
En el tabuco de la portería huele a col, orines de gato y colillas de cigarro. El señor Arcadio no fuma, pero recoge todas las que ve por la calle, las desmenuza, clasifica el tabaco según su estado y con la ayuda de su vieja máquina de liar obra el milagro de la resurrección. Son malos tiempos, el vicio manda y no faltan compradores. Una gastada cortina de cuentas separa la garita del resto de la casa; el territorio de María: el recibidor escaso, dos habitaciones pequeñas, la cocina, el escusado y un oscuro patio de luces.
Fuera, la calle de las Carretas hace honor a su nombre y se llena de un bullicio que llega sordo, amortiguado al chiscón. Arcadio lía cigarrillos y cuando no, saca mondadientes de finas tiras de abedul, que vende por las tascas, a un real la centena.
Dos mil pesetas costaba redimirse de soldado, lo que no ganaba un hombre en tres años; en eso estaba salvar el pellejo o jugárselo a cara o cruz en las montañas del Rif y por no tener dos mil pesetas, le reclutaron al hijo. No es menester morirse para llevar el infierno pegado al corazón, quemándole el bolsillo de la zamarra, en forma de una carta renegrida, ya de tanto sobarla; una carta que nunca podrá leer, porque ninguno de los dos, ni María, ni él, saben hacerlo.
Fue a finales de agosto, cuando Leandro, el cartero ―ese sí sabe de letras―, con el gesto torcido y la mirada ausente, se la puso en las manos: «Lo siento, Arcadio», musitó y una bola de fuego taponó la garganta del portero. Desde ese día, todos los meses, sin faltar uno, Leandro llega puntual a su cita con María.
―¡Mujer, carta del chico! ―grita el marido tragándose la vida, sin dejar de sacarle raspaduras al abedul.
Y María llega corriendo, sofocada, secándose las manos rojizas en el mandil y con un brillo de esperanza en los ojos. Leandro, solemne, rasga el sobre, despliega el papel y lee, siempre, más o menos, el mismo mensaje:
«Queridos padres, espero que sigan buenos de salud, yo bien, gracias a Dios. Estoy trabajando mucho, aquí no falta y se gana buen salario. Sigo en Buenos Aires, pero es posible que pronto me traslade a otra parte, por un negocio que si sale puede darme mucho dinero. No saben cuánto los echo de menos, sobre todo a usted, madre; no se moleste, padre. En cuanto reúna lo suficiente me los traigo para acá.
No sufran cuidados por su hijo, soy feliz, gozo de buena salud y hasta estoy pensando en buscarme una buena cristiana y formar mi propia familia; las cosas no pueden ir mejor.
Madre, rece mucho por mí, que a usted le hacen caso los santos. Padre, cuídese y cuídemela.
Los quiero».
Luego los tres guardan silencio. María cubre de besos el papel y lo riega de lágrimas:
—No me lo dejes de la mano, virgencita —solloza mientras vuelve a lo suyo con la carta bien sujeta contra su pecho—, tan lejos y solo tuvo que irse.
Los dos hombres callan. Arcadio, sin levantar la vista del suelo, murmura: «Gracias, Leandro». El cartero, en silencio, se carga la saca a la espalda y sale de nuevo al bullicio de la calle de las Carretas, mientras en su cabeza resuenan, como una salmodia macabra que nunca olvidará, las palabras de aquella primera carta, que María nunca va a conocer, la que inició esta mentira piadosa que duele tanto como una de verdad de hierro candente:
«… encontró la muerte del héroe en la defensa de Sidi Dris.
España y la corona sufren con ustedes la pérdida de su hijo bienamado y ruegan a Dios por su eterno descanso.
Suyo en el dolor.
Luis Marichalar y Monreal Vizconde de Eza
Ministro de la Guerra».
Dos mil pesetas, ese era el precio de la muerte en la España de 1921.

Sin palabras. El precio de la vida en épocas oscuras. Qué ignorancia la del humano que olvida que para algunos valen más sus fronteras y mentiras, que la vida de quienes la tienen que defende.
Lo peor es que esa guerra, como todas, engordó la bolsa de los poderosos. Alfonso XIII participaba en el negocio de abastecimiento de material al ejército, por ejemplo. Un ejemplo de entrega y amor a su pueblo.
Sí y así va girando el mundo, entre los que mandan destruir y llenan sus arcas. Los que apoyan aportando miedo. Ha sido una lectura magnífica, magistralmente escrito y con una delicadeza que me encandila. Gracias Armando
Jolín, cómo se queda el corazón, a estas horas de la mañana. Ya sé, Armando, que el olvido mata tanto como los fusiles… pero… Jolín, qué cuerpo nos dejas!!! 🥴