
Tanto Swulzert como yo tuvimos la misma reacción de sorpresa ante el comentario del capitán Rawiri. Este, por su parte, abandonó la habitación por un instante, para volver portando un lienzo de medianas dimensiones, en el que inmediatamente reconocí la técnica magistral y siniestra de Richard Pickman; sin duda alguna, aquel cuadro era una de las obras que se custodiaban en el sótano del Templo de la Flor de Lis, pero no alcanzaba a entender cómo había llegado hasta allí.
—Está bien, confieso mi pecado, mea culpa —alzó Günter las manos en señal de rendición—, admito el desliz, no pude sustraerme a la tentación de conservar una muestra del trabajo de Pickman, capitán; ya no queda muestra alguna de su arte, salvo en colecciones muy privadas inaccesibles para el público. De haber podido, habría cargado con toda la exposición, pero dadas las circunstancias y por su tamaño, solo conseguí sacar este. Le doy mi palabra de que no hay más misterio, Rawir, un simple arrebato de coleccionista. Sin embargo, si usted sabe algo que sirva a los fines de la investigación, le ruego que si es posible lo comparta con nosotros.
Yo recordaba haber visto aquel cuadro en el sótano, de hecho no podía borrar de mi mente las horribles imágenes que constituían el tema de aquella macabra colección. Era un lienzo relativamente pequeño, casi cuadrado, de algo más de medio metro de largo y poco menos de alto. Sobre un fondo oscuro de roca reverdecida por el moho, el artista había reproducido el interior de un túmulo; en primer plano, sobre un altar funerario de alabastro, descansaba el cadáver de un hombre amortajado en un sudario blanco primorosamente bordado con filigranas de oro. Lucía corona de rey o príncipe, un ritual escarabeo de cornalina protegía su pecho y dos bestias aladas, mitad humanas, de aspecto perruno y afiladas garras, montaban guardia a ambos lados del catafalco.
—Tendré que fiarme de su palabra, doctor —concedió Kamaka—. Estoy convencido de que Pickman escondió alguna clave en esas pinturas, pero no dispongo de pruebas fehacientes, porque dada mi corpulencia y la estrechez del paso me fue físicamente imposible acceder al sótano. Sin embargo, para ustedes fue más sencillo.
—Si está planteando, capitán, que volvamos a ese antro, le advierto que no puede contar conmigo —me adelanté a cualquier posible insinuación a ese respecto—, ni por todo el oro del mundo pasaría de nuevo por semejante experiencia.
—¡Vamos Aaron, dónde quedó su espíritu aventurero! —exclamó Swulzert divertido—. Fue una gran experiencia, emocionante y de haber tenido un arma seguro que habríamos hecho frente con éxito a aquella cosa.
—No me retracto en absoluto de lo dicho —afiancé mi postura porque no estaba dispuesto a dejarme arrastrar por la enajenación de aquellos dos—. Usted, Kamaka, es un soldado, su oficio es la guerra, las armas, su herramienta y está acostumbrado a coquetear con la muerte; en cuanto al doctor, se mueve muy bien bajo la superficie, las excavaciones arqueológicas a veces se realizan en zonas hostiles y estoy seguro de que habrá tenido que enfrentarse a situaciones complicadas. Pero yo, señores, disfruto mis aventuras en la comodidad de mi escritorio, parapetado tras una robusta muralla de libros y armado con una vieja e inofensiva máquina de escribir. Jamás volveré a ese lugar.
—Ninguno lo haremos, escritor —respondió Kamaka—, el Templo ardió esta madrugada hasta sus cimientos, mejor dicho, desde ellos, porque el fuego parece que tuvo su inicio en los sótanos. Lo único que queda de la exposición maldita de Richard U. Pickman es este lienzo, que la curiosidad de herr Swulzert salvó para nosotros.
Me sentí aliviado, la posibilidad de tener que enfrentarme de nuevo a aquel terror había desaparecido entre las llamas y eso era una buena noticia.
»Es curioso que esta pintura represente el enterramiento de un gran ariki, profesor, sin duda el detalle no le ha pasado inadvertido; incluso por la corona, las joyas y el rico sudario podría tratarse del mismísimo Hotu Matu’a, el primer rey de Te Pito o te Kainga a Haumaka o Hiva, lo que hoy conocemos como isla de Pascua. Creo que deberíamos examinar el lienzo detenidamente, quizás esta vía de exploración no esté agotada del todo.
—Nada se pierde por intentarlo, capitán. Es usted maorí y seguramente interpretará las señales que haya podido dejar Pickman en este trabajo, si es que existen, mejor que Llywelyn o yo mismo, pues le confieso mi absoluta falta de conocimiento sobre las costumbres de su pueblo.
Por contra, yo sí adquirí algunos sobre esa cultura mientras me documentaba para mi libro «The Wairau Affray», que narra el enfrentamiento entre colonos británicos y nativos del clan iwi, tras la firma del Tratado de Waitangi, y después de estudiar detenidamente la pintura estaba seguro de que, pese a guardar grandes similitudes, no estábamos ante la reproducción de una estampa propiamente maorí. La respuesta de Kamaka vino a confirmar mis sospechas.
—Este muerto no es un príncipe maorí, Swulzert, aunque sus orígenes sí lo fueran. Creo que se trata del padre de la civilización rapanui, Hotu Matu’a, y hay elementos en el lienzo que tal vez nos permitan certificar su identidad; por ejemplo, el friso ornamental que adorna el altar sobre el que descansa el cuerpo —hizo notar, señalando una serie de formas extravagantes, que a modo de cartuchos funerarios, el pintor había reproducido en la piedra.
—Sin duda esos símbolos tienen un significado —dijo Swulzert—, pero desconozco a qué código pertenecen; desde luego a ninguno de los que son habituales en el medio oriente.
—Es rongo-rongo, profesor, la lengua más oriental de la rama polinesia de la gran familia austronésica, rapanui en estado puro —respondió Kamaka—, conozco perfectamente su simbología y puede que seamos capaces de resolver el acertijo.
»La primera figura representa a Te ariki, «El rey»; el segundo se interpretaría «como ellos están durmiendo», kua moe; el tercero puede ser «aguijón» ivihehe o tau awaga, «piedra para colocar difuntos»; el cuarto es «una montaña perforada», mauga pu; el quinto significa nuku, «tropa, ejército, soldados»; el sexto se corresponde con raa, «el sol»; el séptimo, te inoino, «algo que arde, resplandeciente»; el octavo es tamaiti, «niño»; el noveno hace alusión a «un hombre en una estrella», te tagata hetu noho; el décimo, tue ki te haka hiri ia, equivale a «él regresó»; y el último nos habla de atua hiko kura, «un dios rojo».
Swulzert, que había tomado nota de la interpretación hecha por Kamaka, fue el primero en hablar.
—Bien, claramente estamos ante un rey muerto, que está durmiendo, descansa, sobre una piedra para colocar difuntos, un altar; yo descartaría por completo la posibilidad de utilizar «aguijón» en esta parte —tanto Kamaka como yo estuvimos de acuerdo—, sin embargo, no acabo de encontrar el encaje para «montaña perforada».
—Quizás hace referencia a una tumba horadada en la montaña a modo de hipogeo —sugerí.
—Es posible, pero tenemos por delante un buen galimatías: tropas, soldados, ejércitos, sol, algo que arde o resplandece, un niño, el hombre en una estrella, alguien que regresó de alguna parte y un dios rojo. ¿Alguna idea?
La pregunta del alemán no obtuvo respuesta; los tres contemplábamos absortos el lienzo extendido sobre la mesa, con una sombra de abatimiento en la mirada y sumidos en un silencio deprimente, que el capitán Rawir, manoteando en el aire como si quisiera desentumecer sus ideas, se encargó de romper.
—Parafraseando a sir Winston Churchill, caballeros, el éxito se obtiene yendo de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo. Analicemos la situación. Hemos coincidido en que tenemos el cadáver del rey, sobre la piedra funeraria, posiblemente en una tumba dentro de la montaña perforada. Sigamos el orden de los símbolos. ¿Qué hace un soldado dentro de una tumba?
—Esconderse de la guerra, esperar al enemigo, defender su territorio —alternamos Günter y yo las respuestas.
—No, señores, creo que simplemente monta guardia, protege un bien preciado: el cuerpo del rey muerto, su descanso eterno, sus tesoros.
—Bravo, capitán, buena interpretación —aprobó Swulzert—. El rey que descansa sobre la piedra de los muertos guarda un tesoro, que custodian sus guerreros. Me vale.
—Pero esas horribles criaturas que flanquean el sarcófago no son guerreros, Pickman pintó un par de gules, seres deformes, necrófagos despreciables, muy alejados de la épica nobleza de un soldado; algún mensaje quería transmitir, estoy seguro —argüí con indisimulada aprensión.
—¿Y qué alternativa sugiere, escritor?
Kamaka había tomado por costumbre identificarme por mi profesión y he de reconocer que me agradaba el tratamiento.
—Posiblemente, es el propio rey quien protege algo muy valioso, quizás el mismísimo corazón del faraón, que sabemos anda buscando la Ahnenerbe. Los gules serían simples testigos, habitantes de la cripta, quizás, un peligro a tener en cuenta, en todo caso.
—Una lectura plausible, Aaron, pero mientras no tengamos una visión global del enigma cualquiera lo es. Supongo que deberíamos seguir encajando las piezas del rompecabezas —aconsejó la experiencia en arqueología de Günter.
—Le toca el turno a lo que arde o resplandece —puso de nuevo Kamaka el enigma en fila india—. Siguiendo el método propuesto por Llywelyn, si unimos este símbolo con el siguiente, un niño, deberíamos interpretar que se trata de algo de mucho valor, brillante, resplandeciente, que pertenece o fue de un niño que vaga por el firmamento, si tenemos en cuenta la supuesta simbología de la figura que viene a continuación, el hombre en una estrella.
—Recopilemos, caballeros —sugirió Swulzert—. Tenemos al rey difunto, que descansa sobre la piedra funeraria en una cripta bajo la montaña, poseedor y guardián del tesoro resplandeciente, que perteneció al niño que vaga por las estrellas. Tiene sentido, porque ese niño bien puede ser Tutankamón, que vaga errante por el inframundo, huérfano de un corazón que presentar al juicio de Osiris.
—Y nos quedarían dos piezas: «él regresó» y «dios rojo» —no pude reprimir la emoción, porque de repente todo encajaba para mí—. El rey, en su tumba de piedra bajo la montaña, custodia el corazón del Niño, mientras espera el regreso del dios rojo, esto es, el del fuego y la ira, o sea, Cthulhu.
—Me sirve, me sirve —aceptó el profesor. Por su parte, Kamaka, asentía con la cabeza, mientras tamborileaba con los dedos sobre la mesa.
—Ha sido un bonito juego, señores —dijo—. Es posible que exista una tumba real, una montaña, un corazón de oro, unos gules y tal vez otros horrores que no somos capaces de imaginar ahora, ¿pero dónde? Esa es la verdadera incógnita que debemos desvelar y que también persigue la Ahnenerbe, salvo que ellos consiguieran acceder anoche a la cripta y descifrasen el código de Pickman, lo que daría sentido al incendio.
—Eso sería el fin, capitán, no debemos pensar en esa posibilidad —se apresuró Swulzert a desechar esa solución, mientras examinaba el lienzo de cerca—. Si no me engañan los ojos, aquí hay algo escrito; casi no se percibe, la letra es minúscula y está esculpida en la roca de la cueva, sobre el sarcófago, pero es imposible descifrarla a simple vista.
La leyenda estaba allí, tan diminuta que se nos había pasado por alto. Sin duda era algo importante, quizás la respuesta que estábamos buscando y había que encontrar la manera de llegar a ella. Por fortuna, el maorí tenía adiestramiento y recursos para solventar el problema: una lupa improvisada con un vaso lleno de agua y grandes dosis de paciencia consiguieron obrar el milagro. La inscripción decía así:
«Piti ’ahuru mā hitu toru ’ahuru mā pae pae ’ahuru mā ho’e a oroɳo ho’e hānere»
—Es rapanui, señores, números —anunció Kamaka—. Dice algo así como «Con el viento del sur 273551, con el viento del oeste 1441939».
Nuevamente, la reflexión nos llevó a un silencio que, sin embargo, esta vez duró poco ante la evidencia de que Pickman nos acaba de dar las coordenadas donde buscar el corazón del Rey Niño: 27º 35’ 51” S, 144º 19’ 39” W
Conocer la ubicación exacta del sitio no iba a suponer ningún problema. Sabíamos cuál era nuestro próximo destino. Cthulhu nos retaba a un duelo perverso y había elegido para el desafío algún lugar del hemisferio sur, quizás cercano a R’lyeh, la ciudad sumergida donde aguardaba el momento de la venganza, el restablecimiento de su terrible poder y la extinción de la raza humana. No había otra elección que acudir a su llamada. Afrontar el peligro podía costarnos la vida, pero darle la espalda nos conduciría a un destino mucho peor que la muerte.
Si se tiene a mano una brújula cartográfica y formación militar, resulta sencillo conocer la ubicación exacta de un punto en el mapa a partir de sus coordenadas: en el capitán Rawiri se daban ambas condiciones.
Rapa Iti es una isla del Pacífico Sur, en la Polinesia Francesa. En el lenguaje rongo-rongo, «Iti» se utiliza como diminutivo y en este caso sirve para diferenciar la Rapa pequeña, de Rapa Nui, la grande, que también se conoce como Isla de Pascua.
Acceder a Rapa Iti es complicado porque se trata de territorio militar; los permisos para recalar en la isla son escasos, por períodos muy cortos y suelen estar ligados a proyectos de carácter científico, estructurales o, simplemente, como punto de repostaje para embarcaciones pequeñas en tránsito.
Un Boeing-777 de la compañía Qatar Airways nos dejó en el aeropuerto internacional de Auckland, tras más de cuarenta horas de vuelo y escalas en Doha y Adelaida. Hacía calor, el verano austral se mostraba implacable, en Francia no habíamos tenido tiempo de preparar un equipaje adecuado y estábamos pagando las consecuencias, pese a que procuramos aligerar nuestro vestuario, todo lo que nos permitía la decencia.
Un vehículo militar nos esperaba; Kamaka insistió en que debíamos permanecer juntos por si la Ahnenerbe seguía tras nuestra pista, en cuyo caso era aconsejable mantener unido el grupo. Fuimos directamente a la base militar de Papakura, donde se acuartela el Primer Regimiento del Servicio Aéreo Especial de Nueva Zelanda (1-NZSAS Regt), la fuerza de élite a la que pertenecía el capitán Rawiri.
Fuera de las instalaciones propiamente militares, pero protegida dentro del perímetro de la base, había una agradable colonia de viviendas, todas exactamente iguales, con uniformidad castrense, de una sola planta y con un pequeño jardín delantero, dónde residían los miembros del NZSAS que así lo deseaban. En una de ellas nos alojamos cómodamente. También teníamos a nuestra disposición un cine, la cantina, una bolera, la biblioteca, un centro de culto, compartido por diferentes religiones, y el economato, en el que Günter y yo pudimos hacernos con indumentaria apta para la estación.
Podíamos desplazarnos por la base con total libertad, excepto en aquellas zonas destinadas a uso exclusivamente militar, aunque debíamos llevar siempre visibles nuestras acreditaciones, pues había patrullas de vigilancia por todo el recinto. Después de los contratiempos sufridos últimamente, resultaba confortable tanta seguridad; los días que pasamos allí fueron muy beneficiosos para recuperar los nervios y, por qué no, nuestra salud mental.
Manejábamos mucha información sobre Rapa Iti: mapas geológicos, topográficos, de carreteras, fotografías aéreas, completísimos estudios antropológicos, como el magnífico trabajo sobre la cultura rapa escrito en 1970 por F. Allan Hanson, RapanLifeways o las conclusiones alcanzadas por la expedición noruega arqueológica de 1956; todo nos fue de gran utilidad.
Rapa Iti es un antiguo volcán en el monte Perehau, su parte central se hundió dando lugar a una caldera abierta al océano, con una bahía profunda que penetra en el cráter. Una montaña perforada, como avanzaba la profecía de Pickman. Según las tradiciones orales Rapa Nui, la tierra natal del arikiHotu Matua era Hiva, pero la voluntad de los dioses hizo que se hundiera, por lo que este condujo a su pueblo a una isla situada hacia el sol naciente. Estudios actuales datan el acontecimiento alrededor del año 1200 dC.
Según la leyenda, algunos regresaron e incluso hicieron el viaje entre ambas islas en numerosas ocasiones, por lo que Hiva no se habría hundido por completo y si tenemos en cuenta que Rapa Iti está situada hacia el poniente, hay muchas probabilidades de que sea la mítica tierra originaria de los nativos de Rapa Nui, lo que nos afianzaba más en la idea de que estábamos siguiendo la derrota correcta.
Tras considerarlo mucho, los tres coincidimos en que si había alguna posibilidad de encontrar un escenario similar al reproducido en la pintura de Pickman, tendríamos que ascender a Tevaitau y explorar Morongo Uta, una misteriosa fortificación defensiva en forma de pirámide que corona el cráter, construida por los primeros pobladores de la isla, con una técnica para trabajar la piedra similar a la utilizada en Machu Pichu. Rapa Iti es casi el antípoda de Alejandría, en Egipto, y eso nos provocaba una irresistible atracción, de manera que pensar en la posibilidad de estar en un error se antojaba remota.
No resultó muy complicado obtener de las autoridades francesas una visa para conocer los yacimientos arqueológicos de Rapa; el prestigio internacional del doctor Swulzert fue de gran ayuda; la curiosidad de escritor en proceso de documentación justificaba mi presencia en el equipo y ante les Forces Armées en Polynésie Française, Kamaka, en su condición de militar, garantizaba nuestro buen comportamiento. Pero quedaba por discutir algo fundamental: cómo de llegar hasta la isla.
No había otra manera de hacerlo que por mar, algo más de 2.100 millas náuticas desde Auckland, una travesía larga y muy probablemente llena de riesgos. Era valioso pasar inadvertidos, por lo que si optábamos por un barco, debería ser de mediana eslora, marinero, con autonomía suficiente y muy gobernable; un yate de crucero a vela o un catamarán. Con viento a favor y buenas condiciones de mar, una embarcación así tardaría en llegar a Rapa Iti entre diez y doce días, espacio de tiempo, no obstante, en el que sería muy vulnerable.
Otra posibilidad pasaba por alquilar una avioneta pequeña, una Cessna, quizás, que nos condujera al aeródromo de Raivavae, para después navegar desde allí las 270 millas que separan esa isla de Rapa Iti. Sin embargo, eso suponía implicar a más personas en la aventura, abrir nuestra pequeña compañía a elementos desconocidos y tener que dar explicaciones sobre un operativo, que no todas las mentes estarían preparadas o dispuestas a entender. Además, por estrategia, era mucho más efectivo movernos en un solo grupo, sin vernos obligados a establecer horarios, puntos de reunión o complicadas logísticas, imposibles de diseñar para una misión, en la que a cada paso iban surgiendo nuevas variables.
—La mejor alternativa, bajo mi criterio, pasa por el catamarán —opinó Günter—, tanto usted como yo, capitán, tenemos los conocimientos de navegación necesarios para encarar una travesía de esa naturaleza, por lo que podríamos establecer turnos al timón y minimizar los tiempos de descanso.
—No es complicado hacerse con un barco así —Kamaka también parecía inclinarse por esa vía—, de unos diez o doce metros de eslora, manejable y cómodo, que con buena mar podría desarrollar una velocidad media de siete u ocho nudos, incluso más; pero estaríamos demasiado expuestos, durante mucho tiempo y en mitad del océano sin posibilidad alguna de encontrar refugio; si la Ahnenerbe nos embosca en un escenario semejante tiene muchas opciones de éxito. Además, una travesía de más de dos mil millas náuticas es casi imposible de realizar sin escalas en un barco de esas características, pero desde Tahití, por ejemplo, la distancia por mar es de tan solo unas seiscientas cincuenta millas, perfectamente asequible para nosotros.
—Caballeros, creo que deberíamos considerar esta fórmula con detenimiento y método —quise intervenir, pues veía alguna endeblez en el obstáculo que podía representar la amenaza de la Ahnenerbe—. Ustedes conocen el medio y no es la primera vez, presumo, que se han puesto a la rueda de un barco, por ese lado, tenemos resuelto el problema; sin embargo, parece que el mayor elemento de duda que se nos plantea es la amenaza latente que suponen los nazis. Pues bien, yo digo que, siendo real el peligro, la inmensidad del medio en que habremos de movernos, el océano, iguala las fuerzas.
Los dos me observaban con interés, en sus miradas había una clara invitación a que continuara exponiendo mi argumento y eso es lo que hice.
»En realidad estaremos en un entorno de mar abierto, limpio, sin accidentes geográficos que pudieran disfrazar una emboscada; si vienen a por nosotros los veremos con tiempo suficiente para preparar la defensa y dudo que, por muy bien pertrechados que estén, dispongan de material militar de gran tonelaje, más rápido que nuestro modesto catamarán: una fragata, destructor o portaaviones desde el que lanzarnos un ataque aéreo mortal; no sé, creo que en el océano tendríamos gran capacidad para defendernos, solo sería necesario equipar nuestro barco con algún tipo de armamento que nos permitiera repeler una agresión. ¿Usted qué opina, capitán?
Rawiri tamborileó con los dedos sobre la mesa, una costumbre que ponía en práctica cuando estaba nervioso, en sus momentos de reflexión o mientras barajaba las diversas soluciones de cualquier tema que pudieran plantearle.
—La mayor parte del viaje la haríamos en avión, no tendremos problemas en conseguir un transporte aéreo militar, manteniendo, por esa parte, la confidencialidad de nuestra empresa. Podemos volar hasta Tahití sin preguntas molestas, hacernos allí con un barco y navegar hasta Rapa Iti. No es descabellada su propuesta, escritor, tiene sentido; podrían intentar abordarnos desde alguna embarcación similar a la nuestra, sí, pero es poco razonable esperar un ataque aéreo. Con una ametralladora pesada, estaríamos en condiciones de repeler cualquier agresión. Buena sugerencia, Llywelyn.
Swulzert también lo aprobó, en silencio, con un gesto distraído. Estábamos sentados en confortables hamacas de lona, bajo un viejo pohutukawa, que se alzaba solemne en el jardín de nuestro refugio provisional, protegiéndonos con su sombra del rigor veraniego. Las piezas del puzzle comenzaban a encajar, en la preparación de la logística llegábamos a consensos definitivos y los avances alcanzados eran más que satisfactorios. Sin embargo, el alemán parecía ausente, absorto, sumergido en sus propios pensamientos, preocupado por algo que tal vez se encontraba a muchas millas de distancias de Auckland, o tan demasiado próximo a nosotros y cotidiano que Kamaka y yo éramos incapaces de percibir a simple vista.
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