
Todo empezó por culpa de aquella pandemia que tuvo en jaque al mundo mundial. La gente enfermaba, los hospitales no daban abasto y el contagio fue masivo; la humanidad enfermó, no pudo escapar nadie a la maldición. Fue una verdadera hecatombe.
Por fin, los médicos dieron con la tecla y se acabó la tragedia; la vida volvió a fluir como antes, se abandonaron las cautelas y las autoridades proclamaron la vuelta a la normalidad. ¿Normalidad, seguro, como antes?
Pues no, mire usted, porque algunas secuelas, de mayor o menor calado, dejó el mal: insignificantes cefaleas intermitentes; pequeños períodos de incontinencia urinaria; alopecias pasajeras…, pero ninguna como el odiado flatus moralis, la flatulencia moral, signum peccati, el estigma del pecado, un pedo de la conciencia, el dedo acusador que señalaba al embustero, un hedor insoportable que se hacía patente en presencia del engaño; en definitiva, el fin de algo tan incorporado a la esencia humana como la mentira.
—Cariño, me tenías preocupado, son las seis de la madrugada. ¿Tanto ha durado la fiesta de la empresa? —pregunta el marido con la ansiedad del mosqueo pintada en la cara.
—¡Ay, Agustín, no me hables, hijo, qué agobio! No te puedes hacer una idea. Los de contabilidad, que no hay quien los pare. Empeñados en ir a tomar una copa y luego otra, que si a una discoteca… y yo echa unos zorros, mi amor, sin ver la manera de huir de aquello.
La mujer se derrumba en el sofá, a la vez que logra desembarazarse de los zapatos de plataforma, componiendo un gesto de alivio que le dulcifica el rostro.
—Lourdes, aquí huele raro, corazón —Agustín ventea como los ciervos en la berrea—, ¿seguro que no ha pasado nada más?
—No sé qué más quieres, mi amor. ¿Te parece poco? —A Lourdes se le encienden las mejillas y pone cara de «yo no he sido».
»Bueno, sí —concede tratando de salir del paso lo más airosamente posible—, al final fuimos con Marga y José al apartamento de Mauro, a tomar la última, nada más.
Agustín, espantado, pone unos ojos como huevos de avestruz. El olor se hace cada vez más intenso, al punto que la propia Lourdes se levanta para a abrir la ventana y ventilar la habitación.
—¿¡El putón de Marga…, Mauro, el panameño!? —al hombre se le desparraman todas las alarmas y no puede ocultar su horror—¡Lourdes, por tus muertos!
—Agustín, amor mío, por favor, te lo juro, no es lo que parece —trata de justificarse mientras una fetidez nauseabunda lo invade todo.
Ese era el nuevo escenario mundial, la consecuencia inapelable de la pandemia, que socavaba los cimientos de la civilización, amenazando el futuro de la humanidad. El flatus moralis había terminado con la mentira en la Tierra y ya nada volvería a ser lo mismo.
Al principio, las curias de todos los credos celebraron el milagro exultantes, pero pronto tuvieron que recular ante el efecto rebote que se produjo cuando los templos, cualquiera que fuese su fe, se convirtieron en enormes bolsas de gas fétido, al tratar los sacerdotes de transmitir la palabra de sus dioses. La sola posibilidad de desplegar sus hojas hacía irrespirable el entorno y abrirlos se consideró atentado ecológico, así que los libros sagrados fueron condenados al ostracismo. Entonces, los fieles dejaron de serlo y buscaron otras formas de alienarse, con lo que aumentó de manera exponencial el consumo de estupefacientes y alucinógenos: hongos, peyote, ayahuasca…
Todo dejó de ser definitivo para convertirse en solo posible. La certeza se convirtió en un bien inalcanzable, mientras que la duda cotizaba al alza.
En las bodas, los oficiantes dejaron de usar fórmulas de compromiso y pasaron del «…prometes serle fiel hasta que la muerte os separe», al «…intentarás serle fiel, etc, etc…» y los contrayentes, en lugar de responder con un rotundo «Sí», se limitaban a murmurar un discreto «Se hará lo que se pueda».
Las campañas electorales ya no tenían razón de ser, pues era tanto y tan insoportable el mal olor que salía de los mítines, que aun haciéndolos al aire libre y en grandes espacios, no había cristiano que lo pudiera soportar.
En los paritorios de los hospitales se prohibió la entrada a los padres, porque al presentarles, las madres, a los retoños, no eran infrecuentes los episodios de flatus moralis que, además de los inconvenientes odoríferos que les eran propios, devenían en tragedia griega.
Se acabaron las conversaciones en los ascensores, incluidas las inocentes sobre climatología, pues cualquier desliz, aunque fuera involuntario, podía convertirlos en mortíferas cámaras de gas.
Hacer el amor en silencio era la fórmula más recomendable, porque un apasionado «¡Solo tú, Eleuterio, solo tú!», arrancado al calor del clímax, estaba entre las causas probables de pestilencia indeseada y podía terminar arruinando una relación de toda la vida.
La medicina se declaró incapaz de acabar con el problema. Los bancos, que apestaban a kilómetros de distancia, entraron en quiebra. Ser influencer se convirtió en una maldición, olían tan mal que todo el mundo huía de ellos y se les obligó a ir por las calles tocando una campanilla para anunciar su presencia con antelación y que la gente pudiera ponerse a tiempo fuera de su alcance, como se hacía en la edad media con los enfermos contagiosos. Se cayeron las redes sociales, dejaron de publicarse los periódicos y los telediarios fueron sustituidos por documentales del National Geographic.
Y así fue, flatus moralis, gracias al perfume que trajo aquella bendita pandemia, como los locos, los niños y los borrachos heredaron la Tierra, porque sabido es de todos que son los únicos en decir siempre la verdad.

Ains!!! eres un crack.
—Mira amor, voy a leer el escrito de Armando.
—Este hombre es un crack—Responde el oyente.
—Creo que ese efecto secundario, no sería tan malo…¿o sí? Yo nunca miento, así que noseria tan malo.
—¿Qué baje la ventana? ¡Pero si estoy escribiendo una reseña a Armando!
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Magnífico. Sin más.