
Et vidi de mari bestiam ascendentem habentem capita septem, et cornua decem, et super cornua ejus decem diademata, et super capita ejus nomina blasphemiae. (Apocalypsis.13)
Un avión de transporte de la Real Fuerza Aérea de Nueva Zelanda (RNZAF), nos llevó a la Base Aérea 190 Tahití-Faa’tiene «Sergent Julien Allain», del Ejército del Aire Francés. A partir de allí estábamos solos.
Cuando los intereses del MI6 navegan paralelos con los de cualquier otra empresa, es relativamente sencillo hacerse con los medios adecuados para enfrentarla dignamente y el capitán Kamaka Rawir era nuestro as en la manga. Por su mediación pudimos adquirir a buen precio un Apache 41 de catorce metros de eslora en impecable estado. Su propietario, un tahitiano con problemas económicos, dedicado a la exportación de madera, se veía obligado a deshacerse de un barco, que por sus características, era idóneo para nuestros fines. Dedicamos los días siguientes a equiparlo adecuadamente.
Según Kamaka, la principal ventaja de la M85 es su manejabilidad, se monta y desmonta con rapidez, lo que hace prácticamente innecesario mantener una estructura fija de emplazamiento. En nuestro caso, camuflamos el barril de sujeción en la zona de popa, junto con los elementos de recreo; desde allí, en pocos segundos podíamos tener preparada el arma con una operatividad de tiro de 360 grados. En esta parte de la logística, la experiencia militar del capitán fue decisiva. De manera que concluidos los preparativos, la bodega bien aprovisionada y el papeleo en regla, nos hicimos a la mar.
Fue una travesía cómoda, sin contratiempos, con buen tiempo y vientos favorables. Salvo por la presencia de un carguero, que acompañó nuestra singladura un par de horas a varias millas de distancia, no tuvimos más presencia humana en todo el recorrido y no hubo circunstancia alguna que nos pusiera en situación de alerta. En esas inmejorables condiciones por fin pudimos avistar la costa de Rapa Iti.
Cuando amarramos en el muelle de Ahuréi, febrero se despedía indolente, el verano austral comenzaba a dar señales de cansancio y la estela del Tuhaa Pae III, único medio de comunicación de la isla con el mundo exterior, casi podía adivinarse surcando aún la bahía, porque zarpó tan solo unos días antes de nuestra llegada.
No se nos impusieron restricciones durante el tiempo que la administración francesa tardó en validar nuestros documentos, salvo la de acceder a las zonas de interés arqueológico, supuestamente el objetivo que nos había llevado a la isla, de manera que pudimos utilizar esos días en socializar con los nativos, gente cordial, asequible y muy hospitalaria.
La Baie d’Ahuréi, hace siglos que dejó de ser la sofocante caldera de un volcán, para convertirse en acogedora antesala de Rapa Iti; un abrazo que la vieja montaña le da al Pacífico, y este corresponde con el regalo de unas aguas dóciles, remolonas, cristalinas, cuya sola visión causa un efecto balsámico en los sentidos.
Atiu Kaituoe lo sabía bien. El chapoteo de las olas al besar los pilotes del muelle era para él un mantra sanador, que le compensaba los años de duro trabajo en el mar, las cicatrices en sus manos de pescador y muchas ausencias, ya demasiadas, de los que partieron rumbo al oeste, a iniciar una nueva vida en el lejano mundo de los espíritus. Todos lo respetaban y reconocían en él la jerarquía de un ariki, el jefe tribal, una dignidad tradicional, que los franceses habían suprimido cien años atrás.
Sentado en una vieja caja de madera, con la espalda apoyada en la pared del galpón que hacía las veces de taberna, almacén y parlamento comunitario, raspaba suavemente con la punta de su navaja un trozo de madera, imitando la precisión de un cirujano, para dar el último retoque al ojo de un pequeño moái. Fue su padre quien le enseñó la técnica, cómo era costumbre en la familia desde muchas generaciones atrás. La pequeña talla medía poco más de quince centímetros y guardaba una lejana similitud con las emblemáticas estatuas ceremoniales de la Gran Rapa. Al igual que aquellas, reproducía el busto erguido de un ser antropomorfo, pero allí terminaba todo parecido. Mientras que los rasgos de los moáis de la isla de Pascua transmiten una serena nobleza humana, los que tallaba el viejo Atiu tenían rostros monstruosos, licantrópicos, feroces y a diferencia de los pascuenses, plegadas a la espalda, lucían unas inquietantes alas membranosas.
Esas figurillas captaron mi atención y la de Swulzert. Los moáis no formaban parte de la herencia cultural de los isleños de Rapa Iti. En las excavaciones arqueológicas de 1956, no se documentaron vestigios de una costumbre ritual similar, ni rastros de algo que pudiera asemejarse a las estatuas monumentales de la Isla de Pascua. Y es que esas tallas nada tenían que ver con los moáis pascuenses, porque eran ɳa matatōa-’ī’ītā.
—Guardianes de las tumbas reales, guerreros de las tinieblas, seres poderosos venidos desde las estrellas, que Paparua, el dios protector, envió para proteger al pueblo rapan —nos aclaró Atiu ofreciéndonos el que estaba trabajando para que lo examináramos—. Eso es lo que cuentan las tradiciones, pero no hagáis caso de las necedades de este viejo pescador, que solo sabe de leyendas para contar en la cantina, al calor de la estufa y con una jarra en la mano mientras pasa la tormenta —dijo en medio de una carcajada, después de trasegar un buche generoso de cerveza—. A los jóvenes ya no les interesan estas cosas, les resulta más sugerente el «Festival des Iles», que se celebrará en Tahití el mes que viene. Rivalidad entre los equipos, música, diversión. Hay que plegarse a lo evidente, el fútbol tiene mucho más tirón que las fábulas antiguas.
—Pues físicamente me recuerdan a los gules —dijo Swulzert sosteniendo la talla en su mano—, con ese aspecto repulsivo, medio humano y algo perruno.
El rostro de Atiu adquirió una expresión de asco y desagrado, meneó la cabeza negando enérgicamente y escupió en el suelo.—Paru, escoria, basura del infierno. Casi llegaron a extinguirse en esta isla, cuando guardábamos fielmente el culto heredado del pasado y los dioses cuidaban de nosotros. Protegíamos los cuerpos de nuestros muertos, envolviéndolos en lienzos sagrados hasta que se descomponían y solo quedaban los huesos purificados y limpios. Entonces podíamos enterrarlos en el ahu, allí donde los espíritus se reencuentran para compartir la eternidad. Esas alimañas no tenían ningún poder frente a los ritos venerables de nuestro pueblo. Luego vinieron los misioneros, católicos y protestantes, con sus nuevas formas de sacralizar la muerte, su liturgia, sus cementerios, y con ellos volvieron los gules.
El sol de mediodía calentaba la brisa, espejeando con reflejos de plata las tranquilas aguas de la bahía. Siguiendo el ejemplo de viejo ariki, cuatro cajas de madera, que llevaban la firma de una multinacional frutícola grabada en los laterales, alineadas contra la blanca pared de la cantina, de cara al mar, nos servían de asiento. Vestíamos al más puro estilo de los turistas: camisetas con el logotipo del ejército neozelandés, pantalones cortos, chanclas, Kamaka y Günter se cubrían la cabeza con sendas gorras de béisbol, mientras que yo, mucho más integrado que ellos en la cultura local, con un sombrero de fibras vegetales. El capitán, que había abandonado su sitio para hacer una incursión en la taberna, volvió provisto de cuatro botellas de cerveza helada y una generosa ración de poison cru, que comimos en silencio, arrullados por el chapoteo de las olas, que con timidez rompían en la playa.
El problema del permiso se resolvió pronto y fuimos autorizados a trabajar en los yacimientos arqueológicos, una veintena, entre los oficialmente censados y aquellos que solo merecían la atención de los nativos. Atiu se ofreció como guía.
El terreno abrupto de las crestas volcánicas complicaba mucho el ascenso a las terrazas donde los antiguos habitantes de Rapa Iti instalaron sus asentamientos, refugios y fuertes defensivos. Morongo Uta es el mejor conservado y fue nuestro primer objetivo. Rodeado de pendientes pronunciadas y acantilados, es un fuerte construido mediante terrazas de piedra seca tallada, en forma de pirámide, con una técnica muy similar a la usada por los incas en Machu Pichu, con espacios habitables cuadrangulares de escasa altura, en los que tendrían que caminar agachados o de rodillas; un dato interesante desde un punto de vista antropológico, pero que nada aportaba a nuestra misión.
Exploramos el yacimiento a conciencia, durante un día entero, buscando algo que pudiera indicarnos la existencia de un enterramiento: la entrada a una cripta, una grieta por la que acceder a una cueva, cualquier cosa, un simple pozo nos habría hecho felices. Pero solo encontramos vegetación salvaje, lagartijas y alguna cabra asilvestrada, de las muchas que habitan aquellas cumbres.
Tampoco obtuvimos resultado alguno en la exploración de Tevaitau, el siguiente castro más cercano a Morongo Uta, y lo mismo ocurrió en Ororangi, Pukutaketake, Noogurope, Kapitanga, Ruitara, Vairu o Tanga. Íbamos dando palos de ciego, los días pasaban, la autorización que teníamos para visitar la isla estaba próxima a vencer y no habíamos conseguido absolutamente nada, ni una miserable pista que nos indicase el camino a seguir. Había que tomar una decisión, en apenas una semana deberíamos abandonar la isla y nos quedaba por explorar un buen número de asentamientos. Eran lugares de escaso interés, desde cualquier punto de vista. En tiempos fueron núcleos habitados por los clanes, refugios rocosos, casi siempre cuevas excavadas en los acantilados, que ya habían sido objeto de estudio en la expedición de 1956 sin aportar absolutamente nada reseñable.
No existía motivo alguno para decantarnos por unos u otros; había que jugárselo a una carta, confiar en la suerte, y a pesar de que nuestro guía lo desaconsejó, por la dificultad de acceso y porque en ellos, según la tradición isleña, vivían criaturas con las que no era aconsejable coincidir, decidimos explorar los acantilados. El tiempo corría en nuestra contra y era improbable que pudiéramos investigar todos los refugios costeros, pero estábamos siendo juguete de un determinismo demoníaco, nuestras acciones despertaban viejos monstruos dormidos y, aunque no éramos conscientes de ello, fuerzas oscuras y poderosas dirigían nuestros pasos. El éxito, y con él la condenación eterna, nos iba a ser concedido. Era el designio de los dioses y, consecuentemente, inevitable.
Atiu se negó a acompañarnos, en esta ocasión fue más fuerte el temor atávico que le inspiraba un posible encuentro con los gules, que la amistosa hospitalidad que nos había dispensado hasta entonces; pero nos orientó hacia Tangarutu, en la bahía de Anarua, por ser el abrigo más evitado por los isleños, pues según la leyenda, guardaba el sueño eterno de Makatea, una princesa blanca que llegó a la isla amazona de las olas.
Yo sabía algo de esa leyenda por trabajos de documentación que hice para alguno de mis proyectos literarios y tenía una sólida base real, porque existe una Gruta de la Princesa en Makatea en Tuamotu, que según la tradición descansa una princesa española muerta en un naufragio y enterrada por los habitantes de la isla en esa gruta que da al mar, posiblemente la hija de un miembro de la expedición de Domingo de Bonechea, que incorporó Tahití a la Corona de España en 1772. Pero esa era otra isla y otra cueva.
En cualquier caso, la superstición pudo más en nuestro amigo, lo que no impidió que nos facilitase medio de transporte: una pequeña lancha semirrígida, con motor, que podía varar en las playas, pues la mayoría de los refugios solo eran accesibles por mar.
No contábamos con margen de error, ni criterio para organizar un plan de trabajo razonado; en nuestra situación, decidir el siguiente movimiento echando una moneda al aire, quizás habría sido lo más sensato. Tangarutu y su leyenda tribal parecían una opción, al menos atractiva y esa fue el único motivo que nos inclinó a realizar allí el que podía ser nuestro último intento.
El acceso a la bahía de Anarua desde el interior de la isla es un profundo acantilado prácticamente insalvable, de manera que para llegar a Tangarutu es más que aconsejable hacerlo por la costa, aunque la distancia a recorrer sea mucho mayor. El día amaneció perezoso. El mar, en calma, parecía un espejo sobre el que nuestra lancha planeaba en vuelo rasante, una ligera bruma sobrenadaba la superficie del agua y el sol no acababa de intimidar a las nubes.
Una accidentada playa de roca y guijarros hacía de antesala a la cueva, que es enorme, no menos de ciento treinta pies de anchura y el doble de profundidad. A simple vista había evidencias de la mano del hombre: restos de hornos renegridos por el hollín, nichos excavados en la roca, espacios delimitados por paramentos de piedra. Aquel refugio había servido de asentamiento permanente de personas durante mucho tiempo. Pasamos la mañana explorándolo a conciencia sin resultado alguno; como había ocurrido en anteriores ocasiones, nos enfrentábamos a un nuevo y desalentador fracaso de paredes compactas, suelos de roca y ninguna señal que hiciera alentar la esperanza de encontrar cámaras ocultas, criptas subterráneas o el lejano vestigio de un rito funerario.
Abatidos por el pesimismo, Kamaka y yo salimos de la cueva. Las nubes habían ganado la batalla, el mar comenzaba a espumarse en cabrillas y el cielo encapotado dejaba poco margen a la tranquilidad. Swulzert permaneció dentro del refugio, inspeccionando cada piedra, cada rincón, golpeando las paredes, con el afán de encontrar un fallo de consistencia en alguna parte. Parecía poseído por la imperiosa necesidad de salir de allí con respuestas, como si en ello le fuera la vida.
—El tiempo está cambiando —dijo el maorí—, sería prudente volver a puerto antes de que llegue la tormenta, si el oleaje se hace más fuerte se hará difícil controlar la lancha. Saquemos al profesor de la cueva, podemos volver mañana, si el tiempo acompaña, aunque no creo que sirva de mucho.
Tenía sentido. Hasta el muelle de Hauréi, con buena mar, tardaríamos en llegar poco más de media hora, pero si las condiciones meteorológicas empeoraban, algo más que probable dadas las circunstancias, podíamos vernos en serios aprietos. Lo complicado iba a ser rescatar al alemán del estado paranoico en que había entrado. Cogí un guijarro de la playa y lo lancé al mar; Kanaca abandonó el asiento de roca en el que había estado todo este tiempo y, sacudiéndose los restos de arena del pantalón, enfiló hacia la cueva. Yo lo seguí con cierta desgana, agachándome cada poco a coger nuevas piedrecitas con las que ofender al océano. De pronto la tierra tembló. Trastabillamos a punto de caer, mientras una colada de piedra y rocas se precipitaba hacia nosotros desde el acantilado. Tuvimos que huir hacia la playa poniéndonos fuera de su alcance. El seísmo duró pocos segundos y fue de escasa magnitud, pero la naturaleza del sitio donde estábamos, nos produjo una mayor sensación de peligro.
Swulzert permanecía dentro de la cueva y su silencio nos alarmó, temimos que hubiera sufrido algún percance, por lo que nos dimos prisa en volver a entrar, mientras voceábamos su nombre esperando respuesta. Pero solo recibimos silencio y el eco de nuestros gritos. Nos lanzamos a buscarlo, convencidos de que algo malo le había sucedido, porque también allí se podían apreciar desprendimientos de rocas recientes y cualquiera de aquellos pedruscos podía haber herido gravemente a nuestro amigo. Sin embargo, esa preocupación resultó innecesaria; al cabo de unos segundos escuchamos su voz, lejana, llamándonos desde algún punto del refugio.
—¡Llywelyn, Kamaka, aquí, rápido! —gritaba exultante—, tienen que ver esto.
Guiándonos por su voz, llegamos a un espacio donde la cueva formaba una especie de alcoba natural. Allí el suelo había cedido en parte y el doctor nos miraba, entusiasmado, desde el fondo de un pequeño foso, que no llegaba a los dos metros de profundidad; la causa de esa euforia estaba en otra abertura abovedada, de evidente manufactura humana, que había quedado igualmente al descubierto y desde la que partían unos escalones, tallados en la misma roca, que descendían hacia un destino desconocido, pero al que, no hizo falta llegar a un acuerdo para ello, íbamos a acceder, sin pararnos a considerar cualquier otra opción. Bajamos al agujero, aprestamos las linternas, Kamaka comprobó el estado de su Ceska Zbrojovka (CZ-75), era el único de los tres que portaba un arma, y precedidos por Swulzert, que no podía disimular su impaciencia, comenzamos el descenso.
A pesar de que el arco de entrada era estrecho y bajo, inmediatamente la escalera se ensanchaba, los escalones estaban perfectamente tallados y recubiertos con finas losas de piedra negra pulida parecidas al mármol, al igual que las paredes, en las que regularmente habían sido excavadas hornacinas, finamente labradas, que alojaban amenazadoras figuras de ɳa matatōa-’ī’ītā, de gran tamaño. Era el escenario que llevábamos intuyendo desde Fécamp, cuando desciframos parte del mensaje que Pickman había dejado en sus pinturas, y ahora se abría esperanzador ante nosotros.
El descenso fue corto, cómodo y terminó en una sala amplia, igualmente forrada con el mismo material pétreo que la escalera. La bóveda, de roca pulida, se alzaba unos tres metros por encima de nuestras cabezas y la habían decorado con abundantes petroglifos cuyo significado no podíamos alcanzar. En el centro, cuatro estatuas enormes de basalto verdoso, representando a otros tantos guerreros alados, custodiaban un sarcófago de considerables dimensiones. No sabría decir el tiempo que permanecimos inmóviles, en silencio, petrificados como aquellas estatuas terroríficas, incapaces de reaccionar ante la contundente evidencia de que la profecía de Pickman se estaba cumpliendo ante nuestros propios ojos.
Fue Günter el primero en salir de aquel estado. Enfocó su linterna hacia la tumba, que estaba sellada con un sólido bloque de piedra lisa. Acariciándola con mimo, buscaba, en vano, alguna zona donde la tenacidad del tiempo no la hubiera lacrado al sepulcro, pero lápida y sarcófago eran un solo bloque. Romper esa sociedad iba a resultar una tarea difícil. Por otra parte, del exterior nos llegaban sonidos de tormenta nada tranquilizadores, así que decidimos salir a evaluar la situación. Las rachas de viento eran fuertes; el mar se movía con olas de marejada y el cielo estaba totalmente cubierto por densos nubarrones, que comenzaban a descargar su flete de agua. Entre los tres pusimos a salvo la lancha dentro de la cueva; era evidente que íbamos a pasar allí las próximas horas, al menos hasta que pasase la borrasca; teníamos agua, algunas provisiones, galletas saladas principalmente, y chubasqueros para protegernos del frío y la humedad. La coyuntura no era ni mucho menos desesperada.
Habíamos conseguido limpiar casi todo el perímetro alrededor de la losa, de forma que la unión con el sarcófago era visible; la azuelas de nuestros piolets ya se introducían entre ambas superficies y descubrir lo que ocultaba la tumba era solo cuestión de tiempo y algo más de esfuerzo. Estábamos cansados; la jornada había sido larga, trabajosa y emocionalmente agotadora, teníamos que descansar. Sin darnos cuenta, el día se había hecho viejo y aunque no teníamos madera seca para encender un fuego que nos hiciera la noche más confortable, tampoco hacía demasiado frío y estábamos bien equipados contra la humedad.
—Deberíamos comer algo y dormir un poco —propuso Kamaka—, mañana nos espera un trabajo difícil, además, si no mejora el tiempo tendremos que salir de aquí a través de la montaña y para eso habrá que trepar como mandriles si queremos salvar el acantilado.
—Eso sin contar con la Ahnenerbe. Sigue siendo una amenaza, a mi modo de ver —quise introducir ese punto en la conversación—, y desde que llegamos a Rapa hemos bajado la guardia completamente con respecto a ese problema.
Ese asunto me tenía preocupado desde hacía tiempo y aquel me pareció buen momento para llamar la atención de los otros dos. No podía olvidar el asalto que sufrimos en Normandía y que sin la intervención del maorí, probablemente aquellos asesinos habrían acabado con nosotros aquella misma noche, en el muelle de Fécamp y a las puertas del Templo de la Flor de Lis.
—Tiene razón, escritor —admitió Kamaka—, no debemos descuidar ese flanco, aunque mientras estemos en la isla no creo que intenten un ataque, esperarán a hacerlo en un sitio más discreto y siempre que hayamos conseguido dar con el corazón del rey, que es un objetivo común.
—Estoy de acuerdo con el capitán —corroboró Swulzert—, tienen ojos y oídos en todas partes, nos seguirán vigilando, pero mientras estemos buscando lo que persiguen no utilizarán la fuerza contra nosotros. Sin embargo, no solo la Ahnenerbe es una amenaza, también hemos de cuidarnos de los ɳa matatōa-’ī’ītāɳa, si hemos de creer el relato de Atiu, son guardianes de las tumbas notables y esta sin duda lo es. En mi larga experiencia he visto lo suficiente como para no tomar a la ligera las tradiciones y leyendas locales, de una manera u otra es algo a tener en cuenta, sin olvidar la más que segura presencia en estas cuevas de gules carroñeros, cuyo comportamiento es siempre imprevisible.
Las reflexiones del alemán tuvieron el efecto de provocar un incómodo y prolongado silencio, que rompió el pragmatismo militar del capitán Kamaka Rawis.
—Razón de más para que procuremos descansar, pero con un ojo abierto, aunque no pienso que esta noche corramos peligro. Duerman ustedes, yo estoy más acostumbrado a la vigilia. A primera hora de la mañana volveremos abajo, hay que terminar la tarea que hemos iniciado, nuestro permiso de estancia termina en veinticuatro horas y si no encontramos nada en esa tumba tendremos que irnos de la isla con las manos vacías.
Fuera de la cueva arreciaba el temporal. Comimos algunas galletas, que hicimos pasar con buches de agua. Luego, Günter se hizo un ovillo en el suelo y al poco tiempo el ritmo de su respiración indicaba que se había dormido. Pero en mi caso, los nervios por las emociones vividas durante el día, el bramido de las olas rompiendo contra las rocas del acantilado y el rugido de la tormenta mantuvieron mi vigilia durante un buen rato, hasta que en algún momento de la noche, vencido por el cansancio, me alcanzó el sueño. Cuando me despertó el maorí, la pálida luz del amanecer ponía reflejos violáceos en las paredes de la cueva; el mar estaba en calma y hasta nosotros llegó el quejido de una fardela de alas negras en plena caza.
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