
Quince años de vida encerrados en el círculo hermético de una alianza. Un viejo anillo de poder que, como el de la historia de Tolkien, había obrado el milagro de amalgamar su existencia con la de ella, sustentando la ilusión de un todo perfecto, la felicidad en su estado más puro, un espejismo que lo fue hasta que se terminó la magia.
Se lo sacó del dedo, dejando en cada milímetro de piel desnuda un rastro de besos, urgencias y deseo, un vestigio de lo que hubo, fuegos de San Telmo culebreando la arboladura del naufragio, como juguetes rotos prendidos en las ausencias del alma.
Se sintió mareado, trastabilló y tuvo que apoyarse en la pared para recuperar el equilibrio. Algo más adelante, sentado en la acera, con la espalda apoyada en el mismo muro, un viejo indigente pedía limosna. Sus miradas se cruzaron por un instante, en una efímera comunión de inteligencia; dos parias azotados por el látigo de un destino cruel. Se acercó al mendigo. Entre sus piernas, en un platillo, recogía las monedas que le dejaba la gente; una escasa lluvia de calderilla que servía para limpiar de mugre las malas conciencias.
El anillo era una brasa incandescente que palpitaba en la palma de su mano, un infierno líquido haciéndose fuerte en las entrañas, como el que debió padecer Abelardo después de la castración, solo que al clérigo le quedaba el consuelo de una Eloisa enamorada. Aflojó el puño y el aro cayó al suelo con un tintineo metálico, casi alegre, insultante, que ahondó todavía más en la herida de un corazón desgarrado por el desamor. No tuvo fuerzas para recuperarlo, como tampoco las tuvo para luchar por ella. La había dejado marchar y ya no quedaba nada en este mundo que justificara su existencia.
Se acercó a la balaustrada del puente y miró hacia abajo. Las aguas corrían impetuosas, impulsadas por una lujuria de tormenta recién estrenada. Podía escuchar el desprecio del río en el rumor sordo de la corriente, una mordaz carcajada burlona que parecía un reto, una invitación a terminar con todo, algo tan sencillo como dejarse ir en un abrazo frío, blando, triste, como lo fueron sus últimos besos.
Miró hacia atrás. El vagabundo ya no estaba en la acera. El anillo seguía en el suelo, igual que un despojo que simbolizaba su necia cobardía. Estaba solo. Sus pensamientos volaron hacia ella por última vez. La sintió lejos, desvaneciéndose en la neblina del recuerdo. No pudo soportar la idea de que algún día pudiera llegar a olvidarla. Saltó.

Imagen generada por IA.
Potente, intenso. Por la historia mostrada en palabras y lo mejor lo que dejas entre líneas para rellenar con nuestra imaginación.
esa frase que repites y el final duro e impactante.
Me ha gustado mucho leerlo.👏👏👏👏👏
¡Qué buena amiga eres!
Un abrazo gordo.
Alguien importante me hizo una reseña que no olvidaré, El amor como antídoto a la fragilidad humana. Este relato me hace pensar en la certeza de esas palabras. El amor es el antídoto y el desamor puede ser el veneno que conduzca a la desazón del corazón. Su manera de escribir es, incluso desconcertante. A veces a lomos del humor y otras, en este estilo y registro que tanto me gusta.
Gracias por otro momento.
Abarcas todos los registros literarios imaginables,y cada cual,con más maestría. Placer inmenso leerte, Armando.