
«Querida Rosario:
Si estás leyendo estas líneas es porque ya no queda esperanza para mí; pero tú eres fuerte y podrás encontrar el camino a esa vida dichosa, que yo nunca supe darte y que mereces por encima de cualquier otra consideración.
Llegados a este punto, sé que no puedo pedir tu indulgencia, no me he hecho acreedor a ella; ni tan siquiera pretendo humillarme para que me perdones: sería una infamia más por mi parte, que añadir a las mil maneras que he tenido de amargarte la vida.
He sido para ti una pesada carga, pero hoy, en este mismo momento en que, seguramente, tiembla el papel de esta carta en tus manos — nunca supe apreciar en su justa medida tu generosidad emocional —, te libero por fin de ese yugo.
He arruinado mi vida y la de mi familia corriendo detrás de un intangible, un espejismo, un sinsentido vital, en el desierto afectivo que ha sido mi existencia. Todo lo he sacrificado a la insensatez del juego; a la entelequia del azar; a la locura de una intuición, que me prometía la gloria en el girar de una ruleta, el suave tacto traicionero de un naipe o la simple cabriola en el aire de una moneda que, como el pulgar de un implacable emperador romano, siempre señalaba un peldaño más abajo en la cruel escalera de mi degradación.
En esa vorágine me jugué mucho más que dinero y lo perdí todo: el amor de mis hijos, el calor de los míos, la caricia de tus manos. Y en cada nuevo lance apostaba a doble o nada, esperando siempre, pobre iluso, que esa fuera la vez definitiva, la última y gloriosa, que me devolviera, con creces, todas las pérdidas anteriores.
Hace tres noches tuve un sueño; febril, como lo son todos en los últimos meses. En él se me revelaron con claridad los números de la combinación ganadora de la lotería, el nombre de la yegua triunfante en la carrera del próximo domingo y una visión de la suerte, esperándome en el casino justo en la casilla veinticuatro de la ruleta.
Si tienes ahora esta postrera carta en tus manos es porque, una vez más — y esta sí, como puedes comprobar, la última —, mi pálpito ilusionante, el presentimiento incontestable, la corazonada matemática, han estallado en carcajadas en mi propia cara.
Firmo este papel con algo más que mi sangre: la poca esperanza que me quedaba, y lo guardo en donde, si menester fuera, alguien pueda encontrarlo fácilmente y hacértelo llegar.
Juro que os quiero, siempre ha sido así, solo que esta exigencia déspota del juego ha sido más fuerte que yo.
Te lo mereces e intuyo que, esta vez sí, libre ya de mi presencia, alcanzarás la felicidad.
Me alejo de ti para siempre. Olvídame pronto».
— Usted que opina, Zorraquino, ordeno el levantamiento del cadáver o necesita su gente buscar alguna evidencia por la zona.
— Señoría, dadas las circunstancias y a la vista de las últimas voluntades expresadas por el sujeto — dijo el comisario con la mirada fija en los gastados zapatos del hombre, que colgaban a un escaso palmo del suelo —, en lo que a nosotros respecta, aquí no hay más que ver.
— En ese caso: electa una via, non datur recursus ad aliam — sentenció el juez —, y a quien Dios se la dé…
— Pues eso. ¿Hace una caña? Que hoy el cuerpo está rumboso.
— ¿El nacional de policía o el suyo personal, señor comisario?
— Intuyo que esa cuestión carece de relevancia, ¿no te parece, señor juez?Y los dos funcionarios se alejaron del lugar de los hechos, hablando de sus cosas, mientras los ayudantes del forense comenzaban a descolgar al muerto y en algún lugar cercano, alguien ponía banda sonora a la escena, silbando el “Always Look on the Bright Side of Life”, al más puro estilo Monty Phyton.
