
¡Vuela, Príncipe, vuela!
De joven me fascinaban los combates de boxeo. Había velada todos los sábados por la noche, en la plaza de toros, y se hacían apuestas. Peso pluma. Hernani I & El Potro de Entrevías. Prefería los pesos ligeros, eran más vistosos; los mastodontes del peso pesado se movían como hipopótamos en una charca. La noche del sábado era especial.
Nos juntábamos en La Estrechita o en el Club de la Asociación de Vecinos; cogíamos el metro hasta Ventas y pasábamos la noche apostando y bebiendo cerveza hasta terminar borrachos como piojos.
Las peleas estaban amañadas, como la vida, y casi nunca ganaban los nuestros, pero, aun así, disfrutábamos viendo cómo se zurraban sobre el ring. Al menos los golpes se los llevaban otros.
Ahora ya no se hacen veladas de boxeo profesional, a lo sumo amateurs, y les obligan a pelear con chichonera. ¡Menuda mierda! Además, a estas alturas de la vida, ya tengo rotas todas las cuerdas por dentro y no es un desahogo ver cómo le sacuden a otro.
Por eso vengo al canódromo; es otra forma de huir hacia adelante persiguiendo un espejismo mecánico inalcanzable, porque la liebre corre sobre raíles que siempre van por delante y el galgo, iluso, se afana en vano por alcanzarla. Igual que ocurría en el boxeo, también esto es una parodia de la vida.
He apostado veinte pavos por Príncipe en la tercera, se paga 6 a 1. ¡Vuela, Príncipe, vuela!
Pobre diablo, aunque no lo sepas, perro necio, la presa no es el revoltijo de pieles que se dispara sobre el raíl pulido por el roce de cien mil carreras; la presa eres tú, como yo, como todos, huyendo de nuestra mala fortuna, salvando el culo en cada recorte del camino, tratando de escapar de lo irremediable.
Pero hoy apostaré por ti, mientras apuro la cerveza y sueño con que un día, los dos, salgamos como favoritos en la triple gemela.
