
La habitación está a media luz, como en el tango, pero huele a orines de gato y coles hervidas. Hay una mesa camilla en un rincón, junto a la ventana, por la que se adivina un patio interior, cruzado de cuerdas para tender la ropa.
La mesa está cubierta por unas faldas de color granate. Un sofá tapizado en algo parecido a cuero marrón oscuro, se enfrenta a una televisión de por lo menos tres mil pulgadas y al lado de ella una estantería baja soporta, a modo de templete, una capilla del Sagrado Corazón.
La médium, una cincuentona adelantada metida en carnes, camufla los estragos que la edad ha dejado en su rostro, con gruesas capas de maquillaje torpemente aplicadas, como enlucidos de albañil primerizo.
Sendas bofetadas de pimentón le colorean ambas mejillas de un rojo chillón, a juego con los brochazos de carmín que embadurnan los gruesos labios. La guinda del pastel son unos párpados azules, bordeados con un trazo negro, que imitan a los antiguos amuletos egipcios.
En conjunto, si no fuera porque respira ruidosamente y con evidente dificultad, la señora podía pasar por un muñeco, que algún ventrílocuo distraído hubiera olvidado en la consulta de la vidente.
Un tapete de terciopelo negro ocupa todo el ancho de la mesa. En cada una de sus cuatro esquinas, bordados en algo que imita a la plata — un guiño evidente a la liturgia lunar —, se representan los cuatro elementos esenciales: tierra, agua, fuego y aire; en el centro, presidiendo todo el conjunto, el quinto elemento, el principal: el espíritu.
La mujer manipula una vieja baraja muy ajada por el uso, de la que va sacando cartas con las que ha formado, en el centro del tapete, una cruz de San Andrés. Deja sobre la mesa el mazo con las cartas restantes y observa la figura durante largo rato.
Al otro lado de la mesa, enfrentando a la mujer, un hombre corpulento, empapado en un sudor grasiento, que se enjuga repetidamente con el pañuelo, no puede ocultar su nerviosismo y, expectante, se mordisquea un padrastro del pulgar derecho, con los ojos fijos en el semblante de ella, buscando algún gesto que le adelante el vaticinio de las cartas.
Por fin, la pitonisa rompe el silencio.
— Veo un viaje, inminente, largo.
Él cabecea asintiendo. Es representante de una empresa de jabones y detergentes. Los viajes por motivos de trabajo son una constante en su vida.
— Hay un hombre muy joven, moreno — continúa la bruja —, muy cercano a usted, que desea su ausencia.
— Lo sabía — el hombre gordo no puede evitar un respingo, mientras siente que se le encogen todas las vísceras de su cuerpo —, por eso me ha dado la ruta del norte, la más larga. El muy cabrón de Jacinto, el encargado, así tiene tiempo de sobra para cortejarla, para alejarla cada vez más de mi lado, para robármela como lo que es: un malnacido ladrón.
— Ha salido la carta de los enamorados, junto a la de la estrella. Eso significa amor puro, sin mácula.
— Sí, como todos los meses, doña Rosario, pero yo, mientras tanto, dejándome por esos caminos de dios los cuernos que me ponen, para llenar la mesa todos los días y que no le falte de nada. ¿Qué puedo hacer para terminar con este infierno? — se le quebró la voz en un sollozo —, si la echo de mi casa me mata la pena y si continúo aguantando esta situación, me moriré de angustia. Deme usted una solución. Pregúnteles a las cartas, que ellas me saquen de este bucle infernal en que me encuentro.
— Señor Carmona, las cartas hablan, nos adelantan lo que va a pasar. De nosotros dependen las soluciones.
El hombre, abatido, se puso en pie. Hurgó en su americana en busca de la cartera. Sacó un billete de cincuenta euros y, resignado, lo dejó sobre la mesa.
— Hasta el mes que viene, doña Rosario. No sé qué va a ser de mi vida si me deja.
Juan y Manuel están echando una partida al FIFA 2020 en casa del primero. Son dos muchachos que acaban de estrenar la adolescencia. Manuel es alto, delgado, rubio casi fosforescente, mientras que Juan es más bajito y rechoncho, como su padre y de un moreno rabioso. Los dos son amigos casi desde la cuna.
— ¿Cuándo se larga de viaje el plasta de tu padre? — pregunta Manuel mientras se maltrata los pulgares con el mando de la consola.
— Mañana, creo — contesta Juan, sin apartar la vista de la pantalla del televisor.
— Mejor, porque es un auténtico toca huevos, con todos mis respetos. Sin embargo, ella… ¡Madre de dios, qué buena está!
— Oye tío, córtate un pelo, que es la mujer de mi viejo. Además, nos llenará la casa con esas jodidas catequistas amigas suyas, que se pasan todo el puto día rezando el rosario. Pero lo prefiero a tener que aguantar al muermo de mi padre. ¡Qué coñazo de personaje!
— Todos los meses, la misma movida, colega — respondió Manuel —, no hay manera de salir de este puñetero bucle.— Amén brother
