
―¿Crucita, tienes luz en casa?
El patio de luces es una buena caja de resonancia que facilita la comunicación entre vecinos y los pulmones de Sagrario, que funcionan como el fuelle de un órgano catedralicio, saben sacarle el máximo partido.
―La Mari Cruz está en donde su suegro, que le ha dado un infarto de minga.
Esta que habla es Anunciación, la reportera del bloque, siempre al corriente de todo lo que pasa; allí donde salte la noticia está la Nunci.
―¿Le ha dado un infarto al Rosendo? Pero si estaba como una rosa, lo vi hace no más de tres días y rebosaba salud.
Concha saca su consternación a la ventana, para que se oree junto con la colada de bragas que acaba de colgar en el tendedero.
―Y sigue hecho un clavel reventón ―confirma la Nunci, que como siempre está al cabo de la calle―. Infarto de minga, querida, una hartura de coño moreno; que lo pilló su mujer encamado con otra y tienen un lío montado en casa de padre y muy señor mío.
Un bramido de toro, salido de no se sabe dónde, hace enmudecer a las mujeres; décimas de segundo después, le da la réplica un gemido hondo, comprimido, con registro de voz femenino. La secuencia se repite varias veces, envolvente, rítmica, como siguiendo un ritual.
―Alguien está jugando un partido de tenis en el recibidor o echando un polvo ―sentencia Concha con un punto de picardía.
―Será Angy. ¡Qué mujer, no tiene freno! ―Un ligero velo de envidia empaña el comentario de Nunci.
En el tercero, interior, izquierda, se abre la ventana y por ella acude Angélica a la convocatoria, envuelta en una sugerente bata de raso negra, la melena suelta en cascada sobre los hombros y una taza de humeante colacao en la mano.
―Si la envidia fuera tiña… ―deja colgando en el aire el dicho popular como respuesta―. Debe ser un apagón general, porque tampoco tienen luz los de enfrente. A ver si lo arreglan pronto, porque tengo las lentejas en el fuego, a medio hacer, y se me van a poner duras.
―Eso es lo tuyo, mujer, ponerlas duras ―explota Sagrario en una carcajada, que secundan todas, incluida Angy.
Los mugidos han cesado, pero sigue oyéndose un jadeo lejano.
―¿Pero quién será? ―se desespera la Nunci, siempre ávida de saber.
―¿Y qué más os da, cotillas? Aleluya, aleluya, cada una con la suya ―apostilla Angélica tras darle un sorbo al cacao.
―¡Ay, no lo quiera dios! Menos mal que mi Ricardo ya no responde. De cintura para abajo, cero absoluto. Un alivio, que son veintisiete años con la misma dieta; un horror. Todavía si fuera con Brad Pitt. ―A Nuncia se le nota el desengaño y la tristeza de bajos en la voz.
―Tiene razón, esta, ¡qué empalago! Anda, Angy, corazón, sé buena y socializa existencias, reina, que a ti te sobran ―intenta Concha abrir un marco de negociación, aunque de antemano sabe que la iniciativa está condenada al fracaso.
―¡Pero no aflojes ahora, Mariano, empuja, empuja, que ya casi está dentro! Así, un poquito más arriba, así, así, casi…, ¡pero no pares jodido!
Es una voz conocida, de mujer, algo cascada por la edad: doña Nati, segundo, derecha. Mariano es su marido, octogenarios ambos. Una ola de estupor recorre el patio de luces. Las tertulianas enmudecen unos segundos.
―¿Está todo bien, Nati, cariño? ―rompe Sagrario el estado catatónico general.
―Déjalo para luego, Mariano, que así, a media luz, es más difícil. ―La voz de doña Nati suena cansada―. Sácalo, sácalo, con las dos manos, que es muy grande, cuidado, yo te ayudo, así, ya, ya. ¡Uff, qué descanso!
»Se ha ido la luz, ¿no? ¡Qué fastidio! ―se queja la anciana, uniéndose a la asamblea vecinal―. Nos ha pillado en plena faena y este hombre, que ya no aguanta nada… ¿Alguna tiene un marido en buen uso que me preste?
―Diga que sí, doña Nati, tetas al poder ―no puede reprimir Angy el orgullo de clase―, genio y figura. Luego le doy por privado un par de teléfonos.
―¡Ay, hija, gracias! Si es lo que le he dicho yo a este: llamamos a otro, que tú ya no estás para estos trotes; pero como el que oye llover, cabezudo como él solo. Y es que el espejo es enorme, el más grande que había en IKEA, y Mariano ya no atina a engancharlo en las alcayatas y menos a oscuras.
»Mira, por hablar, ya ha vuelto la luz. Angélica, cariño, pásame esos teléfonos que yo me apaño con ellos, reina. ¡Hala, tira Mariano, que todavía tenemos que hacer la comida, menudas horas!

Imagen generada mediante IA.