
—Hola, me llamo Florian, soy príncipe y tengo el síndrome de los labios de fresa.
El chico, espigado y buen mozo, se había puesto en pie para hacer la presentación. Alrededor suyo, en círculo, otros siete muchachos de similar factura lo miraban sonrientes. Al frente del grupo, como coach y moderador, estaba José Cristino I, Rey Pretérito de Rabbitland. Unos asuntillos de faldas y comisiones de tapadillo le obligaron a dejar la corona en la testa de su hijo, pero ahora vivía de las rentas, lo tenía todo en letras del tesoro, bonos del estado, fondos públicos, vaya, y se había retirado a vivir a la costa, en casa de un primo lejano que le prestaba el chalet.
—Hola, Florian, te queremos —respondieron al unísono, poniendo caritas de gilipollas igualmente corales.
—Aquí todos tenemos el síndrome de los labios de fresa, querido, nos pirramos por el boquerón jugoso de princesas, condesas, duquesas y cortesanas en general, aunque, para ser sinceros, tampoco le hacemos ascos a unos buenos morros plebeyos ―terció el Pretérito con la donosura y aplomo que da la experiencia y todos asintieron dándole la razón.
―¿Tu churri es Blancanieves, no?
El preguntón, aunque de bellas hechuras, tenía el testuz de macho cabrío y cara de mala leche. Se llamaba Adam, pero los íntimos lo conocían como «Bestia».
»Está buena de cojones, sí ―continuó sin esperar la respuesta de Florian―; que se lo digan a los jodidos enanos; andaban todo el día más salidos y calientes que el pico de una plancha, a Mudito no había quien lo sacase del cuarto de baño.
A Florian el comentario le sentó fatal y contrajo el gesto.
―Mira que eres bestia, Adam ―saltó Flyn Ridder en plan solidario―, córtate un poco, querido, que si nos ponemos a largar, tú no sales bien parado, que lo de tu Bella con la zoofilia es de dominio público.
―Señores, señores, haya paz ―intervino el Pretérito―. La verdad es que nos pirramos por los jugosos labios de fresa de esas zagalas, pese a que indefectiblemente acabamos teniendo problemas por culpa de la dichosa querencia, somos así de enamoradizos, no lo podemos evitar. Si lo sabré yo, que me ha costado el trono.
El gallinero se había tensionado y sus palabras echaron un poco de agua al incendio calmando la trifulca.
―Por cierto, Flyn, una curiosidad que tengo ―levantó la mano el príncipe Eric, emparentado con Ariel, alias «La Sirenita»―: ¿la hermosa cabellera rubia de tu Rapunzel es natural o teñida? Porque os tiene que salir por un ojo, la broma en peluquería.
―Creo que es natural ―dudó el otro―. La verdad es que no había caído, pero ¿cómo puedo saberlo?
―¡Coño, pánfilo, pues fijándote! ―se encocoró Alí Ababwa, más conocido por Aladdin―; ya sabes lo que dicen: rubia de bote, chocho morenote, joder.
―Hosti tú, pues ahora que lo dices―se amoscó Felipe, el príncipe consorte de Aurora, por otro nombre conocida como la Bella Durmiente—. Lo que nos faltaba, tener que estar pendientes también de los felpudos.
—A ver, caballeros, a lo que estamos, caray: el síndrome de los labios de fresa. Majestad, ponga usted orden en esto —exigió, ceñudo, Encantador, al coach soberano, que se revolvió, molesto, en el trono.
—Oye, tú, guapito de cara, no te me pongas chulo —se descaró con el pobre chico—, no sea que saquemos a ventilar las parafilias, que en lo de magrear pies te quedas solo, mamón.
Al príncipe de Cenicienta se le subieron los colores a la cara y volvió a sentarse balbuceando no sé qué de cristales, zapatos y mamarracho.
—Me gustaría a mí ver cómo os apañabais bajo del mar, pandilla de quejicas —se jactó Eric—, ¡percebes en los venancios, llevo yo con la coña del chapoteo!
—Yo no sé de qué va eso de los labios de fresa, mi Frozen los lleva siempre morados. ¡Por dios qué grima, es como morrear un iglú! —se quejó Naveen, mientras se abrigaba el cuello subiéndose las solapas de la zamarra.
El Rey Pretérito miró su reloj, tenía prevista una reunión con unos contratistas por un asunto de comisiones pendientes de cobrar y se le estaba echando la hora encima.
—Bueno, chicos, vamos a tener que dejar la terapia por hoy, que tengo cosas y se ha hecho tarde —anunció con una sonrisa de plástico, a la vez que cerraba el cuaderno de notas—; la semana que viene nos ponemos en serio con lo de los labios de fresa. Practicad por separado y me traéis las conclusiones.
Un murmullo de disgusto corrió por el salón del trono; los príncipes llevaban un mosqueo del quince y Bestia, que era el más lanzado, no pudo por menos que evidenciarlo de viva voz.
—¡Coño, majestad, os lo montáis de lujo! Yo de mayor quiero ser como vos. No dais un palo al agua.
—Pues esto es como todo, hijo mío, como todo —contestó el rey—. Lo de vivir del cuento a la nobleza nos viene de cuna, y por la gracia de dios, ahí es nada. ¡Anda que no vivís bien vosotros a costa de los morritos de fresa de vuestras princesas, macarras! Venga, circulando, y no se os olvide pasar por caja antes de marcharos, que luego me liais y no me salen las cuentas.
Y colorín, colorado.

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