
Pocos llegaron a saber su nombre real, pero todos lo llamaban «Chilines» y vendía el cupón, a dos pesetas el número, en el barrio de las Tenerías. Pequeñico de alzada, cabezón y borracho, era uno de esos personajes recurrentes en el paisaje, que enriquecía la fauna autóctona del vecindario. Todo el mundo estaba acostumbrado a oírlo salmodiar su reclamo por calles, plazas y mercados: «Hoy tocan, hoy tocan, y los lleva Chilines. Los iguales para hoy. Compren, Marías, compren. Quinientas pesetas por ocho reales. Hoy tocan».
Chilines vivía arrejuntado con Maruja «La Sastra» en una buhardilla del callejón de Las Cuatro Esquinas. Ella era una mujer vivaracha, con mal carácter, que iba por las casas de la vecindad haciendo labores de modista, mientras procuraba mantener las constantes vitales del domicilio conyugal; luego, al atardecer, se pateaba las tascas del barrio hasta dar con el ciego, que a esas horas, doblemente entre tinieblas, tenía muy complicado encontrar solo el camino de vuelta a casa.
En la delegación estaban más que hartos de Chilines, porque a causa de su afición por el vino, casi ningún día le cuadraban las cuentas, pero las iban ajustando mes a mes, cuando liquidaban salario, así evitaban tener que dejarlo en la calle, porque en el fondo se hacía querer, era tenido por buena persona. Al menos de puertas para afuera, pues en la intimidad de su casa, despojado de esa cercanía callejera que lo hacía entrañable, Chilines era un tirano, un déspota maltratador que llevaba a la pobre Sastra por la calle de la amargura.
«Mándalo al carajo», le aconsejaban las vecinas que estaban al corriente de la situación, «para ti sola con lo tuyo te sobra, que lo aguante su puta madre», pontificaban, pobres; quizás querían proyectar en Maruja el desenlace que deseaban para sus propias vidas, porque una por otra, la que más por la que menos, todas sufrían en sus carnes parecidos calvarios.
Y claro que podía darse vida ella sola, hasta regalada, incluso, sin tener que ocuparse del ciego, pero en el fondo sentía que estaba unida a él, necesitaba sufrir su presencia, aunque fuera para odiarla; de alguna retorcida manera, las borracheras, los insultos, sus desprecios la hacían sentirse viva. Igual que Chilines no echaba de menos la visión, pues había nacido sin ella, la Sastra perpetuaba una forma heredada de entender la existencia: así eran las cosas y seguirían siendo por siempre jamás. Cuando el amor es mucho más que un lujo, el odio se convierte en la ligazón que sustenta la convivencia.
A la Sastra se la llevó por delante un tranvía de la línea 11, allí dónde los viejos dicen que estuvo la Cruz del Coso, y a Chilines la buhardilla se le hizo grande y fría; encontrar el camino a las Cuatro Esquinas se tornó un imposible, en las noches de doble ciego, y más de una terminó pasándola al raso, hasta que una mañana de invierno lo encontraron aterido, medio helado, a cuatro pasos del portal de su casa y con un hilo de vida a medio quebrar. Lo ingresaron de urgencia en el hospital de los pobres y a las pocas semanas marchó a reunirse con su mujer.
Algunos románticos todavía sostienen que murió de nostalgia. Los médicos afirman que fue una cirrosis. Pero los dos vivieron y murieron como correspondía a su especie y condición. Nunca tuvieron ilusiones ni sueños y, a su manera, fueron felizmente desgraciados, porque era lo que tocaba y no hay por qué buscarle más pies al gato. La pobreza es hereditaria, se pega al alma, como una mala enfermedad. No se puede luchar contra el destino, quien viene al mundo lechón, muere cochino.
«¡Malhaya quien nace yunque, en vez de nacer martillo!»

Imagen obtenida mediante IA.
La manera de escribir es sublime. una narraciones perfecta de la pobreza, el maltrato dentro de ella. Es pura dinamita. Así, sin más. Porque hay veces que no hay más razones que la razón de existir en si mismo.
Magnífico.
Gracias, Paquita, amiga, por esa lectura. Sabes que valoro mucho tus comentarios.
Metedle caña a Amaral. Un besote gordo para los dos.