. Algo estaba ocurriendo en la zona más cercana a la salida de la cueva y los gules que ocupaban aquel espacio comenzaron a empujarse unos a otros, reculando hacia el interior de la gruta, amedrentados, con el espanto reflejado en los ojos desmesuradamente abiertos. En su huida, muchos de ellos se acercaron demasiado a nosotros, hasta el punto de que el maorí tuvo que abatir a un par de ellos con certeros golpes de piolet. Sin embargo, ninguno hizo amago de atacarnos; claramente, la amenaza que les acechaba en la escalinata era de tal magnitud que los tenía paralizados.
Todo sucedió de repente. Un imponente ser alado se irguió, majestuoso, a la entrada del sepulcro. Tenía un aspecto feroz. De apariencia humana, se sustentaba sobre dos nervudas piernas y calzaba sus pies con unas sandalias sujetas a las poderosas pantorrillas mediante tiras de cuero, que se cruzaban al estilo romano; el pecho y los brazos mostraban una musculatura igualmente vigorosa, apretaba con su mano derecha la empuñadura de una espada larga, amenazadora, mortífera, y su rostro, semejante al de un lobo, se abría en una siniestra sonrisa de afilados colmillos. La evidencia de que estábamos ante un ɳa matatōa-’ī’ītā, el guardián de tumbas de la mitología rapa, era palmaria, lo que abría nuevos interrogantes sobre nuestro destino inmediato. Una algarabía de gritos y gemidos surgió de entre los gules, que se apretaron todavía más, ahora sí definitivamente aterrados, al fondo de la cueva; en su huida se golpeaban mutuamente, tratando de protegerse tras la muralla de cuerpos hacinados, lo que provocaba una avalancha mortal, que a buen seguro se había cobrado ya no pocas víctimas. El formidable guerrero, ajeno a cuanto ocurría a su alrededor, dio unos pasos dentro de la cripta y tras él aparecieron dos más, igualmente sobrecogedores. Con gesto grave, sin dejar de mirarnos, se hicieron a un lado, cediendo, libre, el acceso a la escalera, en lo que parecía una invitación a que abandonásemos aquel terrible escenario. Como siempre, fue Kamaka quien tomó la iniciativa y con paso firme enfiló hacia la salida. Cruzó la barrera de los guardianes sin ningún tropiezo y tras él fuimos Swulzert, que llevaba en las manos el escarabeo del Rey Niño, y yo. El capitán, nos esperaba en la escalera y ya los tres juntos, todavía urgidos por la desconfianza y el miedo, alcanzamos la salida en menos tiempo que se tarda en contarlo. Sin demorarnos un segundo más del estrictamente necesario, llevamos la lancha al agua. El océano estaba tranquilo, plano como un espejo. Un estruendo procedente de la gruta, como si parte de ella se hubiera derrumbado, nos despidió, pusimos los motores a su máxima potencia y menos de media hora después, estábamos amarrando en el muelle de Ahuréi.
Que los guardianes de la tumba nos hubieran permitido apoderarnos de la joya significaba, según Atiu, que teníamos la aprobación de Make-Make, el creador de todo cuanto existe. La presencia de sus temibles guerreros, que nos salvó de una muerte cierta, no hacía más que corroborar su tesis y por esa sencilla razón, el que tuviéramos en nuestro poder el escarabeo era una información que iba a seguir oculta a las autoridades francesas, que sin duda se habrían opuesto a que saliera de su jurisdicción.
—Una buena cacería de gules —escupió en el suelo para manifestar la repugnancia que le producían aquellos seres despreciables—. La cripta habrá quedado cerrada por el nuevo derrumbe que escuchasteis al partir. En unos días iré al lugar con algunos hombres de confianza, para asegurarnos de que no hayan quedado evidencias de vuestro paso por allí. Ahora debéis partir, la misión aún no ha terminado, os quedan demasiadas incógnitas por resolver.
El océano se desperezaba chapoteando moroso en las pilastras del muelle. Atiu nos ayudó a cargar en el barco las últimas provisiones. Ya nos habíamos presentado a las autoridades francesas para formalizar nuestra partida y aunque fuimos invitados a permanecer en la isla unos días más, en calidad de huéspedes, declinamos la oferta aduciendo compromisos que no podíamos eludir. Volver a Inglaterra era nuestra prioridad, puesto que aún estaba por descifrar el enigma que rodeaba al escarabeo y no podíamos olvidarnos del peligro constante que suponía la Ahnenerbe. Sin lugar a dudas, ahora, más que nunca, debíamos estar en su punto de mira y esa espada de Damocles pendía inmisericorde sobre nuestras cabezas.
Corría una ligera brisa cálida. Nubes sutiles ponían jirones de algodón en el cielo primerizo y el mar, todavía somnoliento, se dejaba ensillar dócilmente, acunando el barco con un desganado bamboleo. Günter ajustó fuertemente la lona que protegía la M85; a pesar de que durante la estancia en la isla no habíamos sido importunados por la secta nazi, seguíamos sintiendo vívidamente su presencia. El capitán Rawir, en el puente, ajustaba los instrumentos de navegación y yo, casi relegado a la categoría de grumete, iba acomodando equipajes en los camarotes. Largamos velas cuando el sol aún no había tomado demasiada altura por el este y enseguida dejamos atrás la bocana de Ahuréi. Tuvimos casi dos días de buena mar y una travesía sin contratiempos hasta Tahití. Poco antes de llegar, el maorí contactó por radio con la Base del Ejército Francés y en el puerto nos esperaba un vehículo militar que nos llevó de vuelta a las instalaciones militares, donde pudimos alojarnos y descansar, mientras esperábamos al avión de las NZSAS, que cuarenta y ocho horas más tarde nos llevó de vuelta a Auckland.
El hallazgo del escarabeo confirmaba la conexión entre Cthulhu y Tutankamon, una hipótesis sobre la que trabajábamos casi desde el principio. Estaba claro que los dos lo necesitaban: el faraón para alcanzar la vida eterna y el Innombrable para retornar de entre los muertos y acabar con la humanidad; pero seguíamos estancados en lo concerniente al papel que debía jugar en esa sociedad y cómo, cuando y dónde debería manifestarse su poder; era necesario descifrar por completo el acertijo, examinar de nuevo todas las piezas, entender cómo encajaban las nuevas y averiguar, visto en una perspectiva de conjunto, que aportaban a nuestra búsqueda.
El grueso de la documentación que manejábamos lo constituía el legado de Thaamir-el-Kaber, que las autoridades egipcias me traspasaron a su muerte. Parecía razonable que volviéramos a Plymouth a bucear de nuevo en aquel mar de acertijos incongruentes hasta dar con el nuevo hilo de Ariadna que nos permitiera desandar el laberinto. Además, por qué no decirlo, mi espíritu aventurero estaba pidiendo una tregua; habían sido demasiadas las emociones vividas en el corto espacio de unos pocos meses y echaba de menos la confortable seguridad de mi casa, el crepitar de los leños en la chimenea y las albóndigas de la señora Harrison, de manera que se lo hice notar a mis dos compañeros.
—Los papeles de Thaamir-el-Kaber ya nos han dado todo lo que tienen —se opuso Kamaka a mi propuesta—; esa vaca ya no va a darnos más leche, doctor. La línea a seguir nos la marcó la obra de Richard Pickman y nos ha traído hasta aquí, pero seguir mirando hacia atrás no tiene sentido. Tenemos que encontrar caminos nuevos, Aaron; no me pregunte dónde ni cómo, pero tiene que haber alguna fuente que se nos escapa.
Aquella puerta se me estaba cerrando. Busqué posibilidades de alianza en el alemán, pero su lenguaje gestual indicaba claramente que estaba de acuerdo con el capitán.
—No encontraremos nada nuevo en esos papeles, herr Llywelyn, si acaso más confusión e incertidumbre; creo que el capitán Rawir tiene razón. Sin embargo, supongo que el pasado todavía guarda secretos. Thaamir reunió en esos legajos un conocimiento notable acerca del problema que nos preocupa y en ello hemos centrado nuestro trabajo, pero no hemos tenido en cuenta la fuente de donde salió toda esa información: el doctor Julius Müller.
—Pero el doctor Müller lleva muerto más de doce años, Günter —objetó Kamaka—, todos sus trabajos se habrán perdido, ni siquiera sabemos si tenía familia, amigos, alguien que se hiciera cargo de su legado.
Swulzert hizo un gesto con las manos pidiendo calma.
—Recuerde que colaboré con él en algunos trabajos relacionados con las culturas mesopotámicas. Por lo que sé, no tenía amigos, no al menos de esos a los que mencionas en tu testamento; sí que había un familiar lejano, una tía abuela, por parte de su madre, que vivía en Turingia, creo, con la que no mantenía casi relación. Además, la lógica hace suponer que esa señora también habrá muerto ya.
—Lo que nos lleva, querido doctor, a una vía igualmente muerta, como todo en esta historia —ironizó Kamaka—. Dudo que por ahí lleguemos a ninguna parte.
—¡Ah, el ímpetu del guerrero! Cuantas batallas se han perdido por culpa de la ansiedad. Müller gozaba de prestigio en el mundo académico, mucho más en el ámbito de la universidad; estoy convencido de que la de Berlín habrá conservado hasta la más pequeña anotación suya, aunque estuviera hecha en una servilleta de papel. Es un espacio que deberíamos explorar, esa es mi opinión.
Si abrigaba alguna expectativa puesta en buscar refugio para mis nervios maltratados contemplando el océano desde los muelles de Sutton Harbour, la propuesta de Swulzert amenazaba con echarla por tierra. Mi última esperanza estaba puesta en el capitán Rawir, que parecía estar dudando sobre lo oportuno de la oferta del alemán.
—Posiblemente, esté en lo cierto, herr doctor, pero aunque sea como dice, no creo que la universidad de Berlín se avenga a darnos acceso a esa documentación, si es que todavía existe, aún más si tenemos que desvelar para ello los motivos de nuestro interés y por qué caminos hemos llegado hasta aquí.
—No es necesario que mostremos nuestro verdadero objetivo, capitán —se opuso Swulzert—, ni deberemos resucitar la Ahnenerbe, que todo el mundo supone desaparecida, o revelar que la base de nuestra investigación se sustenta en un papiro extraordinario; viejos manuscritos de origen francmasón; leyendas paganas extraídas de libros heréticos y en la obra de un pintor maldito desaparecido misteriosamente hace medio siglo; nada de eso va a ser necesario.
La posibilidad de volver a Plymouth se alejaba con cada palabra de Günter. Un interrogante en los ojos de Kamaka significaba que había conseguido captar su atención y eso, teniendo en cuenta la facilidad con que el maorí se apuntaba a las situaciones complicadas, me dejaba en minoría.
»Le recuerdo, que compartía especialidad con el doctor Müller, incluso trabajamos juntos en algunos proyectos, incluido el de Al Ghoreifa —siguió argumentando Swulzert—, por lo que la universidad no encontrará extraño que quiera consultar sus archivos. En cuanto a ustedes dos, la presencia de Aaron se sigue justificando por su oficio de escritor y estar documentándose para un nuevo trabajo; no tanto la suya, mi querido amigo, pero podremos encontrar la manera de mantenerlo dentro del grupo —bromeó con evidente regocijo.
Kamaka hizo como que no había escuchado esa última parte. Guardó silencio durante unos segundos sopesando la propuesta; luego asintió con la cabeza y sin más preámbulos, dando por descontado que el siguiente paso a dar coincidía con el planteamiento de Swulzert, hizo un esquema rápido de la logística a seguir.
—Diariamente, hay vuelos regulares entre Auckland y Berlín, por esa parte no vamos a tener problemas. Tampoco debemos que preocuparnos por la ropa, en esta época del año la temperatura es similar en ambas ciudades. De manera, que todo lo necesario está en Alemania. Hay que preparar el equipaje, caballeros —derrochaba entusiasmo en la misma medida que yo me esforzaba por ocultar mi decepción.
La primavera berlinesa había alcanzado la mayoría de edad cuando nuestro avión, un McDonnell Douglas DC-10 de Air New Zealand, tomó tierra en el aeropuerto de Berlín-Tegel. Sin embargo, el día, que estaba comenzando a dar los primeros pasos, nos recibió sombrío, plomizo y con una molesta lluvia que ponía brillos de charol en el asfalto.
Swulzert reservó habitaciones en un pequeño hotel familiar cercano al campus, donde solía alojarse durante sus estancias en la capital alemana. Todo estaba muy limpio y ordenado, las habitaciones eran suficientemente cómodas y la zona residencial tranquila, agradable; con casitas de dos plantas armoniosamente dispuestas a ambos lados de la calle, abundantes jardines, y escaso tráfico de vehículos. Llevábamos más de veinticuatro horas viajando; estábamos agotados y nada era más tentador en ese momento, que una buena ducha, la suave caricia de unas sábanas frescas y abandonarnos al amigable abrazo de un sueño reconfortante. Todo lo demás podía esperar.
El rector Waldner nos recibió al día siguiente de nuestra llegada, en su despacho de la Universidad Humboldt. Era un hombre fornido, casi tanto como nuestro capitán, de unos sesenta años, pelo abundante, tanto en barba como cabeza, rubio, entreverado de canas, de mirada amable, lo mismo que sus formas.
—Al morir Julius Müller en 1962, la práctica totalidad de sus trabajos, los archivos, se encontraban en su casa de Reinickendorf —el agradable aroma del café que iba vertiendo Waldner en nuestras tazas mientras hablaba, era un complemento perfecto a su hospitalidad—. Al no tener familia conocida, la universidad no podía hacerse cargo de todo ese material hasta que se cumplieran los plazos legales sin que nadie lo reclamara.
Estábamos sentados alrededor de una mesa de reuniones, sobre la que alguien había preparado un sustancioso refrigerio: brötchen de centeno, queso, mantequilla y una gran variedad de mermeladas, dispuestas en pequeños envases de plástico. Pese a que ya habíamos desayunado en el hotel, el capitán Rawir, secundado por Waldner, hizo buen aprecio de los panecillos y el queso; Günter y yo nos conformamos con sendas tazas de café.
»Lo cierto es que no tuvimos posibilidad de acceder a todo aquel material —continuó nuestro anfitrión—; desgraciadamente, un incendio destruyó la casa de herr Müler por completo y con ella desapareció su legado, lo que constituyó una pérdida difícil de reemplazar, tanto para el mundo científico, como para nuestra universidad. Sin lugar a dudas gozaba de gran prestigio por sus avances en el estudio de las primeras civilizaciones, un terreno, el de la protohistoria, complicado, que requiere un esfuerzo y dedicación fuera de lo común —hizo un alto para tomar un sorbo de café y continuó—. Herr Swulzert lo sabe bien y supongo que ustedes igualmente comparten ese conocimiento. Solamente se pudieron salvar unos pocos cuadernos de notas, que el profesor guardaba aquí, en su despacho del departamento de historia antigua; un material que mantenemos en nuestros archivos y no hace falta que le diga, Günter, que puede usted consultar sin ningún tipo de límite.
Tras un rato más de conversación, en el que principalmente se habló de la personalidad y los logros obtenidos por el profesor Müller durante su larga carrera profesional, nos despedimos del rector Waldner, con su promesa de que nos haría llegar lo antes posible aquella documentación.
Un par de días más tarde, por mensajería, recibimos en el hotel una pequeña caja de cartón. Contenía quince cuadernos, de tapa dura, de la marca Brunnen, un ejemplar de Die Geburt der Zivilisationen el último trabajo publicado por el doctor Müller, y un considerable fajo de folios sueltos, manuscritos, sujetos mediante una cinta de tela roja, como si estuvieran envueltos para regalo. Las cinco semanas siguientes nos dedicamos a estudiar todo ese material con minuciosidad y paciencia de relojero. Una por una, repetidamente, sin apenas descanso, examinamos las hojas de los quince cuadernos, las que venían sueltas en un paquete, incluso el libro fue objeto de una exploración minuciosa, por si pudiera llevar anotaciones al margen en sus páginas o cualquier otro tipo de marcas, señales, subrayados, algo que nos orientase en el camino a seguir. No dejamos absolutamente nada por comprobar: cualquier raspadura, mancha de tinta o defecto del papel merecía nuestra atención y era anotada cuidadosamente.
—Parece que hemos llegado a un punto muerto, un callejón sin salida —me lamenté, poniendo voz al abatimiento, que el desmadejamiento corporal de los tres dejaba de manifiesto—, quizás la búsqueda terminó en la cripta de Tangarutu y carezca de sentido que sigamos dando palos de ciego.
El capitán Rawir suspiró largamente, mientras intentaba desentumecer los músculos de su espalda, maltratados por las muchas horas que llevaba inclinado sobre la mesa, removiendo papeles. Cogió uno al azar, más pequeño que un folio, apenas una cuartilla, parecía un recibo bancario, lo miró sin interés y volvió a dejarlo en el montón junto con el resto.
No sabría decir qué movió mi curiosidad a fijarme en ese documento, quizás el escudo heráldico que llevaba estampado en la esquina superior derecha: un castillo con una torre del homenaje grande, flanqueada por otras dos más pequeñas, unidas a la principal por sendas murallas almenadas, que daban al conjunto la apariencia de una fortificación triangular. En el reverso, escrito a mano, con la caligrafía de Müller se leía: «Schwarze Sonne», en alemán, significa Sol Negro; un referente dentro de la simbología nazi. La amenaza de la Ahnenerbe seguía sobrevolando nuestras cabezas.
—Grundbesitzabgaben-jahresbescheid. Se trata de la evaluación anual del impuesto sobre la propiedad —aclaró el Günter. Los conocimientos de alemán del capitán Kamaca o míos eran prácticamente nulos—. Se remonta al ejercicio fiscal de 1958 y está referido a una finca en Büren, ubicada en el número 20 de Haselnußstraße, inscrita a nombre de herr Kluas Lehmann.
Durante unos segundos quedó pensativo, sin apartar la vista de aquel documento. Por ser la más espaciosa, utilizábamos mi habitación como improvisado despacho y sala de reuniones. Aún era de día, pero el cielo, plomizo, amenazaba lluvia y la luz natural que entraba por el balcón comenzaba a ser insuficiente y aquella semi penumbra daba al conjunto tintes de clandestinidad.
»Es curioso, ese apellido, Lehmann, tengo la sensación de haberlo visto en algún documento reciente.
Swulzert parecía estar haciendo un esfuerzo de memoria y se golpeaba la sien con el dedo índice de su mano izquierda. De repente pareció dar con la clave que estaba buscando. Se levantó de la silla e inclinándose sobre la mesa comenzó a rebuscar entre los desordenados papeles, hasta que dio con lo que buscaba. Eran tres o cuatro hojas unidas por una grapa. En la primera figuraba un membrete que parecía oficial. Repasó la primera con rapidez y tras unos segundos enfoscado en la lectura de la segunda, palmeó suavemente la mesa y su rostro se iluminó con una sonrisa de inteligencia.
»¡Por supuesto, eso es! —exclamó mostrando en su mano el documento—. Estaba en lo cierto.
Kamaka y yo nos adivinamos el mismo gesto de incomprensión. La oscuridad había ganado terreno y apenas podíamos vernos las caras. Me acerqué a la puerta y accioné el interruptor de la luz.
—Estamos esperando herr Swulzert —se impacientó el maorí.
—Cierto, perdón, es el impacto del momento, les pido disculpas. Creo que ha encontrado usted el hilo que buscábamos, Aarón —me pasó los documentos para que yo mismo lo comprobase—. El doctor Müller era viudo, su esposa murió unos pocos años antes que él. Se llamaba Roselyn y al casarse adoptó el apellido de su marido, pero el de soltera no era otro que Lehmann, así que muy posiblemente hay una propiedad en Büren que le pertenecería por razón de herencia, quizás la antigua casa familiar. Pienso, señores, que deberíamos seguir esa pista —concluyó, con un extraño brillo en la mirada, que en aquel momento atribuí al entusiasmo causado por el hallazgo.
De más está decir, que Kamaka se mostró de acuerdo y no sirvieron de nada, mis débiles argumentos en contrario, así que tras algo más de cuatro horas de viaje por carretera el 19 de mayo de 1975, Pfingstmontag, lunes de Pentecostés, una festividad religiosa que se celebra en toda Alemania, llegamos a Büren.
Lo primero que hicimos fue tratar de conseguir alojamiento. Tras varios intentos fallidos encontramos posada en Röshentall-Haus, una tranquila casa a las afueras del pueblo, que alquilaba habitaciones; era la manera en la que frau Röshentall, una afable matrona de mediana edad, complementaba su pensión de viudedad.
En cuanto dejamos solucionado el problema logístico, nos dimos a buscar el 20 de Haselnußstraße, lo que no fue un problema en cuanto a ubicación, pero sí un fiasco en lo que se refiere a las expectativas que nos habíamos forjado respecto a la propiedad que deberíamos haber encontrado allí, porque todo lo que había era un solar, vacío, que empezaba a ser colonizado por las malas hierbas e inaccesible al estar circundado por una valla metálica.
Al ser día festivo no podíamos acudir al ayuntamiento o a cualquier otro estamento administrativo local, para recabar información sobre lo acontecido con la casa que, casi con seguridad, había pertenecido a los padres de frau Roselyn Müller, que como ya hemos comentado, de soltera se apellidaba Lehmann. No tuvimos otro remedio que posponer la búsqueda hasta el día siguiente y entretener el ocio integrándonos a la fiesta, que tampoco ofrecía elementos de diversión distintos a los de cualquier domingo normal y corriente.
Almorzamos en una pequeña taberna del centro: kartoffelsuppe, sopa de patata; königsberger, alóndigas con ensalada, y apfelstrudel, pastel de manzana, una comida contundente que Swlutzer y Kamaka devoraron con apetito, mientras que yo apenas pude terminar la sopa. Después dimos un paseo hasta Bürener Trödelmarkt, un rastro donde se pueden encontrar utensilios de todo tipo, muebles, libros, objetos de adorno, nuevos y de segunda mano; un mercadillo curioso, que más tarde nos abriría las puertas del infierno. Pasamos lo que restaba del día disfrutando de la buena temperatura y el sol, casi veraniego que nos trajo el día. Una cena frugal en casa de frau Röshentall y el cansancio nos invitó a retirarnos a recuperar fuerzas, una decisión acertada, que nos permitió encarar el siguiente día con empuje renovado.
El 20 de mayo de 1975 amaneció nublado. La ciudad de Büren, recuperada ya la actividad normal tras la fiesta, latía tranquila, laboriosa, pero sin la febril energía de las grandes urbes. La burocracia administrativa, sin embargo, se diferenciaba muy poco de la de Münich o Berlín, era lenta, inconmovible y exasperante, acceder a cualquier informe urbanístico que pudiera echar algo de luz sobre lo ocurrido con la desaparecida propiedad de los Lehmann se iba a demorar demasiado, pero la ausencia de alternativas no nos dejaba otra solución, al menos en lo que a la administración pública se refiere. Pero no habíamos llegado hasta allí, después de afrontar innumerables peligros, amenazas, situaciones que para cualquier mortal habrían significado una muerte cierta, para sentarnos a esperar, pacientemente, a la solana de la casa de frau Röshentall, la respuesta de la maquinaria administrativa.
Después de visitar la zona, contactando con los vecinos más cercanos al solar dónde estuvo en su día la casa de la señora Müller, el doctor Swulzert, que era el único de los tres que hablaba alemán, averiguó que la propiedad estuvo abandonada durante más de diez años, hasta que, sin herederos conocidos y ante el peligro que representaba el deterioro de su estructura por falta de mantenimiento, el Kreis Paderborn la incorporó al patrimonio público. Una vez transcurridos los plazos legales, se procedió a su demolición, dejando el solar a la espera de que el municipio le diera un uso concreto. En situaciones similares, averiguó el alemán, los muebles, enseres, libros y cualquier otro objeto que hubiera en la casa eran sacados a subasta y en esta ocasión, el lote se lo adjudicó un tal Johann Weber, a medias entre ropavejero tradicional y anticuario, que tenía un puesto de venta en el Bürener Trödelmarkt.
Fuimos a visitar a herr Weber el miércoles 21 de mayo. Nos recibió en el almacén que tenía a las afueras de Büren, una fría y destartalada nave industrial repleta hasta arriba de toda clase de enseres imaginables; un laberinto de estanterías en el que, a simple vista, todos los artículos allí reunidos se mezclaban sin un orden establecido; sin embargo, pronto pudimos comprobar que aquel caos estaba perfectamente regulado.
―La casa Lehmann, sí, una inversión ruinosa, si ustedes lo quieren saber ―se quejó Weber―: un montón de libros raros, cuadernos garrapateados, fardos de papeles y unos cuantos muebles viejos, medio podridos, que ni para leña sirven. Pero si quieren echarle un vistazo, con gusto les muestro lo que queda del lote por si encuentran algo que sea de su agrado.
Nos condujo por el laberinto de estanterías que era la nave, hasta que llegamos a un espacio abierto, en el que, como en un pequeño archipiélago, había distribuidos islotes de mercancía pendiente de catalogar. En uno de ellos detuvo herr Weber la expedición.
―Aquí está lo que queda del 20 de Haselnußstraße ―dijo señalando unos pocos muebles viejos, algunas cajas con libros cuyas tapas estaban alabeadas por la humedad y tres apolilladas alfombras desgastadas por el uso―. No hay más. La verdad es que entré a pujar por el lote a sabiendas de que me reportaría pérdidas, pero me pudo la nostalgia; mi abuelo y el viejo Lehmann tenían una buena amistad y muchas veces lo acompañé a esa casa. Su hija, Roselyn, se casó con un profesor, creo, un tipo raro que apenas se relacionaba con nadie.
Guardó silencio durante unos segundos, como si estuviera haciendo memoria de algo.
»Venía poco por aquí, en el verano, principalmente. Lo recuerdo bien porque me compró un cenicero de alabastro que yo había adquirido por unos pocos marcos en una subasta en Paderborn, mostró tanto interés por aquella pieza, que pude sacarle una buena cantidad. Ahora lo uso yo, paradojas y vueltas que da la vida, es lo único valioso que había en la casa.
―Y esa pieza, herr Weber, ¿está en venta? ―preguntó Swulzert.
El anticuario se encogió de hombros y abarcando con un gesto de las manos todo el almacén dio a entender que ese era el objetivo.
―Es mi negocio, comprar y vender. Por supuesto, si a usted le interesa podemos llegar a un acuerdo, no cuesta nada echarle un vistazo.
Swulzert se mostró interesado y tanto Kamaca como yo, sin otra propuesta mejor que hacer, secundamos la idea.
El supuesto cenicero resultó ser una pieza circular perfecta, de alabastro, pulida, lisa, de aproximadamente ocho pulgadas de diámetro, por dos de alto, con un vaciado interior que conformaba algo similar a un corazón. No había marcas, letras o adornos grabados en la piedra y, a simple vista, carecía de valor, incluso como ornamento.
―Sí, recuerdo haberlo visto en el despacho del doctor Müller ―luego supimos que mentía―, solo que él no fumaba; seguramente es un souvenir, de los que se ofrece a los turistas en Khan El-Khalili, el gran zoco de El Cairo, un lugar por el que Julius sentía especial inclinación. Me gustaría comprarlo, herr Weber, no guardo ningún objeto que perteneciera a mi amigo y este sería perfecto.
Weber se mostró de acuerdo, acordaron el precio en unos pocos marcos y ambos, satisfechos por la transacción, la sellaron con un apretón de manos.
Hasta allí parecía haber llegado nuestra esperanzadora línea de investigación en Büren. Si el doctor Müller guardaba entre sus trabajos algo que pudiera habernos sido de utilidad, se había esfumado con el polvo que dejó tras de sí la demolición del 20 de Haselnußstraße y aunque ninguno dijimos nada en ese momento, sabíamos que se imponía una nueva toma de decisiones con respecto al camino a seguir en adelante y en mi fuero interno abrigaba la esperanza de que este pasara, al menos por un buen espacio de tiempo, por mi añorado refugio de Sutton Harbour. Echaba mucho de menos mis pantuflas de piel, el sillón de lectura junto a la chimenea y el pastel de carne de la señora Harrison. Es curioso como su ausencia hace que valoremos mucho más lo cotidiano, en este caso las habilidades culinarias de mi ama de llaves.
Se había hecho tarde y volvimos al Bürener Trödelmarkt, con la intención de comer en alguno de los restaurantes del centro comercial.
El apetito de Kamaka no admitía treguas; con mucho era el más musculado de los tres y aquella máquina necesitaba un gran aporte de combustible: una sopa de repollo blanco con salchicha ahumada, wißkohl eintopf, y un generoso plato de pepperpothast, asado de buey al estilo de Westfalia, colmaron las expectativas gastronómicas de nuestro maorí; Günter, por su parte, que se mostraba inusualmente eufórico, se embauló una parrillada de verduras y berenjenas al estilo bradwurst, acompañadas de un par de frikadellen, hamurguesas, con patatas, y hasta yo, emulando a Kamaka, me atreví con el asado. Bebimos una estupenda Verum, de Warsteiner, una de las más antiguas y prestigiosas cerveceras de Alemania, y de postre, compartimos un apfelstrudel de manzana. Swulzert parecía especialmente eufórico, al punto de pedir una botella de espumoso, sekt, para acompañar el postre y hacer más larga la sobremesa.
―En fin, señores, poco más vamos a sacar en limpio de esta vía de investigación ―dijo pinchando con el tenedor un trozo de pastel―, supongo que deberíamos consensuar el siguiente paso. Propongo que volvamos a Inglaterra y abusemos de la hospitalidad de herr Llywelyn; en su casa tenemos el grueso de nuestro fondo documental y me temo que vamos a tener que comenzar desde cero, una vez más. Por otra parte ―dijo a modo de divertida conclusión―, Plymouth ya comienza a ser habitable en esta época del año.
La sugerencia me provocó una inmensa alegría; por fin comenzaba a vislumbrar la posibilidad de reencontrarme con lo que era mi vida antes de iniciar esta aventura.
―No seré yo quien ponga trabas a eso ―me apresuré a blindar la propuesta de Swulzert―, y yo mismo me acercaré a los muelles de Barbican a procurarme unas buenas langostas, que la señora Harrison prepara magistralmente. Serán ustedes mis invitados.
―Brindemos por eso ―propuso Kamaka y nosotros secundamos la oferta, sellando el acuerdo con el alegre campanilleo de las copas, chocando entre sí.
Saldríamos hacia Berlín por la mañana y preparar el equipaje no nos iba a llevar mucho tiempo, así que decidimos seguir disfrutando la tarde y de la estupenda pilsner de Westfalia, ajenos por completo al viento negro que, sin nosotros saberlo, estaba comenzando a gestar el tornado diabólico, que daría fin a nuestra búsqueda, librando a las fuerzas del mal de sus cadenas, en una tormenta de muerte, desolación y locura.
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