
Los del complejo funerario me han dado la urna sin hacer preguntas; seguramente habrán pensado que soy un tipo fiable. Te sienta bien, Chelo, parece uno de esos jarrones chinos de imitación del «100 i Mes» del carrer del Carme: tú siempre fuiste de marcar curvas y nada sobria en los colores.
Fue en el 69, ¿te acuerdas?, a principios. El 17 de enero unos estudiantes tiraron un busto del dictador por la ventana del rectorado y se armó la de dios es Cristo. Yo estaba en primero de ingeniería; la universidad era un polvorín y después de lo de Ruano en Madrid del día 20, la guerra se desató en toda España, más en Barcelona, que desde antes ya de la «Caputxinada» siempre estuvo a la vanguardia de la lucha estudiantil.
Aquel día los grises iban a saco, sin bozal. En Urquinaona compartía un palomar, reconvertido en piso, con dos aragoneses, de Alcañiz, y como pintaban bastos decidimos que lo más sensato era retirarse a los cuarteles de invierno; así que tiramos por la ronda, cap a casa. Pero a la altura de Plaça de Catalunya un despliegue de «tocineras» nos cerró el paso, los romanos cargaron como fieras. Literalmente, con la jauría pegada al culo, los de Teruel y yo echamos Ramblas abajo buscando la salvación. En la Boquería me di cuenta de que los había perdido y, en un escorzo a la derecha —puede que el único en toda mi vida—, eché por Sant Pau, con un aliento cuartelero a cazalla quemándome el cogote.
No iba solo, éramos más los prófugos. No me preguntes cuántos guripas nos perseguían, porque no tuve resuello para echar la vista atrás, solo sé que antes de llegar a Santa Margarida, una mano tiró de mí; el chasquido de un pestillo hizo de burladero y a través de la vidriera que, visto del revés, proclamaba, «Avui botifarra amb mongetes», vi desfilar la cabalgata de los grises magos camino del Raval, mientras alguien ponía en mi mano un vaso de tinto peleón.
Esa fue mi primera entrada en «El Linares. Casa de Comidas» y Aquiles, tu marido, el buen samaritano que quiso aliviarme el ardor con un trago de Priorato.
Él era de La Carolina, pero entendió que poner el nombre de su pueblo al local hacía que pareciera una casa de putas, de las muchas que había en el entorno, sin embargo,como no quería apartarse de la querencia y Guarromán podía llevar a confusión, sobre todo en la marinería yanqui, que por entonces abundaba, se decidió por la otra pata de la comarca. Pobre Aquiles. Pagué su hospitalidad con unos cuernos: ¿quién podía resistirse a la locura de esos ojos verdes tuyos, Chelo; y no entro a valorar otros atenuantes, que los había en abundancia, señoría.
Lo supo desde el primer momento, estoy seguro, ese mismo día, cuando vio en tus labios esa sonrisa tierna, sensualmente incestuosa, de madre postiza con que me rescataste del miedo. Pero era comprensivo, Aquiles, y discreto; tanto como para desaparecer del mapa cuando atracaba en el puerto la sexta flota: ojos que no ven…; no había coños suficientes en todo l’ eixample para tanta demanda y, oye, el negocio era el negocio.
¡Jodida Chelo, la de sardinas que nos habremos comido tú y yo juntos en la Barceloneta! Era el ritual para después de follar; solo hacías el amor con Aquiles. ¡Qué tiempos!
Y aquí estamos otra vez los dos. El Linares ya no existe; el garito lo tienen ahora unos chinos que arreglan móviles y cogen los bajos de los pantalones. Así que te vienes a casa conmigo. Te haré sitio en la librería: un gilipollas me regaló por saturnalia las obras completa de Pérez Reverte, así que no tengo problema en hacerte hueco. Volvemos a estar juntos, Chelo. Tu carisma es tan grande que no cabe en la urna funeraria. Nos haremos compañía hasta que, no tardando, alguna mano amable junte nuestras cenizas y las tire por un sumidero del Raval donde, seguro, nos estará esperando Aquiles, ahora ya libre de convencionalismos bastardos, para montarnos ese trío que tenemos pendiente.
