
«¡Sal de esta casa, espíritu maligno!», me ordenó el exorcista hecho un basilisco, gritando como un poseso, mientras lo ponía todo perdido de agua bendita a lo tonto, todo hay que decirlo, porque a mí el agua no me espanta por muy sacralizada que esté.
Sin embargo, soy muy sentido, qué quieres, hay cosas que no soporto y lo que menos los gritos; además, al franciscano le apestaba el alerón a cebolla rancia, un tufo producto de largas temporadas huérfanas de jabón; hedor con personalidad jurídica, al punto que te lloraban los ojos, lo juro, y eso sí que ya pasaba de castaño oscuro, que uno será un ectoplasma freelance, un autónomo espiritual, como si dijéramos, pero escoscado y limpio como el que más. Así que me tapé las narices con el embozo, hice volar por los aires media docena de cacharros de porcelana de Sèvres, para joder al duque, y dando un portazo me eché a la calle.
En mala hora, quién lo iba a pensar; no veas lo mal que está la profesión, hay fantasmas a patadas, cualquier pelagatos con una sábana y conexión wifi se cree el rey del inframundo amamantado a los mismísimos pechos de Caronte. Ahora los llaman youtubers, influencers, tiktokers, streamers, vloggers, podcasters, y lo malo es que lo petan, los muy jodidos, se han hecho con el mercado de lo paranormal estando en vida; eso sí que es gordo. Intrusismo profesional descarado.
Intenté colocarme en un convento de monjas de clausura, las Esclavas de San Farlopio, por seguir viviendo entre claustros y hornacinas, como en el castillo del duque, pero resultó que solo quedaban cuatro hermanas, ya muy mayores; habían vendido el convento a una promotora de viviendas y ahora compartían un pisito en Moratalaz que, la verdad, no daba juego; además estaban enganchadas al Candy Crush y no me prestaban atención. Esas no son trazas de trabajar. Pedí el finiquito. De nuevo estaba en la puta calle.
Los palacetes y las casas buenas de zonas ricas estaban ocupadas por colegas con más suerte: «No creas que es un chollo―me dijo el espectro de un antiguo comerciante de paños de Sabadell, que llevaba colocado siglos en casa de unos marqueses en el barrio de Salamanca―, antes estaba más valorada la profesión y la nobleza se mataba por tener en casa un fantasma como Dios manda, había curro fijo, por toda la eternidad y uno tenía su caché, pero ahora no pintamos un carajo y si te empeñas en tomártelo en serio, con oficio, a la menor te abren expediente y a la puta calle; créeme, hay que pasar desapercibido, con decirte que a mí me encierran en el sótano cuando vienen visitas».
Este mismo me dijo que mirase en el extrarradio, donde se congrega la población más normal: currelas, migrantes, abuelos con la pensión mínima… Me metí en casa de unos ecuatorianos, gente maja, honrada, pero muchos, demasiados, eran una tropa; no sé cuánta gente vivía en aquel piso. Subarrendaban habitaciones y solo venían a la casa para dormir a turnos, tan cansados que no había forma de sacarles un susto decente.
Además, cuando se dieron cuenta de que estaba entre ellos, me pusieron las cosas claras: podía quedarme en la despensa, que estaba siempre vacía, un cuchitril de medio metro por uno, con derecho a cocina, sí, pero previo pago de quinientos euros al mes de alquiler y los gastos comunes a escote. Esa es otra, cómo están los alquileres, por favor.
Aprovechando unas jornadas de puertas abiertas, me colé en el Congreso. Aquellos largos pasillos eran ideales para mis fines. Como venía de años trabajando en la casa ducal, por mor de la querencia, me arrimé al ala conservadora, gente de orden, patriótica y liberal. Me acogieron bien, porque a ellos eso de meter miedo les va. Sin embargo, duré poco allí: hicieron que me pagase yo los ibuprofenos; por no sé qué de la unidad nacional, me prohibieron comer botifarra amb mongetes y pretendían congelarme la pensión, a mí, que me pegué cuatro siglos cotizando.
Era quedarse con eso o pasarme a los progresistas, que sí, lo admito, tienen sus buenas cosas, pero están todo el tiempo peleándose entre ellos. Aquello parece una corrala de vecinos mal avenidos y me montaron una gordísima porque me presenté como «espectro». Parece que eso es una declaración de machismo supremo, que pone de manifiesto el fuerte arraigo del patriarcado que todavía persiste en el más allá; querían rebautizar mi identidad a «espectre» o «espectx» y qué queréis que os diga…
De manera que no encuentro acomodo en ninguna parte y me veo a la intemperie, vagando entre los dos mundos, solo y desamparado, compartiendo mis noches en el cajero de un banco con dos indigentes, adictos al vino en tetrabrik, y un perro multirraza al que llaman Trotski.
Muy harto estoy. Poca salida le veo yo a la cosa, no sé, lo mismo me lio la manta a la cabeza y preparo oposiciones al McDonald’s. Con lo que uno ha sido y tener que verse así.

Imagen obtenida mediante IA.